El olor de nuestra vida

Los diplos somos tuaregs errantes que nos empeñamos en recorrer el mundo con metros cúbicos a cuestas, aprovechando que la mudanza es algo que el Ministerio aún no nos recortó. Nos sometemos pacientemente al suplicio de poner patas arriba nuestros pequeños universos domésticos cada 3-4 años, y aguantamos con paciencia (los ansiolíticos son buenos aliados) el ver desmontada periódicamente nuestra cama y quedarnos sentados en el suelo del que ha sido nuestro hogar, rodeados de paredes frías desnudas…

Mi suplicio empezó el viernes. Recién llegada de España, ya sabía que no tendría tiempo de despedirme nuevamente de mi hogar, tal y como lo conocí en los últimos 4 años, así que antes de irme ya había pasado por la ceremonia del adiós, acompañada de amigos que fueron viniendo en tandas durante toda una tarde. Ellos también tenían que despedirse, de los objetos claro está, de los trastos mudos que durante cuatro años atestiguaron risas, conversaciones, bailes, alguna que otra lágrima y pensamientos. Los trastos nos acompañan, merecen nuestro respeto, yo digo sin rubor que mi lavavadora y mi Thermomix son mis amigas (con el lavavajillas la cosa ha estado siempre en términos más fríos, y de ahí que me decidiera a venderlo antes de irme)… por eso es estresante verlos ser embalados, envueltos, empacados, arrancados de su lugar y puestos en un camión para recorrer miles de kilómetros antes de encontrar un nuevo hueco en nuestro universo doméstico particular.

Los operarios de las empresas de mudanzas son hormiguitas incansables. Yo pensé que pasarían todo el viernes con el salón y comedor, pero en apenas dos horas habían terminado y se dirigieron seguros a la cocina, en donde de nuevo pensé que se quedarían ya el resto del día, y que yo tendría entonces tiempo de enfrentarme con cierta calma a un suplicio añadido: seleccionar lo que nos vamos a llevar en las dos maletas que nos acompañarán en las semanas que viviremos en nuestro nuevo destino sin casa y sin enseres. Pero apenas tuve unas horas, en seguida se acercaron amenazadores a mi zona más privada de la casa, qué embalamos ahora, y poco a poco les tuve que ir dando pedazos de mi vida, como carnaza a leones, ahí podéis empezar con los libros, mi música, mis comics, mi mesa, mis lámparas, mis cuadros, no, no toquéis aún las cajas con ropa, aún no me decidí… pero fue inútil, tuve que ir transigiendo, las cortinas, las fotos, el espejo, las sábanas, las toallas, todo iba desapareciendo en pilas y más pilas de cajas, mientras yo intentaba aún decidir si era muy desubicado aterrizar en Santiago con sólo 5 pares de zapatos… en segundos mi vida era devorada por esas termitas, esto se queda o lo embalamos, preguntaban una y otra vez, y yo desesperada ante el cúmulo de absurdos que uno apila durante cuatro años de vida… (Señores del Tribunal Penal Internacional: ¿para cuándo la erradicación de la faz de la tierra de los mercadillos artesanales…?!!!!)

Señora, gritó uno, mire que la guitarra está muy rota… yo sonreí tiernamente al contemplar mi guitarrita, y con cariño fui a explicarle al muchacho, sabes por qué es normal que esa guitarrita esté para el arrastre… pero me detuvo su mirada franca, el tipo tenía clara la respuesta: «porque te la compraste de niña, y eres vieja», lo que redujo mi ya atribulado ánimo al nivel de las Marianas… menos mal que luego cacé al mismo muchacho aprobando con sonrisa traviesa la caja con mi ropa interior y lanzando miradas fugaces a mis tetas, lo que me alivió un poco.

Y finalmente se fueron. Ya no queda nada, todo envuelto y empacado. Sólo quedó mi cama, último bastión, negociado de antemano con la empresa de mudanzas, que espera hasta el último día para arramblar con ella. Ahora lamento no haberme quedado con unos tacones negros que van con todo, por si tengo algún evento de noche formal en mis primeras semanas de trabajo, pero ya es tarde, las cajas ya están selladas y numeradas, clasificadas amorosamente con colores, y sólo tengo opción a estas alturas de decidirme entre los bolsos y los abrigos. Nada de recuerdos, tengo compañeros que cargan sus maletas de fotos y demás elementos sentimentales, temerosos de que su contenedor acabe en el fondo del mar, o despeñado por un precipicio, unos zapatos siempre pueden sustituirse, la foto de boda de tus abuelos, no. Pero yo soy una optimista nata y quiero pensar que volveré a ver mi guitarrita al otro lado de los Andes en unas semanas, así que sólo llevo ropa en la maleta. Y el portátil y el iPad, obvio, tonterías las justas.

La primera vez que entré en mi casa montevideana, decenas de cajas se apilaban contra las paredes desnudas, eran los trastos de mi predecesora, de quién heredé la casa. Y ahora que me voy, vuelve a acompañarme el mismo decorado. Allá donde haya un diplo, habrá una caja de cartón. Como bien dijo mi amiga Miryam, de paso este finde por este lado del río de la Plata para comprar unas sillas Le Corbusier (más trastos…), este olor a cartón fresco de embalar, es el olor de nuestra vida…

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