Viajes

Mi vitrina encuentra su sitio

– ¿Y este monstruo, donde lo dejamos?

Los tres tipos me miran jadeantes, expectantes, se ve que tienen un punto de preocupación de que les suelte un, anda, pero si esto no había que subirlo (preocupación de ver qué narices hacían luego con mi cuerpo, porque yo creo que tendrían clarísimo el asesinato como respuesta a un comentario mío así). Mi reacción no obstante les sorprende: una sonrisa de oreja a oreja y una respuesta clara: «va ahí, en esa pared».

Y a continuación, les hablo de mi vitrina. Porque el monstruo, como claramente habrán adivinado mis lectores habituales, es mi vitrina, que ha llegado a nuestro nuevo hogar. Mi vitrina (les cuento a los operarios y resumo aquí para los que recién aterrizan a este blog): fue comprada en un remate en un anticuario de la Ciudad Vieja de Montevideo, y restaurada con la ayuda de un herrero profesional del que nunca supe su nombre, todos lo llamaban «el portugués». Vivió los años uruguayos en la planta baja de la residencia oficial porque subirla a mi piso noveno del bulevar Artigas costaba tres veces su precio. Los operarios de la empresa uruguaya de mudanzas, al verla, la definieron como una «pecera gigante». Atravesó la cordillera de los Andes en medio de un temporal de nieve, sobrevivió temblores varios, y un terremoto en todo rigor. Y ahora por fin, tras atravesar medio Pacífico, el canal de Panamá y el Atlántico, desembarcaba en Europa.

Los operarios españoles me escuchan con atención, me parece que incluso la miran de otra manera, como dándose cuenta de que no han cargado un armatoste absurdo, sino un objeto con una historia. Vivimos rodeados de objetos con historia, ya lo he contado repetidas veces. Y añadiría incluso que de objetos con personalidad propia. Mi Thermomix es más maja que la de mi hermana y la de mi madre, se le ve a la legua: le ha sentado bien conocer mundo. Hace unas semanas leí el libro de una japonesa, Mari Kondo, que enseña cómo tener la casa ordenada. No es algo tan sencillo, ya que la tipa lleva años viviendo del tema, y publicitando el «método KonMari» (o método MariKon, aunque en el mundo hispano predomina la primera versión, por razones obvias). El método básicamente parte de que tenemos demasiadas cosas y de que hay que tirar la mitad si quieres tener orden en tu casa. ¿Cómo hacerlo? Pues ahí llega lo llamativo: Mari no dice que haya que desechar las cosas en función de su utilidad, sino en función de si te aportan o no alegríaMe conquistó con eso, lo reconozco. Porque así catalogo yo mis cosas. Estoy yo cada vez más feliz contándoles a los operarios la historia de la vitrina, cuando uno de ellos rompe la magia al preguntar, oiga, y esto para qué sirve. Yo lo miro estupefacta: ¿para qué demonios va a servir un monstruo de cristal de media tonelada? ¡Para nada! Pero, ¿y lo contenta que me puse al verla aparecer? Trato de explicarle al tipo, pero ya se ha ido a subir más cajas y renuncio.

La verdad es que los operarios de la empresa española se han distinguido por su actitud concienzuda. Llegaron tempranito y cuando les pregunté si tardarían los dos días que habían tardado antecesores suyos en otras ocasiones, relincharon de la risa. ¡Dos días, si le dijéramos al jefe que vamos a tardar aquí dos días nos despide! Yo no supe muy bien si compadecerlos o felicitarlos, pero en el fondo estaba feliz de que solo fueran a tardar un día (fue menos al final, incluso). Mi felicidad la compartió un colega de la Oficialía Mayor del Ministerio, porque en mi contenedor iba una alfombra de la Embajada que había que restaurar. (Esto no debiera contarlo, pero qué narices, lo cuento para que se sepa mi dedicación a mi Ministerio: conmigo ahorran hasta en el transporte de sus enseres). Y poco a poco, fueron subiendo mis cosas a nuestro nuevo hogar mientras mi corazón se iba llenando de alegría conforme emergían de las montañas de cajas y papeles. Mi Thermomix, mi prensadora de jugos, mi guitarra que no toco, mis bolsos, mis zapatos, mis comics, mis cuadros, mis fotos… Bueno, es un alegría rara, porque la mitad de las cosas no sabes bien en donde narices vas a colocarlas.Yo siempre he pensado que hay cosas que tienen que asentarse y reposar un tiempo, antes de encontrar su lugar. Así que dices la frase mágica, déjelo ahí en esa esquina y luego lo pienso, y cuando te vas a dar cuenta, ya no quedan esquinas, ni pared, ni suelo en donde dejar nada, y lo vas encajando todo en plan tetris. Y así ha quedado mi casa, he hecho la cama para tenerla lista a la vuelta de mis vacaciones (¡dormir en mi cama al fin!), pero antes de salir, mi madrina, hermana y cuñado dictaminan que la vitrina está en el sitio equivocado.

Los miro con desmayo. Si está bien ahí, no tiene otro sitio, y cómo la vamos a cambiar si pesa un quintal… Al final, entre todos la movemos y… lo juro, como si la puñetera hubiera suspirado de felicidad. Había encontrado su sitio.

Genial, ahora ya sólo queda el resto.

vitrina

El Altiplano: la coca es sagrada

El Lago Titicaca (o Titikaka, como lo veremos escrito en la mayor parte de los carteles bolivianos), es el lago más grande del continente y el más alto del mundo. El Titicaca abre una brecha en la cordillera de los Andes, que desciende desde el Perú hecha una sola cadena y la divide en varios cordones montañosos. Entre esos cordones, se extiende el Altiplano, una inmensa llanura cuya altitud  alcanza los 5000, y que en Bolivia está enmarcada por las tres ramas andinas que recorren el país. Es un paisaje desolador y agresivo, de clima helado, escasas precipitaciones, y frecuentes salinas y desiertos…

Ilusiona contemplar algo que estudiaste una vez hace mucho tiempo en un libro de geografía, en aquellos tiempos lejanos en los que los niños españoles estudiaban Geografía Universal. Ahora no la estudian, por supuesto, aprenden la geografía de su pueblo y de su comunidad autónoma, algo mucho más útil que estudiar una llanura desolada y lejana, muy lejana. Sin embargo esta lejanía no impidió que un grupo de absurdos antepasados, emigrados al Nuevo Mundo, se plantearan instalar una ciudad. La Paz se supone que se llama así porque se fundó tras años de guerras intestinas de los españoles en el seno del Virreinato del Perú, pero yo pienso que fue más bien que se instalaron en el Altiplano, se quisieron matar tras una semana allí, se bajaron unos metros, dibujaron el mapa básico de la plaza de armas y la catedral, y luego se sentaron jadeando: «¿Bautizar la ciudad? Déjame en paz, yo me voy a dormir… solito, que el corazón ya no me da más, dame que mastique eso que rumian estos indios todo el día, dios mío qué mesecito que llevamos, con lo a gusto que estaba yo cuidando ovejas en Extremadura…que no, que no puedo pensar ningún nombre ahora, ¡que me dejéis en paz!!!»

Por supuesto, no es eso lo que nos cuenta Celso, el conductor que nos alcanza al Titicaca, aprovechando el día libre que aún tenemos antes de empezar las reuniones. Él habla y nosotros escuchamos, porque él es un semidios con glóbulos en las venas, y nosotros unos pobres mortales con taquicardias. Celso se compadece de nosotros y nos compra hojas de coca, que él también toma, después de santiguarse: «la coca es sagrada» nos explica. Vaya si lo es, nunca estuve más de acuerdo con otro ser humano. Primero recorremos El Alto, por una única calle de doble sentido sin asfaltar. Celso se despacha con el alcalde, cercano al gobierno de Evo: nos dice que no ha hecho nada de nada, como el de La Paz, y que la gente está furiosa con ambos (pronto veríamos que tenía razón, en las elecciones municipales que se celebrarían unos días después, la oposición le arrebatará el gobierno de ambas ciudades al oficialismo). Por el camino vemos unas construcciones kitch bastante curiosas, una especie de palacetes recargados, de grandes cristaleras coloridas de clara inspiración indígena. Son los «cholets», las mansiones que la ya cada vez más empoderada burguesía aymara se construye. Las casas de los «cholos» nuevos ricos, que incluyen salones de baile en la primera planta, de alquiler para bodas y fiestas de 15. La denominación tiene un poso obviamente insultante, pero en un alarde de profundo sentido del humor, muchos se han adueñado del término, y lo usan con orgullo. Se puede encontrar muchos artículos en internet sobre la arquitectura de los «cholets», cada vez más populares y reconocidas en el extranjero.  Luego nos adentramos en el inmenso y sobrecogedor Altiplano, que es uno de los paisajes más impresionantes que he visto en mi vida. El Titicaca también impresiona, aunque no nos dio tiempo a llegar al punto en que todo el horizonte es agua y solo agua, y tienes realmente la impresión de encontrarte ante el océano, y no ante un lago. Como el Río de la Plata en Montevideo, vamos.

En los días siguientes, ya empezamos las reuniones, pero en los huecos y cenas, aún tuvimos tiempo de observar detalles de una nueva ciudad que empieza a despertar, como los locales y restaurantes de diseño en el bohemio y cuidado barrio de Sopocachi. Vamos encariñándonos con detalles como las «cebras», funcionarios municipales disfrazados de cebras que cómicamente tratan de regular (un poco) el caótico tráfico diario. Aunque la mayor apuesta para arreglar el tráfico, sin duda es el impresionante Teleférico, diseñado a partir de un estudio financiado por la AECID (momento de promoción institucional, jejeje). No se queda en una simple atracción turística, es un proyecto de metro aéreo, con (por ahora) tres líneas que conectan los principales puntos de la ciudad, y coordinado con la red de buses. Todos recomiendan la línea amarilla, que atraviesa Sopocachi, hasta el sur, en donde están los barrios acomodados. Los ricos se las arreglan siempre para vivir mejor, y en la Ciudad Cercana al Olimpo, se vive mejor lejos de éste, mas pegado a la tierra, a menor altura. Los ricos, por tanto, viven a una media de 3000 metros: puro lujo, se nota nada más bajar del teleférico. Allí me desplacé buscando a Iván, el Artezzano, un diseñador local que logra resultados espectaculares y modernos en la clasiquísima y tradicional alpahaca. Una sugerencia de Clara (las buenas diplos siempre logran este tipo de datos), que se plasmó en una mutua admiración, cuando Iván comprendió que yo estaba más que dispuesta a dejarme seducir por nuevas formas y colores.

Volví a subir, contemplando desde el teleférico el mar de construcciones encaramadas hasta lo más alto de los cerros, como si quisieran llegar hasta el mismísimo Huayna Potosí, el alto cerro que parece vigilar que la ciudad no sobrepase sus 6000 metros… porque más allá, pasado el Altiplano, sólo queda el Olimpo…

Y uso la palabra «mar», en esta Bolivia mediterránea, porque justamente de eso tratará el tercer y último capítulo de mi periplo en La Paz…

Altiplano

(Nota para españoles: en Latinoamérica, la palabra «mediterráneo» define a los dos países sin mar, Bolivia y Paraguay, y por tanto «en medio de la tierra»… otro conocimiento perdido con la desaparición de la Geografía Universal de nuestros planes de estudio…)

La ciudad cercana al Olimpo

«¿Va a La Paz? Tiene que salir por nacional, no por internacional» Miro al policia de inmigración chileno un tanto escandalizada, caray, córtense un poco, cómo se pasan ustedes de chulos, estoy a punto de decirle, mira que considerar La Paz como un destino nacional… pero nuevamente me traiciona mi disponibilidad a creer cualquier situación surrealista en lo que a pasos de frontera latinoamericanos se refiere. No es que los chilenos consideren La Paz un destino nacional, es que los trámites de inmigración se hacen en Iquique, ciudad en la que el avión hace escala. Cuando compré el billete, pensé que la pésima conexión se debía a las rara vez cordiales relaciones diplomáticas entre ambos países, luego veré que la capital chilena tiene de las mejores conexiones con su equivalente boliviana de la zona: mis colegas de Argentina, Paraguay y Uruguay llegarán tras periplos de horas, mayormente nocturnas, y largas esperas en Santa Cruz de la Sierra.

Viajo a una reunión de directores de Centros Culturales de la zona, y por los escasos vuelos semanales que oferta LAN, que ya digo que luego veré es una oferta comparativamente buena, tengo que ir dos días antes. Es poner un pie en La Paz, y darme cuenta de que dos días de aclimatación igual no es algo tan malo… una oye hablar del mal de altura, del apunamiento, las distintas historias, y luego simplemente aterrizas a más de 4000 metros de altura, que es donde está el aeropuerto de El Alto, y te das cuenta de que el tema es mucho más serio de lo que te habían advertido. Te subes al taxi para bajar a La Paz, que está más abajo que El Alto (suerte de ciudad dormitorio sobre las cumbres de la capital), pero todavía a más de 3500 metros, por lo que el tema apenas remite. Qué narices estaban pensando mis antiguos compatriotas colonizadores para plantar una ciudad allí, es algo que se me escapa. Y de hecho la colocaron aún más alto, en pleno altiplano, se bajaron tras vivir allí una semana, con un frío espantoso y una climatología que impide que crezca absolutamente nada. Un guía me explicará que les interesaba la locación por el oro del río, pero yo no termino de entender la ventaja de encaramarse tan arriba. Porque, sepan mis estimados lectores, que la altura afecta. Y cuando digo que afecta, es que afecta. Durante los siguientes días, caminaré cual viejita asmática, me enfrentaré a las cuestas de la ciudad o a cualquier escalera como si del Everest se tratara, y me quedaré sin aire y con taquicardia a cada poco.

En los primeras horas de trance me acompaña Gastón, el director del Centro en Rosario. Temblorosos y jadeantes llegamos al lindo hotelito de arquitectura colonial en el centro de la ciudad, junto a la iglesia de San Francisco, y con nuestras menguadas fuerzas nos sentamos a tomar el primero de los cientos de mates de coca que tomaremos durante la semana. Algo más respuestos, gatearemos por la empinada vecina calle, llena de tiendas turísticas, y de casas de cambio, para luego bajar (en La Paz no se camina en realidad, se sube o se baja) al hermoso edificio restaurado que ocupa el Centro Cultural de España en La Paz. El recorrido nos mantiene en una permanente sensación de caos ruidoso, lidiando con un tráfico endiablado que nunca remite (cruzar la calle es un ejercicio de alto riesgo), y siempre con miriadas de personas deambulando a todas horas, un día que finalmente logramos trasnochar un poco comprobaremos que la afluencia no baja. Población variopinta, muy joven de media, que combina a encorbatados ejecutivos con «cholas» con mil refajos, trenzas y un absurdo sombrero tipo bombín que sostienen en un admirable equilibrio. Luego me contarán que los refajos fue una imposición de los españoles, que consideraron que el verdadero traje típico, una falda que dejaba las piernas al aire, era poco decoroso; para el bombín hay cientos de teorías, siendo la más curiosa la que afirma que a las costas bolivianas, cuando aún Bolivia tenía costa, llegó una vez un barco cuya mercancía incluía bombines, que se tiraron al descubrir que habían llegado estropeados, para ser recogidos con emoción por las lugareñas.

Llegamos al Centro Cultural en un estado jadeante lamentable, y el equipo hispano-bolivianos nos contempla con la superioridad que otorga una sangre con glóbulos suficientes… aunque acaban reconociendo que aclimatarse del todo, uno no termina de hacerlo, si no has nacido allí: el cuerpo se acostumbra, sí, pero las taquicardias, la mala calidad del sueño, las pesadillas, las dificultades para concentrarse, el quedarse sin aire, es algo que, de alguna manera, se mantiene latente. De nuevo, no sé en qué estaban pensando nuestros antiguos compatriotas colonizadores, con lo listos que estuvieron en Santiago o en Montevideo…

Y sin embargo, en los siguientes días, acabaré encontrándole su aquel a La Paz, esa ciudad cercana al Olimpo, que pareciera hubiera sido planteada para semidioses, y no para simples mortales…

La Paz

 

La Carretera Austral (III): la pavimentación como derecho

Desde el Rio Baker, en un hotel maravilloso al borde del río (Borde Baker se llama de hecho) que podías ver en el momento que abrías un ojo desde la cama por la ventana, emprendimos la que iba a ser la excursión más al sur de nuestro viaje, y con una buena dosis del ripio en la carretera austral: Caleta Tortel.

En puridad, la Carretera por ahora termina en Villa O’Higgins, ya más abajo lo que tiene es un campo de hielo como una catedral. A su izquierda tiene, como no, a la Argentina, pero no hay una carretera, el paso es un camino, que un autoestopista muy simpático que venía haciendo dedo desde Torres del Paine, en donde había trabajado de camarero, nos confirmó que lo había atravesado andando y en barcaza, pasando por una especie de poblado (llamado Candelario Mancilla por un poblador que se empecinó en quedarse allí para que los argentinos no se apropiaran de la zona). Allí entras en una zona aislada de narices, que tengan gasolinera es ya un avance que requiere travesías de hasta tres días de camiones de Copec, y encima con un pasado reciente de mal rollo máximo con Argentina, pues estás a un paso de la Laguna del Desierto y del Chaltén, que, como recordarán mis lectores (de nuevo me autoreferencio, jejjee), tiene su historia…

Quedamos preocupadas por el paso fronterizo de Villa O’Higgins por unos mochileros israelíes, una parejita que apenas farfullaba español y que se paseaban con un mapita que parecía sacado de un libro de texto infantil. Se dirigían a Villa O´Higgins para pasar a Argentina, y nos preguntaron, se puede, no? Los dejamos en la parada de bus de Cochrane, y nos quedamos con mal cuerpo de que realmente no tuvieran ni idea de cómo se pasaba a Argentina por allí. Estos mochileros sabras son un clásico de la Carretera: aprovechan una especie de año sabático entre su servicio militar y la universidad para recorrer mundo con una mochila y poco más, ahora suelen elegir la Carretera como destino, y es habitual que acaben siendo la pesadilla consular de mis colegas diplomáticos israelíes porque se pierden, se accidentan, se quedan varados sin dinero, los detienen por encender fuego en zonas prohibidas, etc, etc…

Nosotras habíamos decidido no llegar hasta Villa O´Higgins, nos comentaron que ese último tramo de carretera estaba mal de verdad, y que luego el pueblo tampoco aportaba mucho más de lo visto hasta entonces (algo que me reiteraron varios chilenos por el camino, que no se me alteren los 500 habitantes de Villa O’Higgins), por eso habíamos decidido ir a Caleta Tortel, que es un desvio posterior a Cochrane, el último pueblo importante al sur de la Carretera. Desde nuestro hotel al borde del Baker, el mapa señalaba unos 130 kilómetros. En la realidad, fueron 5 horas de carretera de ida y 5 de vuelta, atravesando un camino lastimoso y polvoriente en el que casi volcamos en un momento determinado. Caleta Tortel es un pueblito sobre una caleta, una especie de Cudillero (guiño para mis lectores españoles) que ha optado por pasarelas de madera como solución a su orografía inclinadísima y pronunciada, de otro modo sería imposible caminar entre las casitas de madera que no sabes bien como no se deslizan hacia el mar. Y bueno, es simpático, pero es lo que a partir de ese punto del sur tiene la Carretera Austral, que el ripio empieza a pesar en el ánimo del conductor, y acaba afectando cualquier juicio. Luego más adelante que subiríamos hacia el norte, hacia Puyuhuapi, la belleza del fiordo Queulat quedaba velada por lo pesado de una carretera en obra permanente (se corta la carretera por las explosiones con las que están horadando la montaña).

El ripio, ay el ripio. La Carretera me ha enseñado que la pavimentación es un bien básico, casi un derecho, me atrevo a decir. Nos contaron que aquí muere gente porque no logra llegar la ambulancia, porque no hay cobertura para avisar de emergencias por teléfono, porque se quedan aislados durante días y días de largo invierno. Conducir siempre en ripio es un horror, cuando piensas que este es un país con las mejores autopistas, es polvo, es lentitud, es un ruido permanente (qué silencio, exclamamos junto con una pareja de autoestopistas argentinos cuando volvimos al pavimento en Cerro Castillo)… me acordé de cuando visité la Patagonia argentina y las amigas que hice me comentaban sonriendo que los Kirchner tampoco tuvieron que hacer tanto para ser amados en su provincia, se limitaron a pavimentar la ruta…

Y es de justicia encontrar un equilibrio ecológico que permita a los habitantes de la Carretera vivir mejor durante todo el año.  A A soportar mejor este eterno ripio en la Carretera Austral. ¿Cómo es vivir aquí en invierno? le habíamos preguntado al único autoestopista residente permanente, no de estación, que encontramos. El chico no pudo ser más suscinto y claro en su respuesta: «Helado…» Y es una gente tan encantadora… Nunca conocí gente más amable, más buena, de una bondad natural, te hacían los mayores favores y cuando les agradecías casi te miraban sorprendidos, como diciendo, ¿pero que esperaba usted, que no le ayudara…? Y esa bondad se contagia a los cientos y cientos de turistas mochileros que vas cruzándote, hay una buen rollo generalizado, sonriente y feliz, quizá porque es verano y están contentos de tener visitantes y de que haya sol, pero en definitiva, atravesar la Carretera es un deleite de belleza y buena onda.

ripio en la carretera austral

La Carretera Austral

 

La Carretera Austral (II): la Patagonia en perspectiva

Aterrizamos en la mitad de la carretera austral, aeropuerto de Balmaceda. Hay muchas formas de llegar hoy día a la Carretera, que empezar, empieza en Puerto Montt. Desde allí tienes tres opciones: conducir hacia Hornopirén, pero el tema es que no se conduce mucho, porque en realidad vas tomando una serie de ferries hasta el Chaitén. La segunda opción es quitarte los ferries, salir a Argentina hacia el bello Bariloche, aprovechar esa insultante llanura de la Patagonia de los vecinos y bajar sin sobresaltos hasta volver a entrar por Futaleufú. Una tercera posibilidad es pillar un ferry en Puerto Montt que te lleve (24 horas) hasta Puerto Chacabuco (creo que en breve también te podrán llevar a Caleta Tortel).  La información es confusa, ese quizá es el principal problema de la Carretera, que guías y mapas quedan incompletos ante una naturaleza que igual provoca que 10 kilómetros signifiquen 2 horas de carretera y que llegues tarde a pillar el único ferry que puede sacarte de un pueblo en mitad de la nada.

Nosotras al final, para ahorrar tiempo, pillamos el avión de Santiago hasta Balmaceda, que tiene un aeropuerto chiquito en mitad de un páramo hermoso, a casi metros de la frontera argentina. El viento es fortísimo, el encargado de la agencia de alquiler de coches nos recomendó que nunca abriéramos las puertas en dirección contraria, porque éstas podían volar sencillamente. Luego un autoestopista que venía de las Torres del Paine nos confirmó que allí vio coches sin puertas…

Desde Balmaceda puedes tirar hacia Coyhaique y al norte, hacia el mar en Puerto Aysén o hacia el sur. Emma y yo acabamos tirando hacia el sur, tras dormir la primera noche en Puerto Chacabuco. Al día siguiente tomamos la carretera hacia el sur, hacia el Río Baker, en donde teníamos reservada habitación para la siguiente noche en un lodge al borde del río. Así que condujimos hasta Villa Cerro Castillo, en donde se acaba la buena vida pavimentada y empieza el ripio. A la sombra del impresionante Cerro Castillo fuimos bordeando los ríos Ibáñez y Murta, de aguas azules y verdes clara por recibir agua de deshielo de glaciares, hasta el impresionante Lago General Carrera. Por el camino cuando comentábamos que íbamos a hacer esos casi 300 kilómetros en un día, que en principio no parecen tanto, nos miraban sorprendidos. Luego entendimos: en la Carretera, 300 kilómetros es mucho. La perspectiva. Viajar te hace ver siempre las cosas en perspectiva, te hace adquirir la sabiduría de colocarte siempre en el punto de vista del otro. Pero la Patagonia le da una dimensión adicional a la perspectiva, nunca la sentí con tanta fuerza como en esta región, que de hecho debe su nombre a un error de perspectiva: los españoles llamaron “patagones”, por el gigante Patagón de una novela de caballerías, a unos indígenas a los que veían enormes, pero la realidad es que los indígenas tenían una talla que hoy veríamos como normal, eran los españoles los que eran muy chiquitos.

La belleza se juzga en perspectiva en la Patagonia. Me cuesta encontrar una palabra que defina el paisaje. Hermoso, bello, impresionante, son palabras que quedan cortas. Son todo postales de cuento, de esas que se envían en cadena por internet con una musiquita de fondo: cascadas cristalinas, lagos azules con montes nevados al fondo, valles verdes sembrados de flores coloridas… la belleza te acaba embotando, y te hace mezquino en los juicios estéticos: bueno, este lago es lindo, pero no tiene las aguas turquesas claro, y las flores son sólo de un color… así que lo más terrible que te puede pasar a lo largo de la carretera es que el paisaje no sea “tan” lindo como el anterior… belleza en perspectiva. Más adelante, explicándoles a una pareja de profesores argentinos de La Plata que recogimos en un camino, cómo podían seguir hacia el norte evitando los ferries, estos chicos del interior argentino suspiraron con las ganas que tenían de subirse a un ferry en el Pacífico. Cuestión de perspectiva.

Otro ejemplo de perspectiva lo tuvimos con las “catedrales de mármol”, unas cuevas de mármol excavadas por el agua en rocas sobre el lago, una excursión simpática, y muy conocida, posiblemente la más comercializada de la zona, pero que algún amigo había juzgado con cierta displicencia, tampoco son para tanto, y llegamos a la conclusión que había dicho eso porque había acabado harto de que todos te pregunten si has visto las dichosas cuevas, como si fuera lo único que vale la pena hacer allí, y en cambio no te pregunten si no te has quedado media hora contemplando el verde claro de las aguas del Murta… En todo caso, Emma y yo disfrutamos el paseo en lancha hacia las susodichas catedrales, conducida por un señor que presumió de ser hijo del primer marino que hizo paseos turísticos hasta las rocas y que exhibió su pericia paseándonos entre las cuevas, algo que luego supimos no hacían otros navegantes del lago. El lago General Carrera es binacional, en la parte chilena se llama así, y en la parte argentina Lago Buenos Aires. La binacionalidad del lago fue de las primeras reivindicaciones de soberanía que realizara Chile, y por eso se apresuró a llamar a su parte de otra forma. Ni argentinos ni chilenos pensaron en mantener el nombre original tehuelche, Chelenko, que fue el nombre que consignó en su mapa el español Juan de la Cruz Cano, el primer occidental en dar noticia de esta zona allá por el siglo XVIII. Hace unos meses, la Municipalidad de Santiago convocó un referéndum para plantear, entre otras cuestiones, el cambio del nombre del Cerro Santa Lucía, bautizado así por Pedro de Valdivia, a su original mapuche “Huelén”. Los ciudadanos de Santiago optaron por mantener el nombre que hace honor a la santa que perdió sus ojos con tal de mantener su virginidad, pero no ya que estaban preguntando, igual se podría haber planteado el tema desde una perspectiva global y simplemente volver a todos los nombres toponímicos indígenas del país, dejando en este caso de honrar al General Carrera, para llamar al lago como lo llamaron los tehuelches…

Los carteles también se deben leer en perspectiva: unos inmensos que incluían la dirección de correo electrónico de un «inspector fiscal global austral» para que se reportara cualquier «reclamo, sugerencia, consulta o aviso» sobre el «estado del camino, obras y accidentes». La primera vez pensamos que era una broma, con retranca, que ese fuera el único cartel visible en kilómetros a la redonda mosqueaba un poco (señor inspector global austral: que haya una sola carretera y por tanto escasa posibilidad de perderse, no quita utilidad a esos lindos carteles que dicen cuánto te falta para llegar a un sitio…); luego, cuando vimos que eran en serio, alucinamos, incidencias sobre el estado del camino, where shall I begin??  ¿Por los miles de hoyos, por las cuestas pronunciadas acabadas en curvas cerradas con nula visibilidad, por los estrechos caminos al borde de un acantilado terminado en lago con pinta de ser profundo…? Pero luego entiendes, perspectiva, ese es el estado normal de la carretera, fuera de eso, ¿algo extraordinario que reportar?, pregunta el inspector fiscal global austral… los otros carteles cachondos son los que avisan que hay huemules en la zona y que ojo con atropellarlos. Nosotras no vimos, lamentablemente, ninguno, pero sí que nos cruzamos con cientos de ciclistas, héroes, los veías pedalear subiendo cuestas interminables, cargados, envueltos en la polvareda del camino… al parecer es una especie de rito iniciático entre los jóvenes chilenos, ya que no tienen que dejarse la vida abriendo la carretera con pico y pala, ahora se la pedalean. Pues bien, ni un solo cartel, ni uno, avisando de que hay ciclistas y que cuidado con atropellarlos. Y es nuevamente cuestión de perspectiva: ciclistas hay muchos, pero que les atropelles al simpático ciervito que tienen en el escudo nacional, en peligro de extinción,  ahí sí que la cosa se pone grave.

Llegamos finalmente al río Baker, que allí pronuncian españolizado, “Báquer”, y que es un impresionante caudal de aguas azul turquesa, muy conocido entre los aficionados a la pesca. También es el segundo río más caudaloso de Chile. Lo que no es tan conocido es que también es el río en el que casi se ahoga Pinochet: fue en una de sus visitas periódicas a chequear el avance de la obra, que el coche se colocó sobre un terraplén recién construido y que se desmoronó, dejando la mitad del camión en el que viajaba suspendido sobre el agua. Veinte soldados se colgaron del otro extremo del vehículo para hacer contrapeso mientras sacaban a Pinochet por la puerta del conductor. Leí la anécdota en una entrevista de The Clinic al antiguo jefe del Cuerpo Militar de Trabajo,  y el hombre seguía defendiendo toda el proyecto de construcción de la carretera, más allá de la dureza extrema que sufrieron los soldados obreros con el siguiente argumento: “si no se hubiera construido, el Estrecho de Magallanes hubiera caído en manos de la Unión Soviética, y la Guerra Fría no se habría terminado”

La Patagonia no agota nunca sus diversas perspectivas…

carretera austral

La carretera austral


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