El olor de nuestra vida (II)

Hoy llegó mi contenedor.

Un diplo expatriado con el olor de cartón recién cortado como olor básico de su vida, experimenta una sensación de alegría y desazón cuando esas palabras se hacen realidad: por un lado, la obvia alegría de poder tener tus cosas de nuevo; por otro, la desazón de saber que pronto tu vida volverá a ser invadida por las sempiternas cajas…

Mi contenedor llegó hoy. Salió de Montevideo tras un periplo inesperado (ingénuamente inesperado, Zeus Todopoderoso me ama y quiere que aprecie la futilidad de lo material asegurándose de que mis mudanzas siempre lleguen con retraso, no sé de qué me sorprendo a estas alturas, leñe), que mirándolo por el lado positivo me ha permitido conocer la diferencia entre un camión exclusivo y otro consolidado (atención, expatriados, NUNCA contratéis un camión consolidado!!!). Atravesó la pampa argentina, y el viernes llegó al Paso del Libertador. Durante este fin de semana los funcionarios de las aduanas argentina y chilena se pasaron por el forro de los calzones el principio de inviolabilidad de los bienes diplomáticos y se dedicaron a abrir un buen número de MIS cajas. El lunes pasó el SAG (el control sanitario chileno), en donde debían estar convencidos de que yo llevaba el jamón de pata negra escondido en la librería, si no, no me explico que abrieran todas las cajas de libros, y dejaran intactas todas aquellas que tenían bien clarito puesto: restos de la despensa (si algún funcionario del SAG me lee, que no se altere, allí sólo iban botellas de vino, permitidas todas…). El martes bajó la serpenteante carretera de bajada de los Andes, despacito porque justo  había nevado muchísimo este fin de semana (Zeus, eres un cachondo mental, así de claro te lo digo), y hoy, ¡llegó a mi nueva casa en Providencia! (nota para no chilenos: Providencia, barrio de Santiago)

El procedimiento es siempre similar, pero aún así, la ilusión permanece intacta: se chequean los sellos de seguridad que certifican que el contenedor es el propio y no hay nada añadido (en mi caso, algo ridìculo, después de que funcionarios argentinos y chilenos se hayan pasado el finde abriéndome cajas, pero bueno, hacía ilusión), y después te dan una hoja con números que vas tachando conforme van saliendo cajas, una tras otra. Así que hoy los tipos iban gritando, «¡la setenta y tres, siete-tres, la cincuenta y seis, cinco-seis…! y yo tachando, y para cuando ya rozábamos la caja 165 (uno-seis-cinco), yo ya no sabía si cantar bingo o echarme a llorar… Señores del TPI, nunca me cansaré de decirlo, urge la tipificación del delito de comercialización de artesanías típicas absurdas… Eso sí, cuando reconocí el bulto que contenía mi guitarrita, el corazón me dio un vuelco de la alegría.

Cuando terminan con las cajas, empiezan los muebles. Ahí los operarios inician su propio ritual, miran el bulto, lo sopesan, lo rodean, miden el ascensor, el hueco de la escalera, niegan con la cabeza repetidamente, y te hacen gestos que una interpreta como «oiga, el sofá este, ¿no le serviría igual en la escalera, de verdad lo necesita dentro de la casa…?» Al final, suben todo, por el ascensor, por la escalera, encaramado con polea por el balcón, y tú los contemplas jadear mientras cargan con tus muebles, a veces incluso sientes la necesidad de explicarles la historia del mueble en cuestión, ese es el sillón de mi abuela, una reliquia, me acompaña siempre… y aunque el tipo te deja bien claro con la mirada que maldito lo que le importa, y que te apartes, leñe, que el p… sillón pesa y lo estoy llevando a cuestas, una sigue, incontinente, y mira que es viejo, pero le tengo mucho cariño, ni siquiera le quiero cambiar la tapicería, con lo desgastada que está, pero me encanta así… Y al fin, cuando parece que ya han subido todo, llega la guinda del pastel, el Mueble Maldito. El Mueble Maldito es ese mueble absurdo, puede ser una cómoda, un canapé, un escritorio, un secreter, heredado o adquirido en momento especial, siempre con una historia emotiva vinculada, y siempre con dimensiones completamente desproporcionadas que ponen en jaque a los operarios. En mi caso, se trataba de una vitrina, mi bendita vitrina, comprada en un momento de debilidad con Aurora en un remate de antiguedades vejestorias en el sector cutre de la Casa Bavastro, restaurada con mimo, esas peleas con El Portugués (el herrero montevideano de nombre verdadero desconocido), para que copiara exactamente las varas de hierro de soporte de las estanterías de cristal… Aún recuerdo lo que fue empaquetarlo, los operarios uruguayos llamando por radio, atención, control, esto no es una estantería como nos dijeron, es una especie de pecera de cristal gigante… Ahora la pecera cruzó los Andes, y los operarios chilenos se enfrentaban al desafío de subirla a mi salón tras constatar que la puerta del ascensor era exactamente 4 centímetros menos alta. Al final subió por la escalera, los 6 operarios cargando con ella, mientras yo les seguía, solidaria, dándoles ánimos mientras les contaba la historia de la vidriera (yo creo que así la subieron más rápido, aunque sólo fuera para que me callara de una vez). Y llegó. Intacta.

Una vez vaciado el camión (hay que comprobar que no queda nada en él y que todos los numeritos se han tachado), empieza la segunda parte: el desembalaje. Ese es el momento en que una sueña en desembalar tranquilamente, dedicando tiempo a cada caja, decidiendo con calma donde colocar cada objeto en el nuevo hogar, dejar amorosamente los cuadros apoyados en las paredes para que cada uno encuentre de forma natural el hueco que va a pertenecerle, dedicar un rato a cada papel, clasificarlo bien de una vez por todas, pensar en formas imaginativas de destruir cada artesanía ridícula comprada en mercadillos del infierno… pero eso es un sueño, por supuesto, en la vida real, los operarios tienen unas horas que dedicarte (y gracias), y si no dejas que ellos abran las cajas, te tocará hacerlo a ti, incluyendo el sacar los kilos y kilos de cartón al basurero. Así que yo hoy me resigné, y traté de conservar algo de orden en medio de la locura, fui colgando mi ropa (¡mi ropa interior me la guardo yo!), me emocioné viendo las notas manuscritas de mi (nunca suficientemente añorada) Elena, que amorosamente había ordenado y clasificado todas las prendas, y mientras tanto trataba de lidiar con el operario-terremoto que en segundos iba sacando mis vajillas y cuberterías en la cocina, señora, ¿esto donde lo pongoooo?, me desesperaba descubriendo los primeros rasguños y bollos de cada mueble (los operarios se apresuran a señalarlos para que luego no los responsabilices), y me iba preocupando conforme veía que los tornillos interiores de la bendita vidriera no aparecían por ningún lado. Y por supuesto, conforme seguía escuchando la bendita pregunta, señora, ¿esto donde lo pongooooo?, empecé a responder con el mayor de los clásicos: déjelo en ese rincón, que ya lo ordenaré yo. Muchas veces, esa caja pasará años sin abrir bajo una cama y así de intacta saldrá para la siguiente mudanza.

Ya se fueron. Mañana vuelven, terminarán de desempacar y un supervisor sacará fotos de las cosas estropeadas. Mi nueva casa está cubierta de cajas, papeles de desembalar, muebles mal colocados, libros apilados y ropa a medio colgar. Yo quería dormir esta noche ya en mi cama, pero (San) David me convenció de que pasar por el martirio de buscar las sábanas y las almohadas en medio de esa locura sería el trago menos recomendable en mi situación mental actual, y que era mejor que me quedara a dormir con Juancho una noche más. Pero mañana tendré que enfrentarme a las cajas: el viernes es el bendito 12 de octubre y tengo que decidir qué abrigo llevar para la ofrenda a O’Higgins y a Colón, que estas cosas suelen eternizarse y siempre me hielo ante los próceres de la patria (señor, esos vientos helados orientales en la Plaza de la Independencia ante Artigas…); y las sábanas tendrán que salir, que el finde llega mi prima Soli de visita (¡mi primera visita en Chile!) y no la voy a mandar a un hotel por no tener sábanas en las camas…

Mañana. Mañana será otro día. Aunque el olor seguirá siendo el mismo. El olor de nuestra vida…

2 Comments

  1. MAYTE - 11 octubre, 2012

    hola seño!!!
    como siempre, interesantisimos tus relatos y muy bien redactados, amenos, solo una ideilla , ¿¿¿porque no dejas en tu perfil el nombre de cada país por donde vas pasando??? ahora pone: Santiago, Chile, ¿¿es posible que salgan todos????
    un abrazote desde tu tierra grana!!!!!
    ayer vi a tus papis,solo unos momentos, están fenomenal y tu mae mas guapa!!!
    mayte

  2. Bronte - 23 octubre, 2012

    Pues mira, no lo habìa pensado, voy a ver si lo pongo. Un beso y gracias, nos hablamos, tus fotos què chulas que son!

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