Vida expatriada

La ceremonia de entrega de credenciales

Hoy tenemos cartas credenciales en el Ministerio. Es la ceremonia en la que los embajadores recién destinados en Madrid entregan sus credenciales a SM el Rey. Las cartas credenciales es el documento oficial que los acredita como representantes de sus respectivos países. En todos los países los embajadores entregan las credenciales al Jefe del Estado. Pero no en todos lo hacen con una ceremonia tan bonita y tan antigua como la que tenemos aquí en España.

Puede leerse todo el relato de la ceremonia en la página del Ministerio. También hay un video en la cuenta de YouTube oficial. Destaca el hecho de que el embajador concreto tiene que ir acompañado de un diplo español. A mí me tocó varias veces hace años y fue de las experiencias más bonitas y divertidas de mi vida profesional. Para empezar, tienes que ir a buscar al embajador a su residencia (o a su hotel, si no es residente), y para ello va un coche oficial a tu casa, con policía. Aún recuerdo la primera vez que llegaron a mi casa de alquiler de entonces, en el barrio de la Florida. La reacción del portero fue alucinante: por el automático me anunció que había venido un policía a buscarme. Y en voz baja añadió: “Oye, que no le he dicho que estés y que no creo que sepan que el edificio tiene otra puerta…” Su cara fue un poema cuando me vio salir del ascensor vestida de princesa. Porque sí, esto es lo bonito del día. Que te puedes vestir de princesa, porque vas al Palacio Real. Los diplos se ponen el uniforme, pero como el uniforme de las diplos lo diseñó una mujer fantástica, pero con unos gustos muy masculinos en lo que a moda se refiere, pues al final ninguna se lo pone, y sencillamente, dejamos volar nuestra imaginación con la sola exigencia de llevar los brazos cubiertos y la falda larga hasta el suelo. Princesa total. Yo ya he explicado mi relación con el tema de ser princesa, y asumo que la inmensa mayoría de las mujeres que me leen estarán, pública o secretamente, de acuerdo conmigo. Vestirse de princesa mola un montón.

Lo habitual es que te empolles cosas del país del embajador que vas a buscar, para que no te falte tema de conversación. A mí una vez me tocó embajadora de país exótico con una presidenta entonces cuyo apellido se me atragantaba, así que fui todo el camino repitiéndolo en voz alta… al final, opté por hablar de «su presidenta», para no correr riesgos… Tras recoger al embajador de turno, te vas con él hasta el Ministerio, en la sede de Santa Cruz. Oí decir que hace tiempo, siglos, para llegar al Ministerio, se hacía un recorrido fijo, que incluía una calle, hoy llamada Calle de Embajadores. Pero ahora se toma el camino más corto que sea. En el Palacio de Santa Cruz esperas en el Salón de Embajadores a que sea tu turno y ya bajas la escalera principal. Tengo una foto maravillosa de una vez en que el vuelo de mi falda se amplió y juro por Zeus que parezco Escarlata O’Hara bajando por la escalinata de Tara. Allí esperas en la puerta. En frente, está la Guardia Real formada, y el oficial al mando saluda al embajador y se pone a sus órdenes. El protocolo dicta que el embajador debe de hacer una inclinación en silencio, pero aquella vez con la Embajadora de país exótico, que llevaba un traje regional ligero, y yo a mi vez vestida de princesa, pero de princesa en primavera veraniega, en un día invernal, y las dos aguantando todo el ritual ateridas de frío;  así que confieso que me pasé todo el momento rogando por lo bajini, “por dios que le pida un caldo caliente, anda, pídele que nos traiga un caldo calentito, que se ha puesto a tus órdenes…”.

A continuación, te subes a la carroza que te lleva al Palacio Real, el otro momento diez de la jornada. No hay nada que mole más que subirse vestida de princesa a una carroza del S.XVIII, escoltada por una guardia a caballo con trajes de época, desafío a cualquiera a mencionar algo más chulo que eso. En ese momento, si el embajador de turno tenía alguna duda de que lo han destinado al país más alucinante del mundo, se le disipan del todo. Una vez fui con uno que suspiró asegurando que era el día más feliz de su vida. Ese fue el mismo que al llegar a la Plaza Mayor, se puso a saludar como un loco a un par de señores que miraban la carroza. Me sorprendió porque era de un país famoso por su contención de gestos, y ahí estaba él, saludando frenético. “Son mis amigos, el Embajador de EEUU y el de Sudáfrica, han venido a verme, ya me avisaron de que me lo iba a pasar muy bien…”. Con otro Embajador, que no era tímido para nada, en cambio al llegar a la Plaza le dio por ponerse a saludar a la gente en plan real. Y yo para no ser menos, claro está, me puse a saludar también. Vivan los novios, gritó algún desubicado incluso.

Y llegas al Palacio Real, en donde la banda toca el himno nacional del país del embajador. Ahí cuando estaba con el Embajador saludador, él me enseñó en un plisplas las palabras del estribillo y entramos los dos cantándolo emocionados. En cambio con el Embajador de país contenido en gestos, me tuve que poner a calmarle los nervios que me había confesado tenía, de pensar que se iba a entrevistar con un rey. Venía, claro está, de una República. Popular.

Te bajas de la carroza (que es muy chula, pero también bastante incómoda, menos mal que el trayecto no es muy largo) y ahí espera un funcionario de Casa Real, que te dirige a la Cámara Oficial, en un camino sólo interrumpido por el oficial de la guardia que vuelve a ponerse a las órdenes del embajador. Y llegas a la Cámara Oficial, y ahí el embajador entrega las cartas credenciales a SM el Rey, acompañado del Ministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación. Tú te quedas atrás, y no acompañas cuando entran a otra habitación, en la que hablan de los asuntos bilaterales (hay todo un trabajo previo de varios días de los departamentos que llevan la relación con ese país, por cierto, para preparar esa entrevista). Aún recuerdo la sonrisa del Embajador nervioso cuando salió. “Su Majestad es un caballero de los de verdad”, me dijo.

Y ya lo escoltas a su casa, pero esto en el vehículo oficial de al principio, saliendo del Palacio Real mientras suena el himno de España. Con el Embajador saludador lamenté más que nunca que no tengamos letra.

Pero la mejor anécdota de aquellas jornadas de cartas credenciales, llegó semanas después. Telemadrid hizo un programa especial sobre el Palacio Real, e incluyó imágenes de la ceremonia, de un día que acompañaba yo, así que salí vestida de princesa subiendo a la carroza precedida de la Guardia Real, que reitero es lo más alucinante que te puede pasar. Al día siguiente llegué a mi gimnasio de barrio, y uno de los fortachones me recibió a gritos mientras dejaba caer las pesas que sostenía. “¡¡¡¡Tíaaaaaaa, que te he visto en la tele!!!!!”, escuché en medio del estruendo de dos mancuernas de 50 kilos cayendo al suelo. Y a continuación cogió su móvil y me obligó a hablar con su madre para confirmarle que, en efecto, era yo la de la carroza. Porque la buena señora no se creía que aquella princesa fuera al gimnasio de barrio al que iba a su hijo… pero yo tan orgullosa de ser una princesa de barrio, que conste. Del barrio de la Florida, para ser más exactos.

cartas credenciales

Mi vitrina encuentra su sitio

– ¿Y este monstruo, donde lo dejamos?

Los tres tipos me miran jadeantes, expectantes, se ve que tienen un punto de preocupación de que les suelte un, anda, pero si esto no había que subirlo (preocupación de ver qué narices hacían luego con mi cuerpo, porque yo creo que tendrían clarísimo el asesinato como respuesta a un comentario mío así). Mi reacción no obstante les sorprende: una sonrisa de oreja a oreja y una respuesta clara: «va ahí, en esa pared».

Y a continuación, les hablo de mi vitrina. Porque el monstruo, como claramente habrán adivinado mis lectores habituales, es mi vitrina, que ha llegado a nuestro nuevo hogar. Mi vitrina (les cuento a los operarios y resumo aquí para los que recién aterrizan a este blog): fue comprada en un remate en un anticuario de la Ciudad Vieja de Montevideo, y restaurada con la ayuda de un herrero profesional del que nunca supe su nombre, todos lo llamaban «el portugués». Vivió los años uruguayos en la planta baja de la residencia oficial porque subirla a mi piso noveno del bulevar Artigas costaba tres veces su precio. Los operarios de la empresa uruguaya de mudanzas, al verla, la definieron como una «pecera gigante». Atravesó la cordillera de los Andes en medio de un temporal de nieve, sobrevivió temblores varios, y un terremoto en todo rigor. Y ahora por fin, tras atravesar medio Pacífico, el canal de Panamá y el Atlántico, desembarcaba en Europa.

Los operarios españoles me escuchan con atención, me parece que incluso la miran de otra manera, como dándose cuenta de que no han cargado un armatoste absurdo, sino un objeto con una historia. Vivimos rodeados de objetos con historia, ya lo he contado repetidas veces. Y añadiría incluso que de objetos con personalidad propia. Mi Thermomix es más maja que la de mi hermana y la de mi madre, se le ve a la legua: le ha sentado bien conocer mundo. Hace unas semanas leí el libro de una japonesa, Mari Kondo, que enseña cómo tener la casa ordenada. No es algo tan sencillo, ya que la tipa lleva años viviendo del tema, y publicitando el «método KonMari» (o método MariKon, aunque en el mundo hispano predomina la primera versión, por razones obvias). El método básicamente parte de que tenemos demasiadas cosas y de que hay que tirar la mitad si quieres tener orden en tu casa. ¿Cómo hacerlo? Pues ahí llega lo llamativo: Mari no dice que haya que desechar las cosas en función de su utilidad, sino en función de si te aportan o no alegríaMe conquistó con eso, lo reconozco. Porque así catalogo yo mis cosas. Estoy yo cada vez más feliz contándoles a los operarios la historia de la vitrina, cuando uno de ellos rompe la magia al preguntar, oiga, y esto para qué sirve. Yo lo miro estupefacta: ¿para qué demonios va a servir un monstruo de cristal de media tonelada? ¡Para nada! Pero, ¿y lo contenta que me puse al verla aparecer? Trato de explicarle al tipo, pero ya se ha ido a subir más cajas y renuncio.

La verdad es que los operarios de la empresa española se han distinguido por su actitud concienzuda. Llegaron tempranito y cuando les pregunté si tardarían los dos días que habían tardado antecesores suyos en otras ocasiones, relincharon de la risa. ¡Dos días, si le dijéramos al jefe que vamos a tardar aquí dos días nos despide! Yo no supe muy bien si compadecerlos o felicitarlos, pero en el fondo estaba feliz de que solo fueran a tardar un día (fue menos al final, incluso). Mi felicidad la compartió un colega de la Oficialía Mayor del Ministerio, porque en mi contenedor iba una alfombra de la Embajada que había que restaurar. (Esto no debiera contarlo, pero qué narices, lo cuento para que se sepa mi dedicación a mi Ministerio: conmigo ahorran hasta en el transporte de sus enseres). Y poco a poco, fueron subiendo mis cosas a nuestro nuevo hogar mientras mi corazón se iba llenando de alegría conforme emergían de las montañas de cajas y papeles. Mi Thermomix, mi prensadora de jugos, mi guitarra que no toco, mis bolsos, mis zapatos, mis comics, mis cuadros, mis fotos… Bueno, es un alegría rara, porque la mitad de las cosas no sabes bien en donde narices vas a colocarlas.Yo siempre he pensado que hay cosas que tienen que asentarse y reposar un tiempo, antes de encontrar su lugar. Así que dices la frase mágica, déjelo ahí en esa esquina y luego lo pienso, y cuando te vas a dar cuenta, ya no quedan esquinas, ni pared, ni suelo en donde dejar nada, y lo vas encajando todo en plan tetris. Y así ha quedado mi casa, he hecho la cama para tenerla lista a la vuelta de mis vacaciones (¡dormir en mi cama al fin!), pero antes de salir, mi madrina, hermana y cuñado dictaminan que la vitrina está en el sitio equivocado.

Los miro con desmayo. Si está bien ahí, no tiene otro sitio, y cómo la vamos a cambiar si pesa un quintal… Al final, entre todos la movemos y… lo juro, como si la puñetera hubiera suspirado de felicidad. Había encontrado su sitio.

Genial, ahora ya sólo queda el resto.

vitrina

Peucayal

Mi colega en Berlín ha escrito un artículo en su blog, Farewell Seasonque recomiendo leer porque resume muy bien el estilo diplo de despedidas. Los diplos tenemos protocolos hasta para despedirnos, pero es que nos pasamos la vida despidiéndonos, qué remedio… No obstante, mi colega se refiere únicamente al protocolo diplo y no entra en más detalles personales, es un blog institucional al fin y al cabo. Pero como este blog mío sí que es personal, un espacio en el que mostrar algunos de los muchos cuartos de mi corazón, me puedo permitir ampliar algo más sobre este proceso.

 

Como decía, los diplos nos pasamos media vida despidiéndonos. Es la vida que elegimos y es la vida que tenemos. Y nuestro protocolo particular incluye varios eventos en los que se espera que des discursos. Yo he perdido la cuenta de los discursos que he soltado en las últimas semanas, pero en todos he intentado ser más personal que como lo relata mi colega. Mi Embajador, en uno de los suyos (porque a ellos también les toca echar sus correspondientes parrafadas durante la temporada), me incluyó en el grupo de diplos «que se enamoran de los países a los que son destinados». Fue una buena definición, y que yo completé en mi discurso a continuación, rememorando aquel consejo que me dio un diplo viejo: que no me apegara mucho a los sitios, «porque luego te despides y se te rompe el corazón». Es impresionante hasta qué punto no he seguido el consejo, en Uruguay cultivé afectos para toda la vida, y en Chile me he enamorado hasta las trancas. Y claro, ahora tengo el corazón roto. Pero es un justo precio a pagar, si se piensa bien.

 

Curiosamente, lo que más me duele ahora mismo no es tanto las despedidas de los amigos o de los rincones favoritos de la ciudad. A mis amigos tengo claro que voy a volver a verlos, y si no, estos tiempos de Zuckeberg permiten la conexión para siempre. Y a la ciudad voy a volver, así que podré volver a pasearla. Incluso nada impide que alguna vez pueda volver a ser destinada en este país, por lo que volvería a compartir con muchos de los actuales colegas de trabajo. Son otras cosas las que me duelen: me duele despedirme de mis entornos cotidianos, de las rutinas. Lógicamente, no volveré a contemplar el amanecer desde el que ha sido mi dormitorio estos cuatro años, ni volveré a darle las buenas noches al simpático portero nocturno, que tantas veces me ha recibido con una sonrisa paternal. Me he despedido de mi peluquería, de mi entrenador, del vecino de enfrente. Me he despedido de la rutina matinal de escuchar el programa «Mujeres» de la Radio USACH, y también de leer a Gonzalo Rojas cada miércoles en El Mercurio. Ahora que finaliza mi acreditación diplomática en Chile, lo puedo decir: he leído su columna con fruición para maravillarme de lo facha que puede llegar a ser este país.

 

Y luego, sobre todo, me he despedido de objetos. Los seres humanos somos acumuladores por naturaleza, yo estoy segura de que la cueva de Altamira, en su época original, la tenían llena de trastos y por eso pintaron los techos. Y el cambiar de casa y de país  cada poco, no hace sino acrecentar el fenómeno. He vistos casas de diplos que son verdaderos bazares. Pero aún así, incluso si aceptas vivir rodeada de cacharros, las dimensiones de nuestras casas tienen un límite, sobre todo cuando, como yo ahora, volvemos a Madrid. Porque los diplos no somos millonarios, a pesar de que tengamos esa fama, vivimos en apartamentos como todo el mundo, y la mudanza que nos paga el Ministerio (¿recuerdan mis desventuras con la subdirección de Viajes?) está limitada, así que, periódicamente, no queda otra que deshacerte de la mitad de tus cosas. Yo lo he hecho ahora. Yo odio mi apego a las cosas materiales, y odio mi capacidad de acumularlas (la escena más repetida en estos últimos días ha sido abrir un cajón, ver su contenido, y llorar a gritos mientras me preguntaba: 1. qué narices era aquel trasto, y 2. por qué demonios lo había guardado). Así que ha sido un proceso liberador. Pero por otro lado, los objetos son necesarios. Ayer me preguntaba uno de los trabajadores de la mudanza si podía empacar la cocina completa, si tenía lo que yo necesitaba para la noche. Sí, respondí segura con mis vasos y tenedores de plástico… luego, cuando mis amigas llegaron a tomar un picnic entre cajas, casi tenemos que romper el cuello de la botella de vino, y cortamos el queso con unas tijeras. Y los objetos tienen su historia, todos la tienen. He regalado kilos de ropa a amigas, y mientras ellas miraban las bolsas, yo me explayaba: ese bolso lo compré en la India, en un ratito libre que nos dieron al policía del Ministerio y a mí… ese pañuelo me lo regaló un colega irlandés… esa falda la compré con fulanita en un mercado en Buenos Aires… He vendido y regalado muebles, y al verlos salir he rememorado momentos: mis primeros muebles para mi primera casa alquilada en solitario, qué tarde me pasé en Ikea, y luego qué horror para montarlos… Conforme salían los trastos, tenía visiones fugaces de mi vida, no todas necesariamente felices, pero sí con un fuerte contenido emocional. Así que estoy liberada, pero también exhausta.

 

Escribo estas líneas sentada en el suelo, sobre una caja, los operarios de la mudanza se van llevando mis cosas, miran el monstruo empaquetado de mi vitrina con temor, pero yo los animo (con retranca, claro está). Mi corazón está tan picoteado que ya ni siente ni padece. Mis amigos deben de pensar que no me afecta el último abrazo, pero es que ya no me quedan lágrimas. Cuatro años, que han pasado como un suspiro, alguien me dijo que los diplos servimos para no olvidar el paso del tiempo (¿ya te toca irte? ¡pero si llegaste ayer!).

 

(La foto es de una pintada que me dejaron los chicos de mi equipo en el Centro Cultural, tiene despedidas y saludos de bienvenida a mi sustituta. Ella ahora se enfrenta al respectivo protocolo de bienvenida. Y así pasa la vida, como un eterno retorno. «Peucayal» es adiós en mapudungún).

 

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Conociendo a Gabriela (Mistral)

Hace un par de años abrimos una plaza a concurso en la plantilla del Centro Cultural. En el examen de cultura general, una de las preguntas era: «¿qué persona nacida en Latinoamérica fue la primera en conseguir el Nobel de Literatura?» Atención a la neutralidad buscada del género, podía ser tanto un hombre como una mujer. Pues bien, un 90% de las respuesta fue «Pablo Neruda». Solo unos pocos acertaron que la primera persona latinoamericana en ganar el Nobel de Literatura, fue una mujer nacida en Chile: Lucila Godoy, más conocida como Gabriela Mistral.

Creo que Gabriela ha sido el mayor descubrimiento literario que me ha dado mi estancia en Chile; el otro es Pedro Lemebel, del que ya escribiré. Los dos tienen en común una cosa: sufrieron el rechazo por su diferencia. Los dos se diferencian en que Pedro lo padeció en Chile, mientras que Gabriela se fue.

La Gabriela Mistral que yo conocía antes de venir aquí, era la pedagoga, la maestra, la poetisa dulzona. La que rechazó la línea de los cuentos clásicos occidentales y buscó en la tradición oral latinoamericana, para dar a los niños un placer estético en el relato, la que hizo que Blancanieves fuera velada por enanitos preocupados de que tuviera pesadillas con «lagartos azules y catalinas gigantas» (Catalina: chinita, mariquita). Aquí he aprendido que detrás de su crítica a los cuentos clásicos había toda una teoría pedagógica revolucionaria para el momento: criticaba unos relatos en excesivo moralistas, y con valores en ocasiones discutibles (como la astucia), cuando lo importante era que los niños disfrutaran la poesía y se educaran en ella. Conocía bien a los relatores europeos, y admiró a algunos, como al danés Andersen, al que le escribió un «padrenuestro» precioso: «Padre nuestro, abuelo de niños y viejos… regalador de nuestros sueños… yo te habría llevado junto al fuego y te habría contado la América que tus ojos no conocieron…» Gabriela quiso colocar a Latinoamérica en el mapa mundial, y por eso el acta de adjudicación del Nobel elogió que hubiera hecho de su nombre inventado «un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el continente americano».

Esa es la Gabriela Mistral oficial, la que Chile reconoce como propia con una sonrisa, pero que para muchos, es una sonrisa falsa. Porque detrás había más, mucho más: una mujer luchadora, inconformista, que ya en su región natal, Coquimbo, fue rechazada como inspectora de liceos por leer a filósofos franceses y demás «libros subversivos». La mujer que trató la causa indigenista, cuando nadie hablaba de los indios, ni ellos mismos. La mujer que se solidarizó con su género, cuando ni Simon de Beauvoir lo hacía aún («Por mi voz habla la mujer de clase media y del pueblo… porque a todas nos contaron que íbamos a ser reinas y princesas, pero ninguna lo fue, ni en Arauco ni en Copán…»). La mujer que mostró activa y públicamente su rechazo a la invasión estadounidense en la Nicaragua de Sandino, cuando eso de estar contra los yanquis todavía no era moda en la región. Y, sobre todo, la mujer lesbiana. Esa es la Gabriela que incomoda a cierta sociedad chilena, la que aún rechazan, aunque sea solapadamente. El Neruda comunista es mucho más cómodo y vendible: el político activo de muerte simbólica contra una dictadura, el del bello discurso ante el rey de Suecia, el que dejó unas casas que todo el mundo quiere visitar. Gabriela no militó en ningún partido, murió velada por su compañera Doris, apenas dejó legado físico, y su discurso al recibir el Nobel fue muy discreto, aunque leyéndolo con cuidado se observa una moderna visión americana hacia Europa. Neruda escribió versos de amor que los estudiantes hoy aprenden de memoria en el colegio. La pasión inserta en la correspondencia de Gabriela a Doris, en cambio, hizo temblar a más de un político chileno, «¿qué hacemos con esta Gabrielita…?»

Es impresionante como la Gabriela lesbiana despierta aún escozor en este Chile del siglo XXI, en que se está debatiendo el matrimonio homosexual. Yo soy muy contraria a sacar del armario a personajes fallecidos que nunca quisieron hacer alarde público de su condición, pero otra cosa distinta es ignorar lo evidente: en la Casa Museo de Vicuña, su ciudad natal, estaba la agenda diario de Doris, abierta por la página en la que anotó que Gabriela había muerto. «GM died tonight» y tres días más tarde, otra anotación, «first night I sleep alone». Esta segunda parte no se traduce en el cartel explicativo, sólo si entiendes inglés y miras con atención el pequeño cuaderno te das cuenta de ese detalle. Se lo comenté a la señora encargada en la Municipalidad de Coquimbo de impulsar una ruta turística vinculada a Gabriela. Yo estaba allí con unos especialistas españoles, en unas jornadas que organizábamos con el CNCA chileno sobre turismo cultural. La señora me pareció una mujer estupenda, físicamente recordaba a Gabriela, y charlando de cosas varias le comenté la anécdota del cuaderno de Doris. La señora me miró espantada y me quiso convencer de que Gabriela no era lesbiana, que era todo una fabulación… y cuando se quedó sin argumentos, ante mi estupefacción, acabó suspirando: «con todo la que la rechazan, para qué añadir más leña al fuego…».

¿Tenía razón? No lo sé, que lo respondan los chilenos que me estén leyendo. Gabriela Mistral se recorrió Chile de Punta Arenas a Arica, pero luego partió, a conocer el continente americano, cuya integración defendía, aburrida de un Chile ensimismada y encerrado entre la cordillera y el mar. Y apenas volvió. Fue recibida con honores en los años 50, la última vez que pisó Chile, acompañada de «su secretaria Doris». La misma Doris que luego se negó a donar el archivo personal de la escritora mientras que su país no reconociera que había sido una autora del máximo nivel. El más importante centro cultural de Santiago lleva su nombre, pero disimulado, «Centro GAM». Los billetes de 5000 pesos llevan su rostro. Pero no conozco a muchos chilenos que sepan versos suyos de memoria. Y, aparentemente, pocos saben que fue la primera persona en conseguir el Nobel de Literatura para Latinoamérica, antes que Neruda o García Márquez.

Y en su Coquimbo natal, en una de las sesiones de turismo cultural, uno de los especialistas españoles, Jordi Tresseras, hablando de las distintas opciones novedosas en este campo, mencionó el «turismo gay». «Muchos homosexuales hacen rutas de artistas homosexuales conocidos, podría hacerse aquí lo mismo con Gabriela Mistral…». Un murmullo sordo de varios segundos fue la única respuesta…

 

Gabriela Mistral

 

 

Te regalo el metro marino que quizás me pertenece de esta larga culebra oceánica…

… pequeño niño boliviano, te puedo contar como conocí la gigante mar, y daría todo para que esta experiencia no te fuera ajena. Incluso, te regalo el metro marino que quizás me pertenece de esta larga culebra oceánica. Tanta costa para que unos pocos y ociosos ricos se abaniquen con la propiedad de las aguas. Por eso , al escuchar el verso neo patriótico de algunos chilenos me da vergüenza, sobre todo cuándo hablan del mar ganado por las armas…

(Pedro Lemebel, Carta a un niño boliviano que nunca vio el mar)

Que no se me sulfure nadie antes de tiempo. Tengan todos claro que no voy a consignar aquí ni una defensa ni un ataque a la demanda de Bolivia contra Chile frente al TIJ de La Haya. Y no voy a hacerlo, porque no puedo hacerlo, porque los diplos no podemos opinar sobre cuestiones internas de los países en los que trabajamos, y este es un asunto interno entre Bolivia y Chile. Pero que no pueda tener opinión pública, no significa que el tema no me interesa. Muy al contrario: me fascina. Los lectores de esta bitácora conocen de sobra mi obsesión cuasi fetichista con las fronteras, las delimitaciones, y, sobre todo, los pasos de frontera. Deformación profesional, quizá, cualquiera sabe.

Aclarado esto, informo a los no chilenos (los chilenos lo conocen de sobra), que he iniciado esta entrada con un párrafo de un artículo del escritor chileno Pedro Lemebel, fallecido hace unos meses. Elegí esta frase para ilustrar que hay chilenos que defienden que se le dé mar a Bolivia. Pero eso sí, aunque no he visto ninguna encuesta, creo que puedo afirmar que esta es una opción minoritaria dentro del país. Lo que no sé es hasta qué punto es minoritaria, o si queda diseminada dentro de una mayoría indiferente a la que el tema en realidad les trae al pairo. O quizá no, quizá son mayoría los que creen que esa «larga culebra oceánica» es suya y dejémonos de tonterías. Creo que saber esto es tan difícil de saber como el porcentaje real de bolivianos honestamente preocupados por la cuestión, si no habrá muchos que encuentran muy aburrido el tener que participar en la multitudinaria marcha anual por el Día del Mar (multitudinaria, que quede claro, porque la asistencia es obligatoria para  funcionarios, estudiantes, a las empresas públicas, etc). O quizá no, quizá son mayoría los que no se olvidan de que Chile les quitó la costa tras una guerra. En Chile son muchos los que me han dicho que eso demandarte ante La Haya «no son formas». ¿Lo son acaso arrebatarle a un vecino territorio por la fuerza…? he respondido con cara inocente (falsa como Judas).Y ahí los chilenos normalmente me cambiaban de conversación. Ojo, no todos. Un periodista chileno escribía en el diario digital «Mejor que la televisión» «una vez más nos encontramos en este escenario, un vecino que nos pone al día de que vivimos en un barrio en el que, admitámoslo, no queremos vivir… (···) Sí, somos latinoamericanos. Sí, vivimos al lado de Bolivia, Argentina y Perú. Y sí, somos los peores vecinos que se puede tener…»

Pero hay que ser justos con los chilenos. Sí, es cierto, emprendieron sucesivas guerras contra sus vecinos del norte (la primera, para impedir que los dos se unieran para formar una confederación), y se expandieron con el objetivo de ser dueños de las riquezas mineras de la región, no hubo peticiones de anexión por parte de la población local, los tranquilos aymara, que realmente pasaban de ambos países. Pero mientras los chilenos guerreaban al norte, en el sur estaban los argentinos en plan, uy, qué lindo lago, lo vamos a llamar Lago Argentino y es nuestro, uy, qué lindo glaciar, lo vamos a llamar Glaciar Perito Moreno, y es nuestro, y así sucesivamente… y recordemos, de acuerdo con los mapas españoles, en el momento de la emancipación, la Patagonia era TOTALMENTE chilena. Así, tal cual, nada de divisiones, todo era Chile. Y ahora miremos el mapa y veamos como está… En definitiva, sin querer entrar a enjuiciar de forma anacrónica la historia latinoamericana del XIX, lo que está claro es que las nuevas naciones, impulsadas muchas veces por los nunca objetivos ni desinteresados británicos, pasaron de los mapas heredados, y jugaron a la expansión hasta donde los dejaron los vecinos. En ese juego, hubo perdedores claros (Paraguay y Bolivia), pero luego hubo varios que acabaron en tablas, y realmente, si nos ponemos a contar kms ganados al norte, y perdidos al sur, Chile quizá no puede considerarse de los ganadores absolutos.

En todo caso, en estos días de presentación de alegaciones ante el TIJ en La Haya, si uno escuchaba o leía los medios, la impresión era de previa de final de Mundial de fútbol. Algo así como la época del juicio de Argentina contra Uruguay por la planta Botnia ante el mismo tribunal. Y así, el chileno medio ha seguido en directo la presentación de argumentos del equipo chileno, se ha familiarizado con conceptos jurídicos como «acceso soberano al mar», y me he encontrado con algún taxista que me ha reclamado por el hecho de que el coordinador de los abogados de Bolivia fuera español. Por tanto, no me extrañó nada el día que mi Rosa me contó que había estado viendo por la tele una de las sesiones. Después de 10 minutos se quedó dormida (que nadie la juzgue, yo no hubiera aguantado más de 5), y al abrir los ojos, se encontró con Evo Morales plantado en medio de su salita de estar. «Era un sueño», me aclaró Rosa (aclaración nada gratuita: con Rosa, nunca se sabe). El Evo Morales del sueño de Rosa era muy callado, no abrió la boca, y de hecho ella se animó a preguntarle si no le prestaría algo de dinero para que ella pudiera ir a visitar La Paz. A modo de respuesta, él se limitó a mirarla con unos ojos cargados de profunda tristeza. «Tendríamos que darles un poquito de mar, tenemos mucho, no hay que ser avariciosos» concluyó. Le he contado este sueño a unos cuantos amigos chilenos, varios de ellos de talante progresista, todos lo encontraron muy divertido, pero cuando quise ahondar en plan, «y tú, estás de acuerdo con Rosa?», la respuesta fue muy clara, no, imposible, antes quizá, pero ahora que nos han llevado a juicio, nones, que esto no son formas

Abandoné La Paz cuando las taquicardias ya empezaban a disminuir y respiraba mejor. Esperando a mi avión en el aeropuerto de El Alto, pegué la hebra con una pareja, él boliviano, ella chilena, que claramente pertenecían al grupo que en la ciudad cercana al Olimpo, pueden elegir vivir más cerca de la tierra. Con ella me hice super coleguita al segundo de enterarnos que éramos las dos clientes de Iván, el diseñador de alpaca, y estuvimos un buen rato de confidencias. Me contó que llevaba 20 años casada y viviendo en La Paz, pero que aún así, cada vez que volvía de unas vacaciones fuera, nuevamente sufría el mal de altura como si fuera la primera vez. «Hay que haber nacido aquí para no alterarte, no hay otra». Caminamos juntas al avión, y pronto empezamos a jadear. El acceso era una cuesta de varios metros. Hay que ser un verdadero cabrón para diseñar un acceso en cuesta en un aeropuerto a más de 4000 metros de altura. En un momento, ella giró a ver cómo iba su marido, y él respondió a su preocupación con suficiencia viril (aunque jadeaba un poquito, que conste): «nada, estoy bien, soy boliviano, esto no me afecta…». Entonces ella se rió, y se colgó de su brazo: «bueno, pues no presumas tanto, que te fuiste a casar con una chilena…»

Y pensando que igual acababa susurrándole un «te regalo el metro marino …»,  me subí al avión y abandoné La Paz.

(Foto de un trozo de pared de un bar en La Paz)

 

te regalo el metro marino
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