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Dedicado a mi arrendador, Eduardo Cespedes Ayala

Estaba hoy haciendo limpieza de papeles y me encontré con el intercambio reiterado de correos con mi antiguo arrendador chileno a propósito de la devolución de mi fianza… mis lectores lo han adivinado correctamente: NO me devolvió mi fianza, a pesar de que dejé todas los gastos pagados y la casa en perfecto estado. Me dicen mis amigos chilenos que esta es una práctica habitual, pero eso no significa que sea una práctica correcta. Así que este capítulo va dedicado a mi arrendador chileno, Eduardo Cespedes Ayala, de Coml Chamal, y a los actuales inquilinos del departamento situado en la Avenida del Cerro, 1823, número 603, Providencia, Santiago. Queridos, no os conozco, pero tenedlo muy claro: Eduardo Cespedes Ayala NO os va a devolver la fianza.

 

A mí siempre me han fascinado estas personas que viven como millonarios, se comportan como tales, pero que viven siempre pendientes de ahorrarse el más miserable peso, normalmente a tu costa. Aquí el amigo Eduardo Cespedes Ayala vive en un barrio acomodado, su mujer pasa el invierno en Miami, y la corredora inmobiliaria me decía siempre que era un hombre ocupadísimo… demasiado ocupado como para, por ejemplo, contestar mis correos cuando le decía que tenía una gotera sempiterna en el cuarto de baño, o que en la vieja moqueta de la casa se habían desarrollado ya formas de vida propia. Eso sí, su vida ocupada no le impedía pedirme, periódicamente, que le adelantara la renta del departamento. Lo alucinante es que esto no lo hacía personalmente, sino que usaba a una intermediaria (la corredora), que me decía que el buen señor estaba demasiado ocupado como para pedírmelo personalmente. El día que yo le contesté que yo los favores los concedía a petición personal, se rebajó a mandarme un correo electrónico. Accedí a adelantarle la renta un par de veces. A la tercera me harté y le hice ver que pagar la renta con 10 días de antelación era bastante abusivo… y entonces me dijo que tenía grandes problemas de liquidez. Amo esta expresión. Me encanta la gente que tiene problemas de liquidez. Su mujer en Miami, él con casa en La Dehesa, y yo impidiendo que le cortaran la luz por impago adelantándole el alquiler…

 

La mayoría de los chilenos no tiene problemas de liquidez. Qué va, son gente que llega justo a fin de mes, pero aún así son gente honrada, que pagan sus deudas puntualmente. Sin embargo, cuando alguien cataloga a todos los chilenos como a gentecilla como el propietario de mi departamento de Santiago, ellos no protestan, y lo asumen cual condena bíblica.

 

El día que protesten, quizá el país cambie. Porque cuando uno protesta contra las pequeñas injusticias, también se rebela ante las grandes. Por eso desde aquí les digo a mis lectores chilenos: cuando os encontréis un Eduardo Cespedes Ayala (de Coml Chamal) en vuestras vidas, haciendo de las suyas, no os conforméis. No les deis el gusto.

 

PD: Inquilinos de la Avenida del Cerro, 1823, departamento 603, Providencia, Santiago: en serio, que NO os va devolver la fianza. Tras llamar mil veces a la corredora, a la pobre le dio vergüenza y me reconoció que nunca la devolvía…

 

Eduardo Cespedes Ayala

 

Conociendo a Gabriela (Mistral)

Hace un par de años abrimos una plaza a concurso en la plantilla del Centro Cultural. En el examen de cultura general, una de las preguntas era: «¿qué persona nacida en Latinoamérica fue la primera en conseguir el Nobel de Literatura?» Atención a la neutralidad buscada del género, podía ser tanto un hombre como una mujer. Pues bien, un 90% de las respuesta fue «Pablo Neruda». Solo unos pocos acertaron que la primera persona latinoamericana en ganar el Nobel de Literatura, fue una mujer nacida en Chile: Lucila Godoy, más conocida como Gabriela Mistral.

Creo que Gabriela ha sido el mayor descubrimiento literario que me ha dado mi estancia en Chile; el otro es Pedro Lemebel, del que ya escribiré. Los dos tienen en común una cosa: sufrieron el rechazo por su diferencia. Los dos se diferencian en que Pedro lo padeció en Chile, mientras que Gabriela se fue.

La Gabriela Mistral que yo conocía antes de venir aquí, era la pedagoga, la maestra, la poetisa dulzona. La que rechazó la línea de los cuentos clásicos occidentales y buscó en la tradición oral latinoamericana, para dar a los niños un placer estético en el relato, la que hizo que Blancanieves fuera velada por enanitos preocupados de que tuviera pesadillas con «lagartos azules y catalinas gigantas» (Catalina: chinita, mariquita). Aquí he aprendido que detrás de su crítica a los cuentos clásicos había toda una teoría pedagógica revolucionaria para el momento: criticaba unos relatos en excesivo moralistas, y con valores en ocasiones discutibles (como la astucia), cuando lo importante era que los niños disfrutaran la poesía y se educaran en ella. Conocía bien a los relatores europeos, y admiró a algunos, como al danés Andersen, al que le escribió un «padrenuestro» precioso: «Padre nuestro, abuelo de niños y viejos… regalador de nuestros sueños… yo te habría llevado junto al fuego y te habría contado la América que tus ojos no conocieron…» Gabriela quiso colocar a Latinoamérica en el mapa mundial, y por eso el acta de adjudicación del Nobel elogió que hubiera hecho de su nombre inventado «un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el continente americano».

Esa es la Gabriela Mistral oficial, la que Chile reconoce como propia con una sonrisa, pero que para muchos, es una sonrisa falsa. Porque detrás había más, mucho más: una mujer luchadora, inconformista, que ya en su región natal, Coquimbo, fue rechazada como inspectora de liceos por leer a filósofos franceses y demás «libros subversivos». La mujer que trató la causa indigenista, cuando nadie hablaba de los indios, ni ellos mismos. La mujer que se solidarizó con su género, cuando ni Simon de Beauvoir lo hacía aún («Por mi voz habla la mujer de clase media y del pueblo… porque a todas nos contaron que íbamos a ser reinas y princesas, pero ninguna lo fue, ni en Arauco ni en Copán…»). La mujer que mostró activa y públicamente su rechazo a la invasión estadounidense en la Nicaragua de Sandino, cuando eso de estar contra los yanquis todavía no era moda en la región. Y, sobre todo, la mujer lesbiana. Esa es la Gabriela que incomoda a cierta sociedad chilena, la que aún rechazan, aunque sea solapadamente. El Neruda comunista es mucho más cómodo y vendible: el político activo de muerte simbólica contra una dictadura, el del bello discurso ante el rey de Suecia, el que dejó unas casas que todo el mundo quiere visitar. Gabriela no militó en ningún partido, murió velada por su compañera Doris, apenas dejó legado físico, y su discurso al recibir el Nobel fue muy discreto, aunque leyéndolo con cuidado se observa una moderna visión americana hacia Europa. Neruda escribió versos de amor que los estudiantes hoy aprenden de memoria en el colegio. La pasión inserta en la correspondencia de Gabriela a Doris, en cambio, hizo temblar a más de un político chileno, «¿qué hacemos con esta Gabrielita…?»

Es impresionante como la Gabriela lesbiana despierta aún escozor en este Chile del siglo XXI, en que se está debatiendo el matrimonio homosexual. Yo soy muy contraria a sacar del armario a personajes fallecidos que nunca quisieron hacer alarde público de su condición, pero otra cosa distinta es ignorar lo evidente: en la Casa Museo de Vicuña, su ciudad natal, estaba la agenda diario de Doris, abierta por la página en la que anotó que Gabriela había muerto. «GM died tonight» y tres días más tarde, otra anotación, «first night I sleep alone». Esta segunda parte no se traduce en el cartel explicativo, sólo si entiendes inglés y miras con atención el pequeño cuaderno te das cuenta de ese detalle. Se lo comenté a la señora encargada en la Municipalidad de Coquimbo de impulsar una ruta turística vinculada a Gabriela. Yo estaba allí con unos especialistas españoles, en unas jornadas que organizábamos con el CNCA chileno sobre turismo cultural. La señora me pareció una mujer estupenda, físicamente recordaba a Gabriela, y charlando de cosas varias le comenté la anécdota del cuaderno de Doris. La señora me miró espantada y me quiso convencer de que Gabriela no era lesbiana, que era todo una fabulación… y cuando se quedó sin argumentos, ante mi estupefacción, acabó suspirando: «con todo la que la rechazan, para qué añadir más leña al fuego…».

¿Tenía razón? No lo sé, que lo respondan los chilenos que me estén leyendo. Gabriela Mistral se recorrió Chile de Punta Arenas a Arica, pero luego partió, a conocer el continente americano, cuya integración defendía, aburrida de un Chile ensimismada y encerrado entre la cordillera y el mar. Y apenas volvió. Fue recibida con honores en los años 50, la última vez que pisó Chile, acompañada de «su secretaria Doris». La misma Doris que luego se negó a donar el archivo personal de la escritora mientras que su país no reconociera que había sido una autora del máximo nivel. El más importante centro cultural de Santiago lleva su nombre, pero disimulado, «Centro GAM». Los billetes de 5000 pesos llevan su rostro. Pero no conozco a muchos chilenos que sepan versos suyos de memoria. Y, aparentemente, pocos saben que fue la primera persona en conseguir el Nobel de Literatura para Latinoamérica, antes que Neruda o García Márquez.

Y en su Coquimbo natal, en una de las sesiones de turismo cultural, uno de los especialistas españoles, Jordi Tresseras, hablando de las distintas opciones novedosas en este campo, mencionó el «turismo gay». «Muchos homosexuales hacen rutas de artistas homosexuales conocidos, podría hacerse aquí lo mismo con Gabriela Mistral…». Un murmullo sordo de varios segundos fue la única respuesta…

 

Gabriela Mistral

 

 

El abrazo amplificado (seguimos temblando)

De cómo el terremoto en Chile de 2015 me hizo pasar el miedo más grande de mi vida…

Una consecuencia de vivir en Chile es que la famosa escala sismológica de Richter se simplifica enormemente: hasta 7, la cosa es una simple chorrada, y si te lamentas mucho o exclamas «¡es un terremoto!», le das una alegría al chileno más cercano, que pasará los siguientes minutos pontificando sobre la resistencia nacional a los movimientos telúricos y riéndose de ti con prepotencia de tintes xenófobos. Pero una vez superado el 7, se te permite usar la palabra «terremoto», y no está mal visto reconocer que la cosa te ha hecho menos gracia que una peli de Paco Martínez Soria. La diferencia va mucho más allá de la obsesión chilena por el número 7, hay que reconocerles que tienen un país con el mérito de tener la condición sísmica más alta del mundo. Y es algo que tienes que aceptar si vives aquí. Eso y la cueca, no queda otra.

Mis amables lectores saben que llevo padeciendo temblores desde casi mi primer mes aquí, y que alguno llegó a agitarme el alma, pero nada, repito, nada, se acercó a lo que viví el pasado (y malhadado) 16 de septiembre. Estaba yo encarando el finde largo por los festivos patrios chilenos, tan tranquila viendo una de mis series y haciendo punto en el sofá (planazo, desafío a quien se atreva a dudarlo), cuando todo empezó a temblar. Durante los primeros segundos, tuve la duda de siempre, ¿me levanto o paso que esto no va a durar más de 5 segundos?, pero entonces, la mesa  de mi salita empezó a golpear las paredes. No exagero, no es figurado: la mesa tomó vida y empezó a golpear la pared como loca… entonces agarré mi corazón (o lo que es lo mismo, mi teléfono móvil) y salté a abrir la puerta de mi casa. No es que los dinteles sean necesariamente los puntos más seguros de la casa (leyenda urbana que aprendes a desmitificar al vivir en Chile), de hecho uno tiene que correr a un «triángulo de la vida», que es un punto que todos tenemos que tener localizado en las casas y aprendido a encontrar en minutos; todos menos yo, claro, que siempre me olvido. Yo corrí a abrir la puerta porque sí que me acordaba de que a veces los marcos se desnivelan con el temblor y la gente se queda encerrada en los apartamentos. Y allí me quedé. Durante una hora. Bueno, fue minuto y medio, pero se me hizo una hora. El resto de mi mobiliario también parecía haber cobrado vida, y aquello parecía un poltergeist de librerías, cuadros y estanterías golpeando las paredes, las puertas enloquecidas, sillas desplazándose por el salón, lámparas balanceándose estilo «fantasma de la ópera»… y luego, por supuesto, mi vitrina. Mi puta vitrina.  Desde el dintel la oía rugir como gata en celo, durante esos minutos eternos, yo ya me hice a la idea de pasarme el resto de mi vida recogiendo cachitos de vidrio de la vitrina por el salón. Y al fin, todo paró. Entonces empezó el tintineo del Whatsapp… primero fue el grupo de la Embajada, que es un grupo que el Embajador usa para pasarnos instrucciones (no confidenciales), y el resto para enviarnos memes. El primer mensaje fue del jefe, preguntándonos cómo estábamos. El segundo fue del Ministro Consejero, alertando de que ya en la radio y la tele se confirmaba que habíamos superado con creces la barrera del 7. Y el tercero del Cónsul, avisando de que iniciaba el protocolo de emergencia consular. Y luego ya siguió el resto, con valerosos mensajes tipo «hosti, qué susto mas grande». Yo al mismo tiempo escribía tranquilizando al grupo de mi familia, porque sé que para la prensa española cualquier cosa por encima del 5 ya es terremoto. También alertaba a mi padre de que lo asesinaría como empezara con su acostumbrado «para terremotos, los de Granada» (nota para chilenos: mi ciudad natal es sísmica, sí, pero de ahí a compararnos con Chile, o Japón, o California, es una nueva muestra de la prepotencia hispana, es lo que tenemos, no os quejéis porque lo habéis heredado) Y entonces volvió a temblar. De nuevo el poltergeist furioso. Paró un rato, y luego otra vez. Y otra vez. En los intermedios, me aventuraba con piernas temblorosas a la salita a ver qué decía la tele, pero luego de nuevo al dintel, casi como un mantra, durante unos cinco minutos que se me hicieron eternos. En medio de uno, entró una llamada de whatsapp de mi hermana a la que le lloré a gritos mientras ella me instaba a buscar un sitio seguro.

Y ahí vamos a la clave del tema: mi miedo era completamente irracional. Es decir, no es que temiera por mi vida (no creo que haya cosa más racional que temer por la vida), porque mi edificio es muy seguro, ni una grieta tuvo al día siguiente. Y como mi edificio, la mayor parte de los edificios de las ciudades chilenas, en un país que lleva ya siglos con esta maldición y sabe cómo lidiar con ella. Lo más peligroso son los maremotos posteriores, pero también en eso están preparados, luego supe de amigos que estaban por la costa, fuera de cobertura, y aún así les llegó un mensaje ruidoso al móvil con la alerta del tsunami. Y sí, hubo víctimas, pero contadas con la mano, y muchas por infartos del susto. Vamos, que tienes que tener muy mala suerte para morirte por un terremoto en Chile (es más factible una avalancha; o un incendio; o un loco descuartizador). Ya digo, era un miedo irracional, el de ver mi casa entera cobrar vida, el de no tener control de nada, la impotencia de no poder escaparme de ninguna manera: yo contra la naturaleza injusta y ciega…

Pobrecita, te pilló sola, me decían luego todos. Pues sí, pero lo cierto es que nunca me sentí más arropada. El internet nunca dejó de funcionar y caudales de mensajes llegaban por Whatsapp, Facebook y Twitter; amigos, familia, los trabajadores del Centro Cultural, mensajes interesándose por la española, o  felicitándome porque ya me había graduado de chilena, incluso algún mensaje recibí de Coquimbo, la ciudad que más sufrió los estragos del terremoto (el puerto en el que tan solo hace unas semanas almorcé tan tranquila quedó barrido por las olas), y aún así desde allí algún amigo me mandó un abrazo. Y luego en las horas siguientes entraron mensajes de Uruguay, de España, de Europa, de Latinoamérica… Estos días estoy siguiendo unas lecciones de cultura digital, y el profesor comenta que nuestro mundo digital permite que nuestra mano, nuestra mirada y nuestra palabra se amplifiquen a través de las posibilidades de la Red. Pues bien, yo sentí una ventaja adicional a este universo virtual: un abrazo enorme, desde todos los rincones, que sentí de forma interrumpida en aquellas horas bajo el dintel de mi casa (no es metáfora, fueron horas, es que al final decidí instalarme allí). Un abrazo amplificado. Y estas palabras son un agradecimiento de corazón a todos los que me abrazaron aquella noche, gracias a todos.

Y por cierto, mi vitrina quedó intacta. Una campeona.

Terremoto en Chile de 2015

(la foto es de la costanera de Coquimbo la mañana del 17 de septiembre, sacada del Facebook de un amigo de allí. ¡Así de fuerte fue el terremoto en Chile de 2015!))

 

Te regalo el metro marino que quizás me pertenece de esta larga culebra oceánica…

… pequeño niño boliviano, te puedo contar como conocí la gigante mar, y daría todo para que esta experiencia no te fuera ajena. Incluso, te regalo el metro marino que quizás me pertenece de esta larga culebra oceánica. Tanta costa para que unos pocos y ociosos ricos se abaniquen con la propiedad de las aguas. Por eso , al escuchar el verso neo patriótico de algunos chilenos me da vergüenza, sobre todo cuándo hablan del mar ganado por las armas…

(Pedro Lemebel, Carta a un niño boliviano que nunca vio el mar)

Que no se me sulfure nadie antes de tiempo. Tengan todos claro que no voy a consignar aquí ni una defensa ni un ataque a la demanda de Bolivia contra Chile frente al TIJ de La Haya. Y no voy a hacerlo, porque no puedo hacerlo, porque los diplos no podemos opinar sobre cuestiones internas de los países en los que trabajamos, y este es un asunto interno entre Bolivia y Chile. Pero que no pueda tener opinión pública, no significa que el tema no me interesa. Muy al contrario: me fascina. Los lectores de esta bitácora conocen de sobra mi obsesión cuasi fetichista con las fronteras, las delimitaciones, y, sobre todo, los pasos de frontera. Deformación profesional, quizá, cualquiera sabe.

Aclarado esto, informo a los no chilenos (los chilenos lo conocen de sobra), que he iniciado esta entrada con un párrafo de un artículo del escritor chileno Pedro Lemebel, fallecido hace unos meses. Elegí esta frase para ilustrar que hay chilenos que defienden que se le dé mar a Bolivia. Pero eso sí, aunque no he visto ninguna encuesta, creo que puedo afirmar que esta es una opción minoritaria dentro del país. Lo que no sé es hasta qué punto es minoritaria, o si queda diseminada dentro de una mayoría indiferente a la que el tema en realidad les trae al pairo. O quizá no, quizá son mayoría los que creen que esa «larga culebra oceánica» es suya y dejémonos de tonterías. Creo que saber esto es tan difícil de saber como el porcentaje real de bolivianos honestamente preocupados por la cuestión, si no habrá muchos que encuentran muy aburrido el tener que participar en la multitudinaria marcha anual por el Día del Mar (multitudinaria, que quede claro, porque la asistencia es obligatoria para  funcionarios, estudiantes, a las empresas públicas, etc). O quizá no, quizá son mayoría los que no se olvidan de que Chile les quitó la costa tras una guerra. En Chile son muchos los que me han dicho que eso demandarte ante La Haya «no son formas». ¿Lo son acaso arrebatarle a un vecino territorio por la fuerza…? he respondido con cara inocente (falsa como Judas).Y ahí los chilenos normalmente me cambiaban de conversación. Ojo, no todos. Un periodista chileno escribía en el diario digital «Mejor que la televisión» «una vez más nos encontramos en este escenario, un vecino que nos pone al día de que vivimos en un barrio en el que, admitámoslo, no queremos vivir… (···) Sí, somos latinoamericanos. Sí, vivimos al lado de Bolivia, Argentina y Perú. Y sí, somos los peores vecinos que se puede tener…»

Pero hay que ser justos con los chilenos. Sí, es cierto, emprendieron sucesivas guerras contra sus vecinos del norte (la primera, para impedir que los dos se unieran para formar una confederación), y se expandieron con el objetivo de ser dueños de las riquezas mineras de la región, no hubo peticiones de anexión por parte de la población local, los tranquilos aymara, que realmente pasaban de ambos países. Pero mientras los chilenos guerreaban al norte, en el sur estaban los argentinos en plan, uy, qué lindo lago, lo vamos a llamar Lago Argentino y es nuestro, uy, qué lindo glaciar, lo vamos a llamar Glaciar Perito Moreno, y es nuestro, y así sucesivamente… y recordemos, de acuerdo con los mapas españoles, en el momento de la emancipación, la Patagonia era TOTALMENTE chilena. Así, tal cual, nada de divisiones, todo era Chile. Y ahora miremos el mapa y veamos como está… En definitiva, sin querer entrar a enjuiciar de forma anacrónica la historia latinoamericana del XIX, lo que está claro es que las nuevas naciones, impulsadas muchas veces por los nunca objetivos ni desinteresados británicos, pasaron de los mapas heredados, y jugaron a la expansión hasta donde los dejaron los vecinos. En ese juego, hubo perdedores claros (Paraguay y Bolivia), pero luego hubo varios que acabaron en tablas, y realmente, si nos ponemos a contar kms ganados al norte, y perdidos al sur, Chile quizá no puede considerarse de los ganadores absolutos.

En todo caso, en estos días de presentación de alegaciones ante el TIJ en La Haya, si uno escuchaba o leía los medios, la impresión era de previa de final de Mundial de fútbol. Algo así como la época del juicio de Argentina contra Uruguay por la planta Botnia ante el mismo tribunal. Y así, el chileno medio ha seguido en directo la presentación de argumentos del equipo chileno, se ha familiarizado con conceptos jurídicos como «acceso soberano al mar», y me he encontrado con algún taxista que me ha reclamado por el hecho de que el coordinador de los abogados de Bolivia fuera español. Por tanto, no me extrañó nada el día que mi Rosa me contó que había estado viendo por la tele una de las sesiones. Después de 10 minutos se quedó dormida (que nadie la juzgue, yo no hubiera aguantado más de 5), y al abrir los ojos, se encontró con Evo Morales plantado en medio de su salita de estar. «Era un sueño», me aclaró Rosa (aclaración nada gratuita: con Rosa, nunca se sabe). El Evo Morales del sueño de Rosa era muy callado, no abrió la boca, y de hecho ella se animó a preguntarle si no le prestaría algo de dinero para que ella pudiera ir a visitar La Paz. A modo de respuesta, él se limitó a mirarla con unos ojos cargados de profunda tristeza. «Tendríamos que darles un poquito de mar, tenemos mucho, no hay que ser avariciosos» concluyó. Le he contado este sueño a unos cuantos amigos chilenos, varios de ellos de talante progresista, todos lo encontraron muy divertido, pero cuando quise ahondar en plan, «y tú, estás de acuerdo con Rosa?», la respuesta fue muy clara, no, imposible, antes quizá, pero ahora que nos han llevado a juicio, nones, que esto no son formas

Abandoné La Paz cuando las taquicardias ya empezaban a disminuir y respiraba mejor. Esperando a mi avión en el aeropuerto de El Alto, pegué la hebra con una pareja, él boliviano, ella chilena, que claramente pertenecían al grupo que en la ciudad cercana al Olimpo, pueden elegir vivir más cerca de la tierra. Con ella me hice super coleguita al segundo de enterarnos que éramos las dos clientes de Iván, el diseñador de alpaca, y estuvimos un buen rato de confidencias. Me contó que llevaba 20 años casada y viviendo en La Paz, pero que aún así, cada vez que volvía de unas vacaciones fuera, nuevamente sufría el mal de altura como si fuera la primera vez. «Hay que haber nacido aquí para no alterarte, no hay otra». Caminamos juntas al avión, y pronto empezamos a jadear. El acceso era una cuesta de varios metros. Hay que ser un verdadero cabrón para diseñar un acceso en cuesta en un aeropuerto a más de 4000 metros de altura. En un momento, ella giró a ver cómo iba su marido, y él respondió a su preocupación con suficiencia viril (aunque jadeaba un poquito, que conste): «nada, estoy bien, soy boliviano, esto no me afecta…». Entonces ella se rió, y se colgó de su brazo: «bueno, pues no presumas tanto, que te fuiste a casar con una chilena…»

Y pensando que igual acababa susurrándole un «te regalo el metro marino …»,  me subí al avión y abandoné La Paz.

(Foto de un trozo de pared de un bar en La Paz)

 

te regalo el metro marino

La carretera austral

1240 km de Puerto Montt a Villa O´Higgins. Más de 20 años de trabajo, 10000 trabajadores (en su mayoría, soldados) que se abrieron paso, en unas condiciones climáticas extremas, con pico y pala, a través de los Andes patagónicos, lagos helados y ríos turbulentos, campos de hielo y glaciares. Un pueblo enfrentado a la naturaleza más salvaje. La gran obra civil de la dictadura de Pinochet (algunos la han llamado “la pirámide del general”). Un proyecto que excede a la ingeniería y entra en los límites de la política internacional y la defensa del territorio. La Carretera Austral.

La primera vez que supe de la Carretera Austral fue en 2011, cuando viajé a la Patagonia argentina, y me topé con la compleja relación fronteriza entre los dos países patagónicos. En aquel entonces tuve que lidiar con mapas que variaban en función de la nacionalidad, y con sentimientos aún a flor de piel. Recuerdo aún la mirada turbia que me lanzaron mis encantadoras amigas argentinas del Calafate cuando comenté, como quien no quiere la cosa, que había leído en Wikipedia que los mapas que habíamos dejado  los españoles y el principio “uti possidetis” (que prima, en los procesos de descolonización, las fronteras dejadas por los antiguos colonizadores, para que las nuevas naciones puedan empezar su vida sin ponerse a guerrear con sus vecinos), daban la razón a Chile… La verdad es que hablaba con ligereza, no tenía mucho conocimiento del tema. Nuestros antepasados españoles, esos que subieron a Cuzco, navegaron el Amazonas, y cruzaron el desierto de Atacama, cuando iban bajando y divisaron los glaciares y campos de hielo de la Patagonia debieron pensar, y bueno, pues hasta aquí hemos llegado, y lo cierto es que no pisaron mucho la zona. Sí que navegaron sus costas, obvio, la región de Magallanes no se llama así de casualidad, y le dieron nombre a las regiones, Patagonia por el gigante Patagón, de las novelas de caballería, y la Tierra de Fuego, porque los tehuelches y resto de pueblos originarios avisaban de la proximidad de los barcos con grandes hogueras, que los navegantes españoles divisaban a lo largo del litoral, pero no tuvieron el grado de asentamiento de otras zonas de Latinoamérica, así que la delimitación de qué era Reyno de Chile y qué era Virreinato del Río de la Plata, no quedó precisamente clara. En el siglo XIX, Argentina miró hacia al sur antes que Chile, y allí que mandaron al Perito Moreno, entre otros, que como hormiguita iba contando cumbres y lagos y marcándolas en el mapa como argentinas. Sería con el Presidente Alessandri (que los chilenos aún recuerdan como el “león de Tarapacá”) cuando Chile empezaría a protestar y a defender su soberanía sobre la zona. Y así empezaron las broncas, que se extendieron durante todo el siglo XX y que llevaron en más de una ocasión a la guerra entre ambos países, como relaté en su día en este mismo blog (AMO autoreferenciarme, jejeje).

El problema fundamental es que en el reparto más o menos aceptado por todos, a Chile le tocó la Patagonia más salvaje y abrupta, mientras que Argentina disfrutaba de kilómetros y kilómetros de llanura. Eso llevó a que la Patagonia argentina tuviera una linda carretera (su famosa ruta 40, que surca todo el país, llega hasta el sur), mientras que a la Patagonia chilena estaba fundamentalmente conectada al mundo a través de Argentina, pues desde el mismo Chile sólo se accedía a ella por avión o barco. Y así se llegó al último tercio del siglo XX, con proyectos de trazado de los gobiernos de Frei y de  Allende, pero nada iniciado. La región de Aysen (que me cuentan es una españolización de la expresión inglesa “ice end/fin del hielo”) era un territorio muy poco poblado, pero sus habitantes eran chilenos apenas, toda su supervivencia pasaba por Argentina, y he leído que incluso las mujeres de los carabineros cruzaban los pasos fronterizos para dar a luz.  En esto llegan las dictaduras al Cono sur, que sí, mucho Plan Condor, pero que en lo que a la Patagonia se refería, mal rollito máximo. No es de extrañar que Pinochet viera claramente que el trazado de una carretera 100% chilena que conectara a esas poblaciones con el resto de su país, era un tema estratégico de defensa nacional (algunos hagiógrafos del dictador comentan que era un proyecto que le obsesionaba desde su juventud), y que encomendara al Ejército la construcción de la misma.

Durante toda la dictadura, miles de jóvenes chilenos cumpliendo el servicio militar obligatorio fueron enviados a construir la Carretera. Una obra faraónica que Pinochet supervisaba en persona, y que se relata con tintes de leyenda, pero que ahora esos soldados rememoran como una verdadera pesadilla: unas condiciones de trabajo espeluznantes, extremas, en régimen de semiesclavitud. Con escasos medios técnicos, a puro pico y pala, en los meses de invierno más fríos, con medidas de seguridad básicas brillando por su ausencia. Así se abrieron camino a través de montañas, lagos, ríos y bosques. Trabajaban por períodos de tres meses ininterrumpidos para lograr un permiso de 10 días, que muchos aprovechaban para desertar y no volver. No he encontrado datos sobre el número de personas que murieron en los 20 años de construcción, pero pinta que tuvieron que ser muchas. Se avanzó expropiando terrenos a los habitantes locales, que leo todavía muchos se quejan de que no se les dio ni de lejos lo prometido.

En 1996, ya en democracia, el Cuerpo Militar de Trabajo entregó la mayor parte del trazado actual, de Puerto Montt a Villa O´Higgins, la ruta Ch-7. Asfaltado sólo en la parte central, el resto sigue estando en ripio, y en condiciones desiguales, que varían cada poco en función del clima. Se supone que debería seguir avanzando hasta Puerto Natales, ya en la región de Magallanes, frontera de la Antártida chilena, pero la geografía lo hace muy complicado, se habla de proyectos que podrían concluir en 2040… La zona además todavía es sencillamente pobre, una pobreza que no he visto en otras partes de Chile, te preguntas de qué vive la gente en medio de una naturaleza tan exuberante y extrema.

Esa es la carretera que he recorrido por algunos tramos en los últimos días, dejando una fuerte impresión en mí. Ha sido un viaje soñado que me planteé como rito de celebración de mi próximo 40 cumpleaños. Voy a relatarlo, sin objetivo alguno de exhaustividad ni rigor histórico, y de hecho invito a todos a corregir los errores que puedan encontrar. Pero nadie podrá corregir la fuerte nostalgia que me ha quedado tras mi semana patagónica. Eso es algo mío.

 

Estimados lectores: con ustedes, la Carretera Austral.

 
la carretera austral 

 
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