Trabajo de las embajadas

La ceremonia de entrega de credenciales

Hoy tenemos cartas credenciales en el Ministerio. Es la ceremonia en la que los embajadores recién destinados en Madrid entregan sus credenciales a SM el Rey. Las cartas credenciales es el documento oficial que los acredita como representantes de sus respectivos países. En todos los países los embajadores entregan las credenciales al Jefe del Estado. Pero no en todos lo hacen con una ceremonia tan bonita y tan antigua como la que tenemos aquí en España.

Puede leerse todo el relato de la ceremonia en la página del Ministerio. También hay un video en la cuenta de YouTube oficial. Destaca el hecho de que el embajador concreto tiene que ir acompañado de un diplo español. A mí me tocó varias veces hace años y fue de las experiencias más bonitas y divertidas de mi vida profesional. Para empezar, tienes que ir a buscar al embajador a su residencia (o a su hotel, si no es residente), y para ello va un coche oficial a tu casa, con policía. Aún recuerdo la primera vez que llegaron a mi casa de alquiler de entonces, en el barrio de la Florida. La reacción del portero fue alucinante: por el automático me anunció que había venido un policía a buscarme. Y en voz baja añadió: “Oye, que no le he dicho que estés y que no creo que sepan que el edificio tiene otra puerta…” Su cara fue un poema cuando me vio salir del ascensor vestida de princesa. Porque sí, esto es lo bonito del día. Que te puedes vestir de princesa, porque vas al Palacio Real. Los diplos se ponen el uniforme, pero como el uniforme de las diplos lo diseñó una mujer fantástica, pero con unos gustos muy masculinos en lo que a moda se refiere, pues al final ninguna se lo pone, y sencillamente, dejamos volar nuestra imaginación con la sola exigencia de llevar los brazos cubiertos y la falda larga hasta el suelo. Princesa total. Yo ya he explicado mi relación con el tema de ser princesa, y asumo que la inmensa mayoría de las mujeres que me leen estarán, pública o secretamente, de acuerdo conmigo. Vestirse de princesa mola un montón.

Lo habitual es que te empolles cosas del país del embajador que vas a buscar, para que no te falte tema de conversación. A mí una vez me tocó embajadora de país exótico con una presidenta entonces cuyo apellido se me atragantaba, así que fui todo el camino repitiéndolo en voz alta… al final, opté por hablar de «su presidenta», para no correr riesgos… Tras recoger al embajador de turno, te vas con él hasta el Ministerio, en la sede de Santa Cruz. Oí decir que hace tiempo, siglos, para llegar al Ministerio, se hacía un recorrido fijo, que incluía una calle, hoy llamada Calle de Embajadores. Pero ahora se toma el camino más corto que sea. En el Palacio de Santa Cruz esperas en el Salón de Embajadores a que sea tu turno y ya bajas la escalera principal. Tengo una foto maravillosa de una vez en que el vuelo de mi falda se amplió y juro por Zeus que parezco Escarlata O’Hara bajando por la escalinata de Tara. Allí esperas en la puerta. En frente, está la Guardia Real formada, y el oficial al mando saluda al embajador y se pone a sus órdenes. El protocolo dicta que el embajador debe de hacer una inclinación en silencio, pero aquella vez con la Embajadora de país exótico, que llevaba un traje regional ligero, y yo a mi vez vestida de princesa, pero de princesa en primavera veraniega, en un día invernal, y las dos aguantando todo el ritual ateridas de frío;  así que confieso que me pasé todo el momento rogando por lo bajini, “por dios que le pida un caldo caliente, anda, pídele que nos traiga un caldo calentito, que se ha puesto a tus órdenes…”.

A continuación, te subes a la carroza que te lleva al Palacio Real, el otro momento diez de la jornada. No hay nada que mole más que subirse vestida de princesa a una carroza del S.XVIII, escoltada por una guardia a caballo con trajes de época, desafío a cualquiera a mencionar algo más chulo que eso. En ese momento, si el embajador de turno tenía alguna duda de que lo han destinado al país más alucinante del mundo, se le disipan del todo. Una vez fui con uno que suspiró asegurando que era el día más feliz de su vida. Ese fue el mismo que al llegar a la Plaza Mayor, se puso a saludar como un loco a un par de señores que miraban la carroza. Me sorprendió porque era de un país famoso por su contención de gestos, y ahí estaba él, saludando frenético. “Son mis amigos, el Embajador de EEUU y el de Sudáfrica, han venido a verme, ya me avisaron de que me lo iba a pasar muy bien…”. Con otro Embajador, que no era tímido para nada, en cambio al llegar a la Plaza le dio por ponerse a saludar a la gente en plan real. Y yo para no ser menos, claro está, me puse a saludar también. Vivan los novios, gritó algún desubicado incluso.

Y llegas al Palacio Real, en donde la banda toca el himno nacional del país del embajador. Ahí cuando estaba con el Embajador saludador, él me enseñó en un plisplas las palabras del estribillo y entramos los dos cantándolo emocionados. En cambio con el Embajador de país contenido en gestos, me tuve que poner a calmarle los nervios que me había confesado tenía, de pensar que se iba a entrevistar con un rey. Venía, claro está, de una República. Popular.

Te bajas de la carroza (que es muy chula, pero también bastante incómoda, menos mal que el trayecto no es muy largo) y ahí espera un funcionario de Casa Real, que te dirige a la Cámara Oficial, en un camino sólo interrumpido por el oficial de la guardia que vuelve a ponerse a las órdenes del embajador. Y llegas a la Cámara Oficial, y ahí el embajador entrega las cartas credenciales a SM el Rey, acompañado del Ministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación. Tú te quedas atrás, y no acompañas cuando entran a otra habitación, en la que hablan de los asuntos bilaterales (hay todo un trabajo previo de varios días de los departamentos que llevan la relación con ese país, por cierto, para preparar esa entrevista). Aún recuerdo la sonrisa del Embajador nervioso cuando salió. “Su Majestad es un caballero de los de verdad”, me dijo.

Y ya lo escoltas a su casa, pero esto en el vehículo oficial de al principio, saliendo del Palacio Real mientras suena el himno de España. Con el Embajador saludador lamenté más que nunca que no tengamos letra.

Pero la mejor anécdota de aquellas jornadas de cartas credenciales, llegó semanas después. Telemadrid hizo un programa especial sobre el Palacio Real, e incluyó imágenes de la ceremonia, de un día que acompañaba yo, así que salí vestida de princesa subiendo a la carroza precedida de la Guardia Real, que reitero es lo más alucinante que te puede pasar. Al día siguiente llegué a mi gimnasio de barrio, y uno de los fortachones me recibió a gritos mientras dejaba caer las pesas que sostenía. “¡¡¡¡Tíaaaaaaa, que te he visto en la tele!!!!!”, escuché en medio del estruendo de dos mancuernas de 50 kilos cayendo al suelo. Y a continuación cogió su móvil y me obligó a hablar con su madre para confirmarle que, en efecto, era yo la de la carroza. Porque la buena señora no se creía que aquella princesa fuera al gimnasio de barrio al que iba a su hijo… pero yo tan orgullosa de ser una princesa de barrio, que conste. Del barrio de la Florida, para ser más exactos.

cartas credenciales

Conociendo a Gabriela (Mistral)

Hace un par de años abrimos una plaza a concurso en la plantilla del Centro Cultural. En el examen de cultura general, una de las preguntas era: «¿qué persona nacida en Latinoamérica fue la primera en conseguir el Nobel de Literatura?» Atención a la neutralidad buscada del género, podía ser tanto un hombre como una mujer. Pues bien, un 90% de las respuesta fue «Pablo Neruda». Solo unos pocos acertaron que la primera persona latinoamericana en ganar el Nobel de Literatura, fue una mujer nacida en Chile: Lucila Godoy, más conocida como Gabriela Mistral.

Creo que Gabriela ha sido el mayor descubrimiento literario que me ha dado mi estancia en Chile; el otro es Pedro Lemebel, del que ya escribiré. Los dos tienen en común una cosa: sufrieron el rechazo por su diferencia. Los dos se diferencian en que Pedro lo padeció en Chile, mientras que Gabriela se fue.

La Gabriela Mistral que yo conocía antes de venir aquí, era la pedagoga, la maestra, la poetisa dulzona. La que rechazó la línea de los cuentos clásicos occidentales y buscó en la tradición oral latinoamericana, para dar a los niños un placer estético en el relato, la que hizo que Blancanieves fuera velada por enanitos preocupados de que tuviera pesadillas con «lagartos azules y catalinas gigantas» (Catalina: chinita, mariquita). Aquí he aprendido que detrás de su crítica a los cuentos clásicos había toda una teoría pedagógica revolucionaria para el momento: criticaba unos relatos en excesivo moralistas, y con valores en ocasiones discutibles (como la astucia), cuando lo importante era que los niños disfrutaran la poesía y se educaran en ella. Conocía bien a los relatores europeos, y admiró a algunos, como al danés Andersen, al que le escribió un «padrenuestro» precioso: «Padre nuestro, abuelo de niños y viejos… regalador de nuestros sueños… yo te habría llevado junto al fuego y te habría contado la América que tus ojos no conocieron…» Gabriela quiso colocar a Latinoamérica en el mapa mundial, y por eso el acta de adjudicación del Nobel elogió que hubiera hecho de su nombre inventado «un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el continente americano».

Esa es la Gabriela Mistral oficial, la que Chile reconoce como propia con una sonrisa, pero que para muchos, es una sonrisa falsa. Porque detrás había más, mucho más: una mujer luchadora, inconformista, que ya en su región natal, Coquimbo, fue rechazada como inspectora de liceos por leer a filósofos franceses y demás «libros subversivos». La mujer que trató la causa indigenista, cuando nadie hablaba de los indios, ni ellos mismos. La mujer que se solidarizó con su género, cuando ni Simon de Beauvoir lo hacía aún («Por mi voz habla la mujer de clase media y del pueblo… porque a todas nos contaron que íbamos a ser reinas y princesas, pero ninguna lo fue, ni en Arauco ni en Copán…»). La mujer que mostró activa y públicamente su rechazo a la invasión estadounidense en la Nicaragua de Sandino, cuando eso de estar contra los yanquis todavía no era moda en la región. Y, sobre todo, la mujer lesbiana. Esa es la Gabriela que incomoda a cierta sociedad chilena, la que aún rechazan, aunque sea solapadamente. El Neruda comunista es mucho más cómodo y vendible: el político activo de muerte simbólica contra una dictadura, el del bello discurso ante el rey de Suecia, el que dejó unas casas que todo el mundo quiere visitar. Gabriela no militó en ningún partido, murió velada por su compañera Doris, apenas dejó legado físico, y su discurso al recibir el Nobel fue muy discreto, aunque leyéndolo con cuidado se observa una moderna visión americana hacia Europa. Neruda escribió versos de amor que los estudiantes hoy aprenden de memoria en el colegio. La pasión inserta en la correspondencia de Gabriela a Doris, en cambio, hizo temblar a más de un político chileno, «¿qué hacemos con esta Gabrielita…?»

Es impresionante como la Gabriela lesbiana despierta aún escozor en este Chile del siglo XXI, en que se está debatiendo el matrimonio homosexual. Yo soy muy contraria a sacar del armario a personajes fallecidos que nunca quisieron hacer alarde público de su condición, pero otra cosa distinta es ignorar lo evidente: en la Casa Museo de Vicuña, su ciudad natal, estaba la agenda diario de Doris, abierta por la página en la que anotó que Gabriela había muerto. «GM died tonight» y tres días más tarde, otra anotación, «first night I sleep alone». Esta segunda parte no se traduce en el cartel explicativo, sólo si entiendes inglés y miras con atención el pequeño cuaderno te das cuenta de ese detalle. Se lo comenté a la señora encargada en la Municipalidad de Coquimbo de impulsar una ruta turística vinculada a Gabriela. Yo estaba allí con unos especialistas españoles, en unas jornadas que organizábamos con el CNCA chileno sobre turismo cultural. La señora me pareció una mujer estupenda, físicamente recordaba a Gabriela, y charlando de cosas varias le comenté la anécdota del cuaderno de Doris. La señora me miró espantada y me quiso convencer de que Gabriela no era lesbiana, que era todo una fabulación… y cuando se quedó sin argumentos, ante mi estupefacción, acabó suspirando: «con todo la que la rechazan, para qué añadir más leña al fuego…».

¿Tenía razón? No lo sé, que lo respondan los chilenos que me estén leyendo. Gabriela Mistral se recorrió Chile de Punta Arenas a Arica, pero luego partió, a conocer el continente americano, cuya integración defendía, aburrida de un Chile ensimismada y encerrado entre la cordillera y el mar. Y apenas volvió. Fue recibida con honores en los años 50, la última vez que pisó Chile, acompañada de «su secretaria Doris». La misma Doris que luego se negó a donar el archivo personal de la escritora mientras que su país no reconociera que había sido una autora del máximo nivel. El más importante centro cultural de Santiago lleva su nombre, pero disimulado, «Centro GAM». Los billetes de 5000 pesos llevan su rostro. Pero no conozco a muchos chilenos que sepan versos suyos de memoria. Y, aparentemente, pocos saben que fue la primera persona en conseguir el Nobel de Literatura para Latinoamérica, antes que Neruda o García Márquez.

Y en su Coquimbo natal, en una de las sesiones de turismo cultural, uno de los especialistas españoles, Jordi Tresseras, hablando de las distintas opciones novedosas en este campo, mencionó el «turismo gay». «Muchos homosexuales hacen rutas de artistas homosexuales conocidos, podría hacerse aquí lo mismo con Gabriela Mistral…». Un murmullo sordo de varios segundos fue la única respuesta…

 

Gabriela Mistral

 

 

Te regalo el metro marino que quizás me pertenece de esta larga culebra oceánica…

… pequeño niño boliviano, te puedo contar como conocí la gigante mar, y daría todo para que esta experiencia no te fuera ajena. Incluso, te regalo el metro marino que quizás me pertenece de esta larga culebra oceánica. Tanta costa para que unos pocos y ociosos ricos se abaniquen con la propiedad de las aguas. Por eso , al escuchar el verso neo patriótico de algunos chilenos me da vergüenza, sobre todo cuándo hablan del mar ganado por las armas…

(Pedro Lemebel, Carta a un niño boliviano que nunca vio el mar)

Que no se me sulfure nadie antes de tiempo. Tengan todos claro que no voy a consignar aquí ni una defensa ni un ataque a la demanda de Bolivia contra Chile frente al TIJ de La Haya. Y no voy a hacerlo, porque no puedo hacerlo, porque los diplos no podemos opinar sobre cuestiones internas de los países en los que trabajamos, y este es un asunto interno entre Bolivia y Chile. Pero que no pueda tener opinión pública, no significa que el tema no me interesa. Muy al contrario: me fascina. Los lectores de esta bitácora conocen de sobra mi obsesión cuasi fetichista con las fronteras, las delimitaciones, y, sobre todo, los pasos de frontera. Deformación profesional, quizá, cualquiera sabe.

Aclarado esto, informo a los no chilenos (los chilenos lo conocen de sobra), que he iniciado esta entrada con un párrafo de un artículo del escritor chileno Pedro Lemebel, fallecido hace unos meses. Elegí esta frase para ilustrar que hay chilenos que defienden que se le dé mar a Bolivia. Pero eso sí, aunque no he visto ninguna encuesta, creo que puedo afirmar que esta es una opción minoritaria dentro del país. Lo que no sé es hasta qué punto es minoritaria, o si queda diseminada dentro de una mayoría indiferente a la que el tema en realidad les trae al pairo. O quizá no, quizá son mayoría los que creen que esa «larga culebra oceánica» es suya y dejémonos de tonterías. Creo que saber esto es tan difícil de saber como el porcentaje real de bolivianos honestamente preocupados por la cuestión, si no habrá muchos que encuentran muy aburrido el tener que participar en la multitudinaria marcha anual por el Día del Mar (multitudinaria, que quede claro, porque la asistencia es obligatoria para  funcionarios, estudiantes, a las empresas públicas, etc). O quizá no, quizá son mayoría los que no se olvidan de que Chile les quitó la costa tras una guerra. En Chile son muchos los que me han dicho que eso demandarte ante La Haya «no son formas». ¿Lo son acaso arrebatarle a un vecino territorio por la fuerza…? he respondido con cara inocente (falsa como Judas).Y ahí los chilenos normalmente me cambiaban de conversación. Ojo, no todos. Un periodista chileno escribía en el diario digital «Mejor que la televisión» «una vez más nos encontramos en este escenario, un vecino que nos pone al día de que vivimos en un barrio en el que, admitámoslo, no queremos vivir… (···) Sí, somos latinoamericanos. Sí, vivimos al lado de Bolivia, Argentina y Perú. Y sí, somos los peores vecinos que se puede tener…»

Pero hay que ser justos con los chilenos. Sí, es cierto, emprendieron sucesivas guerras contra sus vecinos del norte (la primera, para impedir que los dos se unieran para formar una confederación), y se expandieron con el objetivo de ser dueños de las riquezas mineras de la región, no hubo peticiones de anexión por parte de la población local, los tranquilos aymara, que realmente pasaban de ambos países. Pero mientras los chilenos guerreaban al norte, en el sur estaban los argentinos en plan, uy, qué lindo lago, lo vamos a llamar Lago Argentino y es nuestro, uy, qué lindo glaciar, lo vamos a llamar Glaciar Perito Moreno, y es nuestro, y así sucesivamente… y recordemos, de acuerdo con los mapas españoles, en el momento de la emancipación, la Patagonia era TOTALMENTE chilena. Así, tal cual, nada de divisiones, todo era Chile. Y ahora miremos el mapa y veamos como está… En definitiva, sin querer entrar a enjuiciar de forma anacrónica la historia latinoamericana del XIX, lo que está claro es que las nuevas naciones, impulsadas muchas veces por los nunca objetivos ni desinteresados británicos, pasaron de los mapas heredados, y jugaron a la expansión hasta donde los dejaron los vecinos. En ese juego, hubo perdedores claros (Paraguay y Bolivia), pero luego hubo varios que acabaron en tablas, y realmente, si nos ponemos a contar kms ganados al norte, y perdidos al sur, Chile quizá no puede considerarse de los ganadores absolutos.

En todo caso, en estos días de presentación de alegaciones ante el TIJ en La Haya, si uno escuchaba o leía los medios, la impresión era de previa de final de Mundial de fútbol. Algo así como la época del juicio de Argentina contra Uruguay por la planta Botnia ante el mismo tribunal. Y así, el chileno medio ha seguido en directo la presentación de argumentos del equipo chileno, se ha familiarizado con conceptos jurídicos como «acceso soberano al mar», y me he encontrado con algún taxista que me ha reclamado por el hecho de que el coordinador de los abogados de Bolivia fuera español. Por tanto, no me extrañó nada el día que mi Rosa me contó que había estado viendo por la tele una de las sesiones. Después de 10 minutos se quedó dormida (que nadie la juzgue, yo no hubiera aguantado más de 5), y al abrir los ojos, se encontró con Evo Morales plantado en medio de su salita de estar. «Era un sueño», me aclaró Rosa (aclaración nada gratuita: con Rosa, nunca se sabe). El Evo Morales del sueño de Rosa era muy callado, no abrió la boca, y de hecho ella se animó a preguntarle si no le prestaría algo de dinero para que ella pudiera ir a visitar La Paz. A modo de respuesta, él se limitó a mirarla con unos ojos cargados de profunda tristeza. «Tendríamos que darles un poquito de mar, tenemos mucho, no hay que ser avariciosos» concluyó. Le he contado este sueño a unos cuantos amigos chilenos, varios de ellos de talante progresista, todos lo encontraron muy divertido, pero cuando quise ahondar en plan, «y tú, estás de acuerdo con Rosa?», la respuesta fue muy clara, no, imposible, antes quizá, pero ahora que nos han llevado a juicio, nones, que esto no son formas

Abandoné La Paz cuando las taquicardias ya empezaban a disminuir y respiraba mejor. Esperando a mi avión en el aeropuerto de El Alto, pegué la hebra con una pareja, él boliviano, ella chilena, que claramente pertenecían al grupo que en la ciudad cercana al Olimpo, pueden elegir vivir más cerca de la tierra. Con ella me hice super coleguita al segundo de enterarnos que éramos las dos clientes de Iván, el diseñador de alpaca, y estuvimos un buen rato de confidencias. Me contó que llevaba 20 años casada y viviendo en La Paz, pero que aún así, cada vez que volvía de unas vacaciones fuera, nuevamente sufría el mal de altura como si fuera la primera vez. «Hay que haber nacido aquí para no alterarte, no hay otra». Caminamos juntas al avión, y pronto empezamos a jadear. El acceso era una cuesta de varios metros. Hay que ser un verdadero cabrón para diseñar un acceso en cuesta en un aeropuerto a más de 4000 metros de altura. En un momento, ella giró a ver cómo iba su marido, y él respondió a su preocupación con suficiencia viril (aunque jadeaba un poquito, que conste): «nada, estoy bien, soy boliviano, esto no me afecta…». Entonces ella se rió, y se colgó de su brazo: «bueno, pues no presumas tanto, que te fuiste a casar con una chilena…»

Y pensando que igual acababa susurrándole un «te regalo el metro marino …»,  me subí al avión y abandoné La Paz.

(Foto de un trozo de pared de un bar en La Paz)

 

te regalo el metro marino

El Altiplano: la coca es sagrada

El Lago Titicaca (o Titikaka, como lo veremos escrito en la mayor parte de los carteles bolivianos), es el lago más grande del continente y el más alto del mundo. El Titicaca abre una brecha en la cordillera de los Andes, que desciende desde el Perú hecha una sola cadena y la divide en varios cordones montañosos. Entre esos cordones, se extiende el Altiplano, una inmensa llanura cuya altitud  alcanza los 5000, y que en Bolivia está enmarcada por las tres ramas andinas que recorren el país. Es un paisaje desolador y agresivo, de clima helado, escasas precipitaciones, y frecuentes salinas y desiertos…

Ilusiona contemplar algo que estudiaste una vez hace mucho tiempo en un libro de geografía, en aquellos tiempos lejanos en los que los niños españoles estudiaban Geografía Universal. Ahora no la estudian, por supuesto, aprenden la geografía de su pueblo y de su comunidad autónoma, algo mucho más útil que estudiar una llanura desolada y lejana, muy lejana. Sin embargo esta lejanía no impidió que un grupo de absurdos antepasados, emigrados al Nuevo Mundo, se plantearan instalar una ciudad. La Paz se supone que se llama así porque se fundó tras años de guerras intestinas de los españoles en el seno del Virreinato del Perú, pero yo pienso que fue más bien que se instalaron en el Altiplano, se quisieron matar tras una semana allí, se bajaron unos metros, dibujaron el mapa básico de la plaza de armas y la catedral, y luego se sentaron jadeando: «¿Bautizar la ciudad? Déjame en paz, yo me voy a dormir… solito, que el corazón ya no me da más, dame que mastique eso que rumian estos indios todo el día, dios mío qué mesecito que llevamos, con lo a gusto que estaba yo cuidando ovejas en Extremadura…que no, que no puedo pensar ningún nombre ahora, ¡que me dejéis en paz!!!»

Por supuesto, no es eso lo que nos cuenta Celso, el conductor que nos alcanza al Titicaca, aprovechando el día libre que aún tenemos antes de empezar las reuniones. Él habla y nosotros escuchamos, porque él es un semidios con glóbulos en las venas, y nosotros unos pobres mortales con taquicardias. Celso se compadece de nosotros y nos compra hojas de coca, que él también toma, después de santiguarse: «la coca es sagrada» nos explica. Vaya si lo es, nunca estuve más de acuerdo con otro ser humano. Primero recorremos El Alto, por una única calle de doble sentido sin asfaltar. Celso se despacha con el alcalde, cercano al gobierno de Evo: nos dice que no ha hecho nada de nada, como el de La Paz, y que la gente está furiosa con ambos (pronto veríamos que tenía razón, en las elecciones municipales que se celebrarían unos días después, la oposición le arrebatará el gobierno de ambas ciudades al oficialismo). Por el camino vemos unas construcciones kitch bastante curiosas, una especie de palacetes recargados, de grandes cristaleras coloridas de clara inspiración indígena. Son los «cholets», las mansiones que la ya cada vez más empoderada burguesía aymara se construye. Las casas de los «cholos» nuevos ricos, que incluyen salones de baile en la primera planta, de alquiler para bodas y fiestas de 15. La denominación tiene un poso obviamente insultante, pero en un alarde de profundo sentido del humor, muchos se han adueñado del término, y lo usan con orgullo. Se puede encontrar muchos artículos en internet sobre la arquitectura de los «cholets», cada vez más populares y reconocidas en el extranjero.  Luego nos adentramos en el inmenso y sobrecogedor Altiplano, que es uno de los paisajes más impresionantes que he visto en mi vida. El Titicaca también impresiona, aunque no nos dio tiempo a llegar al punto en que todo el horizonte es agua y solo agua, y tienes realmente la impresión de encontrarte ante el océano, y no ante un lago. Como el Río de la Plata en Montevideo, vamos.

En los días siguientes, ya empezamos las reuniones, pero en los huecos y cenas, aún tuvimos tiempo de observar detalles de una nueva ciudad que empieza a despertar, como los locales y restaurantes de diseño en el bohemio y cuidado barrio de Sopocachi. Vamos encariñándonos con detalles como las «cebras», funcionarios municipales disfrazados de cebras que cómicamente tratan de regular (un poco) el caótico tráfico diario. Aunque la mayor apuesta para arreglar el tráfico, sin duda es el impresionante Teleférico, diseñado a partir de un estudio financiado por la AECID (momento de promoción institucional, jejeje). No se queda en una simple atracción turística, es un proyecto de metro aéreo, con (por ahora) tres líneas que conectan los principales puntos de la ciudad, y coordinado con la red de buses. Todos recomiendan la línea amarilla, que atraviesa Sopocachi, hasta el sur, en donde están los barrios acomodados. Los ricos se las arreglan siempre para vivir mejor, y en la Ciudad Cercana al Olimpo, se vive mejor lejos de éste, mas pegado a la tierra, a menor altura. Los ricos, por tanto, viven a una media de 3000 metros: puro lujo, se nota nada más bajar del teleférico. Allí me desplacé buscando a Iván, el Artezzano, un diseñador local que logra resultados espectaculares y modernos en la clasiquísima y tradicional alpahaca. Una sugerencia de Clara (las buenas diplos siempre logran este tipo de datos), que se plasmó en una mutua admiración, cuando Iván comprendió que yo estaba más que dispuesta a dejarme seducir por nuevas formas y colores.

Volví a subir, contemplando desde el teleférico el mar de construcciones encaramadas hasta lo más alto de los cerros, como si quisieran llegar hasta el mismísimo Huayna Potosí, el alto cerro que parece vigilar que la ciudad no sobrepase sus 6000 metros… porque más allá, pasado el Altiplano, sólo queda el Olimpo…

Y uso la palabra «mar», en esta Bolivia mediterránea, porque justamente de eso tratará el tercer y último capítulo de mi periplo en La Paz…

Altiplano

(Nota para españoles: en Latinoamérica, la palabra «mediterráneo» define a los dos países sin mar, Bolivia y Paraguay, y por tanto «en medio de la tierra»… otro conocimiento perdido con la desaparición de la Geografía Universal de nuestros planes de estudio…)

La ciudad cercana al Olimpo

«¿Va a La Paz? Tiene que salir por nacional, no por internacional» Miro al policia de inmigración chileno un tanto escandalizada, caray, córtense un poco, cómo se pasan ustedes de chulos, estoy a punto de decirle, mira que considerar La Paz como un destino nacional… pero nuevamente me traiciona mi disponibilidad a creer cualquier situación surrealista en lo que a pasos de frontera latinoamericanos se refiere. No es que los chilenos consideren La Paz un destino nacional, es que los trámites de inmigración se hacen en Iquique, ciudad en la que el avión hace escala. Cuando compré el billete, pensé que la pésima conexión se debía a las rara vez cordiales relaciones diplomáticas entre ambos países, luego veré que la capital chilena tiene de las mejores conexiones con su equivalente boliviana de la zona: mis colegas de Argentina, Paraguay y Uruguay llegarán tras periplos de horas, mayormente nocturnas, y largas esperas en Santa Cruz de la Sierra.

Viajo a una reunión de directores de Centros Culturales de la zona, y por los escasos vuelos semanales que oferta LAN, que ya digo que luego veré es una oferta comparativamente buena, tengo que ir dos días antes. Es poner un pie en La Paz, y darme cuenta de que dos días de aclimatación igual no es algo tan malo… una oye hablar del mal de altura, del apunamiento, las distintas historias, y luego simplemente aterrizas a más de 4000 metros de altura, que es donde está el aeropuerto de El Alto, y te das cuenta de que el tema es mucho más serio de lo que te habían advertido. Te subes al taxi para bajar a La Paz, que está más abajo que El Alto (suerte de ciudad dormitorio sobre las cumbres de la capital), pero todavía a más de 3500 metros, por lo que el tema apenas remite. Qué narices estaban pensando mis antiguos compatriotas colonizadores para plantar una ciudad allí, es algo que se me escapa. Y de hecho la colocaron aún más alto, en pleno altiplano, se bajaron tras vivir allí una semana, con un frío espantoso y una climatología que impide que crezca absolutamente nada. Un guía me explicará que les interesaba la locación por el oro del río, pero yo no termino de entender la ventaja de encaramarse tan arriba. Porque, sepan mis estimados lectores, que la altura afecta. Y cuando digo que afecta, es que afecta. Durante los siguientes días, caminaré cual viejita asmática, me enfrentaré a las cuestas de la ciudad o a cualquier escalera como si del Everest se tratara, y me quedaré sin aire y con taquicardia a cada poco.

En los primeras horas de trance me acompaña Gastón, el director del Centro en Rosario. Temblorosos y jadeantes llegamos al lindo hotelito de arquitectura colonial en el centro de la ciudad, junto a la iglesia de San Francisco, y con nuestras menguadas fuerzas nos sentamos a tomar el primero de los cientos de mates de coca que tomaremos durante la semana. Algo más respuestos, gatearemos por la empinada vecina calle, llena de tiendas turísticas, y de casas de cambio, para luego bajar (en La Paz no se camina en realidad, se sube o se baja) al hermoso edificio restaurado que ocupa el Centro Cultural de España en La Paz. El recorrido nos mantiene en una permanente sensación de caos ruidoso, lidiando con un tráfico endiablado que nunca remite (cruzar la calle es un ejercicio de alto riesgo), y siempre con miriadas de personas deambulando a todas horas, un día que finalmente logramos trasnochar un poco comprobaremos que la afluencia no baja. Población variopinta, muy joven de media, que combina a encorbatados ejecutivos con «cholas» con mil refajos, trenzas y un absurdo sombrero tipo bombín que sostienen en un admirable equilibrio. Luego me contarán que los refajos fue una imposición de los españoles, que consideraron que el verdadero traje típico, una falda que dejaba las piernas al aire, era poco decoroso; para el bombín hay cientos de teorías, siendo la más curiosa la que afirma que a las costas bolivianas, cuando aún Bolivia tenía costa, llegó una vez un barco cuya mercancía incluía bombines, que se tiraron al descubrir que habían llegado estropeados, para ser recogidos con emoción por las lugareñas.

Llegamos al Centro Cultural en un estado jadeante lamentable, y el equipo hispano-bolivianos nos contempla con la superioridad que otorga una sangre con glóbulos suficientes… aunque acaban reconociendo que aclimatarse del todo, uno no termina de hacerlo, si no has nacido allí: el cuerpo se acostumbra, sí, pero las taquicardias, la mala calidad del sueño, las pesadillas, las dificultades para concentrarse, el quedarse sin aire, es algo que, de alguna manera, se mantiene latente. De nuevo, no sé en qué estaban pensando nuestros antiguos compatriotas colonizadores, con lo listos que estuvieron en Santiago o en Montevideo…

Y sin embargo, en los siguientes días, acabaré encontrándole su aquel a La Paz, esa ciudad cercana al Olimpo, que pareciera hubiera sido planteada para semidioses, y no para simples mortales…

La Paz

 

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