Reflexiones (de todo un poco)

La buena de Tatiana

Vale, mi última entrada ha despertado una cierta conmoción entre mis amigas solteras (el 90%, vamos), que alegan que ellas tampoco levantan ni sospechas (o no enganchan ni las medias, como me ha apuntado un lector anónimo) pero que encima no han logrado la epifanía divina de tener aparcamiento asegurado. Lo que pretendía ser un desahogo freudiano de mis desventuras amorosas ha acabado convirtiéndose en el mantra de chicas que miran al cielo y ahora claman: «Zeus, ya que no me concedes al mayordomo de Batman, al menos dame estacionamiento gratuito…»

Pues bien, yo siempre solidaria con mis congéneres, mucho más si son lectoras, a modo de consuelo voy a compartir con ellas la que ha sido mi arma secreta desde hace años, un arma con la que he ayudado a decenas de chicas con el corazón roto, un mecanismo infalible que ha devuelto la sonrisa a toda amiga que me ha llegado temblorosa tras un ataque pérfido de un histérico suelto…

Se trata de Eugenio Oneguin. O de la Tatiana de Eugenio Oneguin, en realidad. Estoy hablando de un libro, sí, qué pasa, soy una chica culta. Una novela rusa decimonónica, de Alexander Pushkin. Está en verso, y yo la leí en la Facultad, entonces me gustó mucho, pero mi relación especial con el libro empezó un tiempo después que fui al cine a ver una adaptación de la novela con una amiga. Una amiga a la que yo estaba llevando al cine para que olvidara por un rato sus penas.  A mi amiga un chico la había dejado unos días antes, rompiéndole el corazón a resultas de ese abandono. Cansada de escuchar sus llantos (qué dura es la amistad a veces), me la llevé al cine.  La adaptación era un horror, respetaba bien la historia, pero era un horror, así que yo salí furiosa comentando lo poco que me había gustado hasta que reparé en la sonrisa de mi amiga. Era la primera vez que la veía sonreír desde que su novio la había abandonado. Era una sonrisa peculiar, no era simple felicidad o alivio… era una sonrisa reivindicativa, de despecho satisfecho, de venganza cumplida… y en aquel momento, lo comprendí. Tatiana podía ser el mejor antídoto para un corazón roto.
Pero déjenme resumirles la historia para aquellos que no la han leído, y así me entienden: Eugenio Oneguin es un joven urbanita intelectual que se va al campo a descansar unos días, y allí conoce a Tatiana. Como Eugenio es el típico jovencito presuntuoso de ciudad que se cree “el uno”, mira a Tatiana con condescendencia, por el simple hecho de que es una chica de campo, sin reparar en que es una chica especial. Tatiana tiene inquietudes,  sueños, esperanzas, más allá del simple deseo de todas las que le rodean de enganchar un marido y ponerse a parir cual coneja. Pero Eugenio no ve eso, él asume que ella es “como todas” y “como a todas” la desprecia un poco. Pero como es un tipo especial distinto del resto, Tatiana sí que se fija en él, y se acaba enamorando. Como una idiota, como suele decirse, las mujeres inteligentes siempre se enamoran como idiotas, y Tatiana no es excepción. Y como una tonta le escribe una carta conmovedora (“toda mi vida fue testigo de una entrevista segura contigo…en mi alma resonó tu voz varias veces…”), con la que  Eugenio se descojona y responde con aires de superioridad. En realidad, Eugenio está super conmovido con la carta, pero esa especie de chip nervioso “anti compromiso” que se implanta a los hombres al nacer, se pone a cien, y le impide actuar en consecuencia, así que no contento con rechazar a Tatiana, para dejar claro que no siente nada por ella, se pone a coquetear con su hermana  delante de sus narices. La hermana de Tatiana es un cliché de todos los defectos que suelen atribuirse a las mujeres: frívola, inconsecuente, irresponsable, coqueta, tontita… pero es linda y astuta para lo que quiere, así que tiene un éxito despampanante con todos los hombres que desprecian a las mujeres “que son como todas”. Lo clásico, vamos. El tema es que el mejor amigo de Eugenio se moría por los huesos de la hermana, así que el amigo se agarra un mosqueo, lo reta en duelo, y de resultas Eugenio lo mata. Arrepentido, se las pira, y allí se quedan la pobre Tatiana y la hermana (la cual tarda exactamente dos segundos en encontrarse un tercer pretendiente con el que se acaba casando).

Eugenio vuelve al cabo de los años a Moscú. Y allí se encuentra con que Tatiana se ha casado también finalmente, con un militar retirado que tiene más medallas que poros en la piel, valiente, buena presencia, admirado por todos, el invitado obligado para cualquier fiesta que se precie, y ella está hermosa, y luce como la esposa ideal del marido perfecto. Y obviamente, es entonces cuando Eugenio se enamora hasta las trancas de Tatiana. En realidad, es la típica reacción de querer todo aquello que no podemos tener, yo os apuesto que si se hubiera encontrado a Tatiana solterita, hubiera pasado tres pueblos, pero bueno, Pushkin no juzga, se limita a escribir que Eugenio se enamora de Tatiana o que sencillamente descubre al amor dormido que siempre tuvo por ella. Así que Eugenio empieza a coquetear con Tatiana, pero ella no le hace ni caso, por lo que Eugenio comprende que no le va a quedar otra que bajarse un poco si la quiere conseguir… y le escribe otra carta de amor. “Habiéndola conocido por casualidad, me pareció notar en usted un destello de ternura hacia mí; pero no me atreví a creerlo, y, temiendo perder mi libertad, que hoy en día no representa para mí nada, no quise ligarme a usted…”. Es decir, algo así como, mira tía, que creo recordar que te morías por mis huesos, pero es que me pillaste en mal momento, pero, chachán, alégrate, ahora sí que es buen momento, qué bueno verdad???!!!

Tatiana no responde a la cartita. Al principio, Eugenio asume que lo está histeriqueando, así que no se inquieta y deja pasar unos días más. Pero la respuesta sigue sin llegar, así que Eugenio empieza mosquearse, a ver si no le ha llegado la carta, y decide plantarse en su casa. Tatiana lo recibe en el salón, haciéndole ver que su marido está en la planta de arriba, pero Eugenio no se corta un pelo: oye, Tati, linda, que te he abierto mi corazón, y yo no le abro mi corazón a cualquiera, así que ubicate, ¿vale?, porque te quiero mucho que si no… histeriqueos los justos, los míos y ya sobran…

Y entonces Tatiana majestuosa le recuerda que ya tuvo que aguantar su “lección” en su día, y que ahora le toca a ella. Atención, chicas, ojo, que conozco alguna que ha explotado de la felicidad en este momento. “Yo era más joven y más guapa, y lo amaba, y sólo encontré sequedad en su corazón por respuesta, aún se me hiela la sangre recordando la frialdad de su mirada y su sermón…” Lo acusa de no amarla realmente, de pretenderla únicamente porque tiene un marido famoso y con éxito en la corte, e incluso de querer seducirla por la vanidad de querer marcarse el éxito de conquistar a una mujer conocida por su honradez. Acaba reconociéndole que no es feliz, que todo ese éxito que tiene ahora le es indiferente, “podríamos haber sido tan felices los dos…”. Pero ya es tarde, está casada, y ni loca va a ponerle los cuernos a su marido, arruinando su vida solo porque Oneguin por fin haya logrado desactivar su “chip anticompromiso”… Demasiado tarde, querido. Y se va, dejándolo con la boca abierta…

Mi amiga se recuperó al instante de sus penas, y tiempo después me dijo que la fantasía de imaginarse a sí misma mandando a la porra a su novio arrepentido fue el mejor bálsamo… en su caso, el novio no se arrepintió, pero la fantasía bastó para que se pusiera las pilas y moviera pieza hacia delante… y ahí fue cuando me di cuenta del poder de Eugenio Oneguin. Fue entonces cuando empecé a regalar ese libro a toda amiga despechada que se cruzaba en mi camino.
Y así llegué a la República Oriental del Uruguay. Ahí hice lo mismo, empecé a regalar el libro como medicina… lo que no esperaba es que acabé a un tris de convertirme en la mejor gestora de los derechos de autor de Pushkin, perdí la cuenta de cuántos libros compré, en la librería de mi barrio me llegaron a aplicar un descuento por comprarlos al por mayor… y es que Uruguay me aportó muchos momentos hermosos, muchos amigos inolvidables, mucha felicidad… pero también me permitió conocer a muchas chicas con el corazón roto necesitadas de la firme seguridad de Tatiana… yo misma tuve que acudir a ella en más de una ocasión… Y ahora, a este lado de la cordillera, parece que vamos a seguir necesitando a la buena de Tatiana.

Mi regalo para vosotras, chicas. Usadla con precaución y mesura.

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Levantando sospechas

Cena de amigos. La conversación transcurría con normalidad (yo asegurándome de que nadie pase por alto que los Borbones son de origen francés), cuando de pronto, inesperadamente, el tema giró y nos encontramos hablando de amores. Yo me irrité, es muy deprimente hablar de amores cuando tienes un par de parejas homosexuales delante. Porque sí, lo confieso, tengo envidia de los homosexuales, y del modo en que van escalando posiciones en el panorama sentimental.

Antes, lo que una envidiaba de los gays, era el sexo libre y frecuente. Los gays siempre parecían tener una facilidad para arrejuntarse con cualquiera en cualquier lado, aún recuerdo mi estupefacción cuando mi compi de piso en Madrid salió un día a correr por el parque, y volvió tan contento porque había ligado con otro corredor, y ambos se lo habían montado felices como conejos tras unos matorrales. Yo cuando salgo a entrenar lo único que consigo es mala conciencia por lo pronto que me canso, además de que me ladren los perros con que me cruzo… Pero había un monopolio que las heterosexuales detentábamos sin discusión y era el del amor eterno. Los gays follarían mucho, pero a la hora de encontrar una pareja estable, ganábamos. Pues bien, hasta en eso nos ganan ahora: «lo conocí en un almuerzo de trabajo», «fui a una cena de compromiso que me apetecía cero, y acabé conociendo al amor de mi vida», «un día paseando, nos cruzamos por la calle y ya nunca más nos separamos»… sí, todas esas historias dignas de guión de Hollywood, son las historias de amor de mis actuales amigos gays, todos felizmente emparejados, todos protagonistas de historias como las que antes interpretaban Rock Hudson y Doris Day, y que ahora interpretarían… bueno, Rock Hudson y Doris Day, en realidad.

Mientras tanto, las chicas de la cena nos enfrentábamos a nuestra triste realidad actual: «Yo no levantamos ni sospechas» dijo una (no digo su nombre… pero es una amiga argentina, y morocha, y vive en Chile desde hace tiempo… vamos, que era Marisol). «Levantar» en rioplatense = «ligar» en español de España. Y no lo traduzco al chileno, porque no tengo ni flowers de cómo se dice en chileno, lo cual es indicativo de mi vida amorosa en en el Santiago bip!, así que para qué extenderse… Pero en mi caso hay una razón, como quise explicar a los allí presentes: es el pacto que hice con Zeus y el destino, a cambio de tener siempre asegurado encontrar aparcamiento.

A ver, «flashback» al estilo de «Cómo conocí a vuestra madre»: verano de 2010, una noche en La Barra de Punta del Este. Yo en el coche con Ifat y Fabiana, dando vueltas como locas, buscando un lugar en donde soltar el coche. Cualquiera que haya estado en La Barra de Punta del Este en enero, se carcajeará imaginando nuestra situación. Yo juraba en arameo, mientras Fa e Ifi respondían frenéticas a mensajes de texto de tíos que preguntaban por qué no habíamos llegado aún a la fiesta a la que se suponía debíamos llegar. Antes, aquella noche, durante la cena, las tres habíamos intercambiado nuestros deseos para el Nuevo Año, lo típico, como afortunadamente teníamos salud y tampoco es que estuviéramos mal de trabajo, nuestras peticiones se habían centrado en el amor. Pues bien, tras pasar por el mismo sitio por quinta vez sin tener visos de poder soltar el coche en ningún lado, cuando empezaba a plantearme si dejarlo en Montevideo y caminar desde allí a La Barra, lo dije, en voz alta y sonora: «pues mi deseo de Año Nuevo no es encontrar a un tío, es encontrar aparcamiento de una p… vez!!!!» Y entonces, APARECIÓ. El hueco más increíble del mundo, en plena calle principal de La Barra, a pocos metros del lugar de la fiesta. Científicos de la NASA tendrían que haber ido allí para dejar constancia del paranormal fenómeno… y así, se selló mi destino, que empezó aquella misma noche: Ifi y Fa «levantaron» como locas, mientras que yo contemplaba mi coche líndamente estacionado… Decenas de personas posteriormente han podido atestiguar el hecho: parkings atestados de centros comerciales en sábado, calles en horario de cierre de oficinas, barrios en plena efervescencia nocturna, yo siempre encuentro aparcamiento. Aparecen así nomás… y como bien saben mis amigas orientales, mi vida sentimental en Uruguay fue un páramo desolado y aquí en Chile ni siquiera sé cómo se dice «ligar».

«La solución es muy sencilla» apuntaron los comensales de la cena, una vez concluido mi relato. «Sencillamente tienes que renunciar a tu privilegio de aparcamiento»… Yo empecé a temblar, ¡¿renunciar a mi privilegio?! ¿Ahora, que por fin parece que llega mi coche, tras toda una travesía oceánica y un periplo burocrático de casi 5 meses, ahora que desembarcó en Iquique desde donde me manda fotitos saludando, ahora que parece que «al tiro» me llega (un par de mesecitos más, vamos)…? ¡¿Ahora voy a renunciar a mi privilegio?! …

Porque sí, amigos lectores, no se escandalicen ni asombren: pertenezco a una generación de mujeres descreídas, que ya hemos superado la fase del cuento de hadas y del reloj biológico, y a estas alturas, con una mochila de situaciones embarazosas y de relaciones que una jura no haber tenido en realidad, de llamadas de teléfono y mensajes de texto sin respuesta, de puñadas certeras al corazón y de llantos frustrantes, de confusiones y señales mal entendidas, pues bien, una ya no sueña con que la espere en casa el Príncipe Azul de Cenicienta, sino, como bien dice mi amiga Maria Inés, el mayordomo de Batman.

Que obviamente era gay, pero eso ya no importa.

 

Una madre conceptual

Desde que vivo expatriada en el hemisferio sur, mis padres abandonan el invierno del norte y aprovechan el verano austral para pasar unos meses conmigo. Yo feliz, me encantan mis padres, son atentos, cariñosos y divertidos (y leen puntualmente mi blog…). Una cosa que me gusta observar en ellos, es que, llegados a una edad, tras haber sobrevivido a Franco y la transición, al felipismo y al guerrismo, a la foto de las Azores y a la alianza de civilizaciones, a estas alturas no se guardan una opinión así se encuentren en frente del Rey o del Papa o de Zeus reencarnado en mariposa. No se cortan un pelo, vamos, dicen lo que se les canta el culo. Ambos en su estilo, mi padre agarra la verborrea (que yo he heredado,todo hay que decirlo), arranca con las memorias de su Ceuta natal y puede acabar con John Ford o con lo que se le tercie. Mi madre es más directa. Y brutal. Es particularmente brutal con el arte, mi madre es una mujer culta que no soporta el arte mediocre. A mí me me parece perfecto que sea honesta ante supuestas manifestaciones artísticas que no son más que tomaduras de pelo, el problema es que cuando una tiene una labor de representación en el ámbito cultural, esa sinceridad puede ser complicada de gestionar en ocasiones…

Una exposición de Van Dyck y Rubens fue uno de sus últimos momentos geniales. Un centro cultural de zona bien de Santiago inauguraba una exposición de dibujos y grabados flamencos, propiedad de un coleccionista particular. Las curadoras eran españolas, así que allí que me plante yo. Y conmigo mi madre, qué mejor acompañante para una exposición de pintura flamenca. Llegamos, saludamos a las curadoras, que no se diga que no hemos ido, mi madre se pone a estudiar los cuadros y yo me topo con mis colegas del Instituto Francés… Yo con mis colegas franceses siempre adopto la misma actitud de frialdad cortés con la que pretendo dejar claro que no se me olvidan las cobardías de su reyezuelo Francisco con nuestro buen Emperador Don Carlos, así que allí que estaba yo toda augusta chuleando de curadoras y de exposición (yo es que me apropio cualquier cosa que tenga a un español de por medio), cuando mi madre aparece de vuelta en voz en grito (voz en grito que yo he heredado, todo hay que decirlo): «Vaya birria de exposición, un par de dibujos de Van Dyck y un cuadrito de Rubens, el resto morralla tonta…» Afortunadamente mis colegas franceses se han chilenizado y no entienden ya el español de España, y luego las curadoras se enamoraron de mi madre, y le explicaron el concepto de la exhibición: en América les encanta el arte europeo que no tienen en sus museos. Del mismo modo que los europeos flipamos ante sus pirámides, sus cataratas, sus glaciares o sus altas cumbres, a los americanos les encanta el arte europeo, no necesariamente el contemporáneo, es más el clásico, el de siempre, el Renacimiento y el Barroco de toda la vida, vamos. Y claro, sus museos apenas tienen de ese arte, tienen mucho del XIX (a veces más que en Europa, menudos fondos de arte decimonónico español que tenía el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo), pero de antes apenas nada, por razones obvias. Por eso les gusta mucho, porque no lo tienen; y por eso se emocionan con una exposición de pintura barroca, aunque sea de cuadros cuyo destino natural sean las bodegas del Prado, el Louvre o el Rijksmuseum. Es ahí donde entra en marcha el juego de demanda y oferta que fundamenta al arte (yo estoy convencida de que la tribu que vivía en Altamira era la más pudiente de la zona y que pagaron para que les decoraran las paredes…), y por eso a Latinoamérica están llegando más y más muestras del formato «one painting exhibition». Son expos que giran en torno a un cuadro o dos de cierta envergadura, de un autor clásico consagrado, y el resto son añadidos. La curadoría es esencial entonces, y nuestras chicas habían hecho un buen trabajo, mi madre lo reconoció, y todos felices.

Aunque su momento de mayor gloria vino de una muestra de arte conceptual. A mi madre le impresiona poco el arte conceptual, uno de sus libros de crítica artística favoritos es «La palabra pintada» de Tom Wolff, en la que se ridiculiza ese arte que necesita de una explicación escrita de varios folios para que la obra tenga algo de sentido… esta muestra era así, necesitaba de mucha explicación, hablada o escrita, y el curador se lo había currado poco… nada, en realidad, estaban las obras, los títulos y punto pelota, y el concepto no aparecía por ninguna parte… y eso es un problema para una muestra de arte conceptual. Yo estaba allí porque uno de los artistas era español, uno de los artistas conceptuales más reconocidos de la actualidad, así que allí que me planté. Con mis padres, por supuesto. Saludamos al artista, y nos enfrentamos a la obra, consistente en grandes murales de recortes de periódico… y entonces observé con terror como la cara de mi madre se iba nublando…

Esto requiere una explicación para el lector: todo matrimonio tiene sus momentos complicados, incluso los más felices. El de mis padres conoce sus horas más bajas cuando mi padre agarra el periódico y se pone a recortar noticias, recortes que luego no guarda, sino que deja diseminados por toda la casa, para gran furia de mi madre, que los acaba tirando, despertando a continuación las iras de mi padre… Pues bien, en aquella galería, enfrentada ante aquellos gigantescos recortes, mi madre no vio ni arte ni concepto, ni leches en vinagre, mi madre sólo vio a otra víctima mujer como ella y su innata solidaridad femenina se disparó al máximo nivel: exigió saber donde recortaba el artista y cuál era el destino inmediato de esos recortes. «En mi estudio, y los voy guardando…» se defendió el artista. «¿Seguro que los guardas bien, no los dejas en cualquier lado?» El artista le aseguró que guardaba los recortes en cajas. «¿Cajas bien cerradas, estás seguro, no se abrirán facilmente dejando todo perdido en un santiamén?!!» El artista le aseguró que no, pero mi madre aún no respiraba tranquila: «¿y qué haces con el resto del periódico?» «¡Lo reciclo!» lloró el artista…

La autora de mis días contempló entonces la obra en silencio reprobatorio: «así que recortas periódicos…» «Bueno, también hago otras cosas…» murmuró tímidamente el artista. «Bien, haces otras cosas, eso está bien» concedió ella. Por fin, el artista asumió el quizá mayor desafío de su carrera profesional: explicarle su obra a esa señora de pelo blanco con una aplastante seguridad en sí misma. Y lo hizo, se dedicó un buen rato, la fue guiando por los recortes de periódico, ilustrándola con los conceptos que quería transmitir, hasta que mi madre le reconoció que era un proyecto interesante. Entonces ahí el artista sonrió, como uno sonríe cuando recibe la aprobación de una madre.

Yo pensaba que el arte conceptual había ganado una nueva adepta, pero luego me dijo en voz baja que toda la muestra le parecía una soberana chorrada, afirmación que mi padre secundó, pero que el artista español era muy simpático, eso también lo secundó mi padre (creo que con algo de envidia de alguien que podía recortar periódicos sin que nadie se los tirara por detrás).

Porque lo único que corta a mis padres a la hora de hablar, es el temor a herir sentimientos. Porque son buenas personas.

 

Trabajadores

Un día iba para la Sala Adela Reta del SODRE en la Ciudad Vieja (1), a ver una representación del Ballet, y cuando fui a dejar el coche, el cuidadocoches me habló sonriendo: «usted es cliente de mi señora».

Antes de seguir, debo de aclarar a todos aquellos que no conozcan Montevideo, que cuando digo «cuidador», no me refiero a un funcionario de la intendencia o a un empleado del parking del teatro, no, hablo de un tipo de la calle que se gana unas monedas vigilando que otros tipos (similares a él) no te rompan el vidrio del coche, lo que en Andalucía llamamos «gorrillas», vamos. La Intendencia de Montevideo tiene un registro, algunos exhiben una tarjeta en un chaleco reflectante, en algún sitio leí que tenían un sindicato, algo que conociendo a Uruguay no me sorprende en absoluto, pero bueno otros no, los ves mal vestidos, no muy limpios, apostados en su esquina día a día, y al volver le das unas monedas, «servite, jefe»… o no, como en España, hay todo un debate, hay gente que se niega a darles, alegan que es una extorsión, o una limosna encubierta, en fin, a veces algo de razón tienen…

El caso es que lo miré flipando cuando me dijo que yo era cliente de «su señora»: «¿cómo dice…?»

– Y si, cliente de mi señora, usted estaciona en Bartolomé Mitre, ¿no?

Es la calle en la esquina del Centro Cultural de España, así que tuve que reconocer que sí, y pensé que «la señora» debía ser la mujer de sonrisa mellada que alguna noche que terminé tarde en el Centro, había llegado a esperarme sentadita en la acera al lado de mi auto, sabedora de que suelo darle buenas propinas (porque yo pago bien a aquellos cuidadores que conozco, y cuando me ayudan a aparcar, o me preguntan educadamente si quiere que limpien los cristales),  y recordé que justamente la semana pasada me habían roto el vidrio en esa calle, así que aproveché para quejarme:

– Pues bien que extrañé a su señora hace unos días que me rompieron el vidrio, a ver si vigila mejor…

Me voy para el ballet, y cuando salgo, allí que están los dos, el tipo y la señora, los dos esperando a la vera de mi auto: «Menudo disgusto que tengo, me avisó mi esposo y vine al toque, no la puedo creer, ¡¿cuándo fue que le rompieron el vidrio?!»

Allí ya empecé a tener que contener la risa, pero lo mejor vino entonces, cuando le dije la fecha, y el esposo la miró con reproche, «yo ya te dije… de ese chico no te podés fiar…» La mujer se desesperaba, «ay, si ya sé…» y acabó buscando solidaridad en mí: «ay, mire, si es que los chiquilines de hoy están para la joda, no quieren trabajar…» Yo ya no sabía ni qué decir, asentía con sentimiento, si, es verdad que los jóvenes hoy son unos irresponsables, mientras me parecía entender que ese día en cuestión la señora había dejado la calle a cargo de un chico poco atento (un «chiquilín que estaba para la joda«, vamos), y de ahí que me hubieran roto el vidrio…

El tipo seguía regañando a la mujer, y ella se defendía: «pero ¿qué puedo hacer?… yo, yo es que tengo que delegar, no puedo ocuparme yo de todo»… y yo comprensiva le daba la razón, y si, obvio, ella no se puede ocupar de todo, pero el marido no daba su brazo a torcer: «mirá que te dije que a los clientes de confianza les dieras tu celular para que te pudieran llamar en caso de necesidad…», y ahí yo ya tuve que ponerme a toser para disimular las carcajadas…

Aún hoy me enternece recordar a aquella pareja desarrapada de Ciudad Vieja, ambos en una situación límite, y no obstante tan preocupados de lograrse el respeto de los demás por su trabajo, de tener su lugar en la sociedad… Y en estos días de crisis económica en el que diariamente veo en tele y periódicos a tanto canalla, tanto ladrón miserable enriquecido, tanta gentuza que no ha hecho más que robar y que ahora hace filigranas para librarse de la merecida cárcel o la simple destitución de su cargo, o a la que sencillamente hay que «rescatar» financieramente con el dinero de nuestros impuestos… veo a políticos acusar a los funcionarios de todos los males de nuestra sociedad mientras aplauden cuando nos siguen recortando derechos que obtuvimos por justa oposición, veo a alcaldes que endeudaron las arcas públicas de las que eran responsables a extremos criminales y que siguen tan campantes, y bueno, veo todo eso y recuerdo al cuidador y a su señora, preocupados por no haber hecho bien su trabajo y pienso que si todos hubieran desempeñado su labor con la misma responsabilidad, quizá no estaríamos donde estamos…

(1) Nota para no olvidar: la Sala Adela Reta fue rehabilitada sobre todo con aportes de la cooperación española, que el Presidente Vázquez se olvidara de dar las gracias el día de la inauguración, no cambia el hecho de que mi país aportó dinero para que Montevideo pudiera volver a tener su sala más emblemática operativa…

Terapia en la cocina

Empezó casi como una broma del grupo, deberíamos hacer un libro de cocina, decíamos, con la cantidad de recetas que estamos probando… así que empezamos a hacerle fotos a los platos, muy rudimentario, Eli con su iPhone, aunque alguna vez Marcela y Gus se ocuparon de armar un decorado bonito…luego yo escribí algunas anécdotas, Alfonso escribió una suerte de prólogo, y así tuvimos nuestra primera versión de “Terapia en la cocina”, pensada para regalar a los amigos. En aquellos días no hablábamos mucho del cáncer de Andrea, porque en realidad no éramos conscientes de la importancia que el grupo y de la dinámica de las clases habían tenido para su recuperación.

Nos empezamos a dar cuenta en realidad cuando Andrea empezó a decir que le gustaría hacer un proyecto más amplio, algo que pudiera ayudar a personas que hubieran pasado por su enfermedad, y con lo que se pudiera recaudar dinero para la lucha contra el cáncer. Yo me ofrecí a colaborar, pasé mis vacaciones de enero escribiendo a partir de las entrevistas a Andrea, su familia, al grupo y de mis propias impresiones, junté las recetas con algunas de las anécdotas, y al final salió esto, algo modesto, chiquito, pero creo bastante digno. No se trataba de escribir el libro definitivo sobre el cáncer. No se trataba de publicitar una terapia milagrosa. Ni siquiera se trataba de hacerun compendio de recetas fuera de lo común. Sólo queríamos transmitir un poco del empuje vital de nuestro grupo, y de la felicidad interior que nos proporcionaban esas horas cocinando juntos. Y Andrea quería contar a gritos que había sobrevivido al cáncer y que si ella lo había hecho, los demás también podían.

 Andrea peleó como una campeona hasta conseguir, peso a peso, los auspicios necesarios para que el libro se imprimiera, y ya está, ya lo tenemos, increíble me pareció pasar las páginas de nuestro librito… y hoy lo presentamos y lo vendemos, todo a beneficio de la Comisión Honorariade Lucha contra el Cáncer en Uruguay. Salimos en la tele, en la radio y en algunos periódicos, ayer en el gimnasio unas compañeras a las que apenas conozco me preguntaban por la presentación, y bueno, es bastante probable que logremos vender toda la edición y que recaudemos un buen cheque para la Comisión, pero sobre todo, hoy tengo la felicidad de haber colaborado en que un proyecto sencillo y bonito haya visto la luz.

Porque todos tenemos o hemos tenido un grupo de amigos geniales con los que se ha compartido momentos inolvidables. Todos tenemos una afición que nos ha aportado alegría de vivir y paz interior. Y muchos consiguen aunar ambas cosas. Pero no todo el mundo logra que esos momentos inolvidables y esa alegría de vivir queden plasmados en algo físico, para compartir con todo el mundo y con un objetivo final generoso.

Es razón más que suficiente para que me sienta feliz, ¿verdad…?

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