Caupolicán y el clavicordista de la princesa

Las amigas se miran en silencio alrededor de una mesa con vasos de cerveza y vino… el silencio es denso, cargado de tensión… nadie habla, hasta las respiraciones pesan… de pronto, unos murmullos…  Caupolicán se podía haber quedado quietito con el tronco de las narices, Rubén Darío podía haber escrito sobre puñeteras golondrinas como todo el mundo, que son inmediatamente reprimidos por las miradas asesinas del resto. Y vuelve el silencio cargado de rencor acumulado…

Veinte años atrás. Primavera. Una clase de un instituto de secundaria en algún lugar de España… los alumnos escuchaban la explicación de doña Carmen, la profesora de Literatura. La lección del día era sobre Rubén Darío, y en España los alumnos estudian a Rubén Darío con el poema «Caupolicán», aquel que relata el nombramiento del líder araucano como «toqui» de la tribu mapuche tras cargar un pesado tronco…. una alumna fue invitada a leer en voz alta su comentario de texto… doña Carmen escuchaba, haciendo girar el bolígrafo entre sus manos en un gesto característico, el resto de la clase seguía las palabras en medio de un sopor llevadero y soportado sólo por la perspectiva de que ya quedaba menos para salir al recreo y disfrutar del sol primaveral. Y de pronto, la voz de la alumna concluyó «…y entonces, Caupolicán muere». El bolígrafo se detuvo, las miradas extrañadas de los alumnos se posaron sobre su compañera, mientras ella insistía: «está claro, se muere al final». Doña Carmen intervino con calma adquirida de años de enseñanza, «¿de donde sacas esa idea?» «del mismo poema, lo dice clarísimo: e irguióse la alta frente del gran Caupolicán… está clarísimo, se muere» «¿cómo se va a morir si alza la frente?!!» «Como los cisnes, alzan la cabeza antes de morir, es una metáfora del poeta»

Y entonces siguió un animado debate sostenido por la alumna (Alba), doña Carmen y las amigas de Alba, que trataban de convencerla en vano, mientras el resto de los alumnos, a los que les tocaba un pie el destino de Caupolicán, veían con desánimo que ese día saldrían retrasados al recreo…

Años después, Alba y sus amigas se seguían encontrando regularmente. La vida les había ido llevando por distintos caminos y geografías, pero aún así, lograban coordinar sus agendas para encontrarse en su ciudad natal de vez en cuando. Reían, se emborrachaban, recordaban anécdotas juveniles, lo normal de ese tipo de encuentros. Lo malo es que siempre, de una manera u otra, el recuerdo de Caupolicán volvía, y entonces, con la misma pasión adolescente, y el mismo convencimiento absoluto, Alba nuevamente defendía que Caupolicán muere al final del poema, provocando la misma febril discusión de antaño, pues el resto seguía sin rendirse en su afán por sacar a su amiga de su error absurdo.

Los años pasaban, y la discusión se repetía con idéntica intensidad una y otra vez. Hasta que una vez, pasados 20 años desde aquella fatídica clase, las amigas acordaron reunirse una hora antes de que llegara Alba. Llegaron al bar acordado para la cita, se sentaron, pidieron bebidas y escucharon a Angélica, organizadora de la reunión, resumir los sentimientos comunes del grupo: «creo que es hora de asumir nuestro fracaso, nunca convenceremos a Alba de que Caupolicán no se muere al final del poema, y no vale la pena que sigamos intentándolo» Las demás se mostraron de acuerdo, era mejor olvidar el maldito asunto de una vez por todas. «Vamos, ¡es que es ridículo después de tantos años! siguió Angélica, animada por el éxito de su discurso, «es como si ahora nos pusiéramos a discutir de cuándo Lucía decidió que se había muerto el clavicordista de palacio…»

Para qué. Todas miraron a Angélica horrorizadas, que deseó que la tierra la engullera para siempre por el cataclismo que acababa de desencadenar con su palabras, y en seguida, Lucía empezó la más fiera argumentación de su vida… Porque los niños en España cuando estudian a Rubén Darío, no sólo leen sobre la gesta de Caupolicán y el tronco, también analizan el poema de la princesa triste, qué tendrá la princesa, con suspiros que escapan de su boca de fresa…

Veinte años menos unos cuantos días. Primavera también. Sopor llevadero y soportado únicamente por la perspectiva de un cercano recreo bajo el sol. Una alumna lee su comentario de texto seguida pacientemente por doña Carmen haciendo girar su bolígrafo entre las manos… hasta que de pronto, se escuchan sus palabras: «la princesa está triste porque se ha muerto el clavicordista de palacio…» Bolígrafo que se detiene, miradas sorprendidas, mientras Lucía ahonda en su afirmación: está mudo el teclado de su clave sonoro… ¿veis? por eso está triste la princesa, porque se ha muerto el clavicordista de palacio y ya nadie toca el clavicordio para ella…» Doña Carmen suspira, la calma adquirida de años de enseñanza puesta finalmente un poquito a prueba, mientras las amigas de Lucía y Alba se enfrascan en una nueva discusión furiosa, bajo la desesperación del resto de la clase, que nuevamente ven evaporarse su recreo bajo el sol por la insistencia de esas petardas en matar a todo aquel salido de un poema de Rubén Darío.

Y la discusión seguía, veinte años después. Pero el problema aquí no era tanto por si la príncesa estaba realmente triste porque nadie le tocaba el clavicordio («¿soy yo la única que ve la obsesión sexual clara que subyace en esa interpretación absurda??!!» había gritado una vez Angélica en plena pelea), sino porque en el grupo nunca llegaba a haber acuerdo sobre quién había protagonizado la anécdota: la mitad estaban convencidas de que había sido Lucía, mientras que ésta, furiosa, sostenía que ese comentario de texto era también de Alba, que no contenta con matar a Caupolicán, también se había propuesto matar al clavicordista de la princesa.

La discusión se alargó durante una hora, en voz en grito. Ataques, reproches, acusaciones, heridas mal cerradas y rencores añejos fueron sucesivamente lanzados como armas arrojadizas entre las antiguas amigas, hasta que finalmente el dueño del bar, las amenazó con expulsarlas si seguían armando escándalo. Y entonces todas se callaron. Y esperaron en tenso silencio la llegada de Alba. Todas asumían que la amistad del grupo pendía de un hilo, y se preparaban para intentar por todos los medios evitar el tema prohibido en las siguientes horas. El temor era generalizado, todas sabían que cualquier conversación banal acabaría más pronto o más temprano en Caupolicán, en la princesa triste o en su clavicordista.

Y en estas llegó Alba, «¿lleváis mucho rato esperando?»… la chica no pareció reparar en las caras ceñudas de sus amigas y siguió hablando: «¿A que no sabéis quién se ha muerto?… Doña Carmen, la profe de Literatura del instituto, ¿os acordáis de ella?…estaba ya muy mayor, pobrecita… joder, cómo la volvimos loca con lo de Caupolicán y el clavicordista, ¿os acordáis?… qué fuerte… bueno, ¿pido otra ronda?…»

Aquella noche se alargó más de lo habitual. Las amigas bebieron, rieron, lloraron, se emborracharon, cantaron un poco, y sobre todo, recordaron. Recordaron tiempos pasados, amores y momentos que habían parecido sepultados por el tiempo, decepciones, ambiciones, sueños conseguidos y sueños frustrados. Y al final se abrazaron llorando. Porque si veinte años después seguían preocupándose de si Caupolicán moría tras cargar su tronco, es que ellas seguían vivas.

(Inspirado muy libremente en una anécdota de juventud. Dedicado a las verdaderas Alba, Angélica y Lucía)

2 Comments

  1. _C@rlos_ - 3 enero, 2014

    Jajajaja… ¡Qué entretenidamente relatada anécdota de juventud!… el primer escrito del 2014… Eh Eh Eh!. Besos. Carlos.

  2. Bronte - 6 enero, 2014

    Gracias Carlos! Da gusto siempre contigo…

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