Enero a mil

Pasó mi primer enero en Santiago, me habían avisado ya de que el mes era muy animado (nada que ver con Montevideo, aquí el equivalente del agosto español es febrero), pero la realidad ha superado con creces mis expectativas. Dos hechos han contribuido a ello: primer lugar, la buena tanda de visitas que han cruzado los Andes para estar conmigo, y segundo, la estupenda oferta cultural, empezando sobre todo con el conocido festival de teatro Santiago a Mil, que este año cumplía 20 años y que al parecer debe su nombre a sus primero tiempos, cuando la entrada costaba mil pesos (chilenos, unos dos dólares, difícil de imaginarse…).

La primera obra la fui a ver con Gerardo y Gastón, a una adaptación de una obra de Eugène O’Neill, «Distinto», nos la recomendó MªInés porque el director (Alfredo Castro) es una institución en el teatro chileno. A mí la historia no me contó mucho, y el montaje me recordó bastante al teatro más institucional uruguayo. En todo caso, mis invitados orientales y MªInés se enamoraron locamente a la salida, es lo que tiene la francofilia, dios cría a estos latinoamericanos que gustan hablar en francés a la primera ocasión, y ellos se juntan…

Ya en seguida empezaron los espectáculos internacionales del festival. Empezó con Sacha Waltz, de la escuela de Pina Bausch, «Travelogue I», en el Municipal de Santiago; fui con G&G además de Violeta, que también pasó esos primeros días del año conmigo. Nada más empezar , Violeta y yo nos miramos con horror pensando que iba a ser un espectáculo de danza moderna soporífero, pero nada más lejos, estuvo genial, unos seres extraños bailando en una habitación en torno a un trozo de pan, una nevera o un pollo congelado, a un ritmo enloquecido pero perfectamente sincronizados. Aunque lo disfrutamos, las dos somos unas ignorantes sin complejos, así que a la salida corrimos a Gerardo a que nos lo explicara todo. Él, magnánimo nos despachó diciendo que era una alegoría de la inmediata y vertiginosa sucesión de eventos de la vida actual, y las dos nos quedamos tan contentas.

El festival este año tenía participación española, un espectáculo callejero de Carres de Foc (los organizadores creen en el futuro de los montajes callejeros) y dos obras de Roger Bernat, un catalán que ha trabajado mucho espectáculos sin actores, con la interacción con los públicos. Fa y Robert apenas tuvieron tiempo de dejar las maletas, en seguida estábamos camino del teatro a ver «Pendiente de voto», una idea muy inteligente, nos daban unos aparatitos con los que el público podía votar y se convertía en una suerte de parlamento, que tras conformarse en soberano y negarle el voto a los «extranjeros» (los que habían llegado tarde), eligió presidente, ejército, tribunal constitucional y votó sobre toda suerte de temas. La premisa de Bernat era sugerente, «los políticos llevan décadas haciendo teatro, ahora los teatreros nos dedicaremos a la política», y el resultado tuvo momentos muy buenos, yo disfruté particularmente el momento en que nos hicieron cambiar de sitio y nos colocaban por parejas, con aquella persona del público con la que habíamos coincidido más en la primera tanda de votos… las «parejas» resultantes eran curiosas, a mí me tocó con un veinteañero de indumentaria hippy que creó se cuestionó toda su ideología al ver que había votado lo mismo que yo. A la salida, comentamos la obra con Alejandra, que trabaja en Minera Escondida, la principal auspiciante del festival. Ambas estábamos de acuerdo que la uniformidad que mostró el público (en cosas como el pago de impuestos, la sanidad pública, el aborto o la cuestión mapuche), hubiera sido radicalmente distinta si la obra no se hubiera representado en una sala de la Universidad de Chile, sino en un teatro como el Municipal de las Condes. Lo resalto porque Bernat comentó luego en una entrevista que le hicimos en la radio del Centro, que le había sorprendido la homogeneidad de las decisiones, cuando en realidad yo cada vez veo más que chilenos y españoles nos parecemos muchísimo en nuestros alineamientos divisorios radicales, nuestra derecha y nuestra izquierda más extremista tiene su espejo al otro lado de los Andes. Seguí con esa idea con la siguiente obra:»El año que nací», en la que once hijos hablan de sus padres, cada uno representando un segmento sociopolítico distinto desde Patria y Libertad (el partido fascista chileno) hasta el MIR (la izquierda revolucionaria). Exilados políticos, económicos, simpatizantes de Pinochet, todos hablaban y sacaban a relucir sus recuerdos, divertido cuando hablaban de los apagones provocados (somos el único país del mundo que tiene un color llamado «paquete de vela»...). Lo más destacable era que los actores eran los hijos reales, es decir, que hacían de sí mismos, con lo que la cercanía era increíble, terminaban contando cómo se sentían ahora que habían compartido con el público su experiencia, desde el que mostraba a su propia hija orgulloso, a la que reconocía que su madre le ha retirado el saludo… A esa obra pude entrar de milagro, porque por entonces empezaba la Semana de Programadores, yo estaba acreditada y tenía reserva para determinados espectáculos, pero aún así, ¡había overbooking!… qué felicidad, overbooking para ir al teatro…

Siguieron mas obras, una argentina, «Qué me has hecho, vida mía», sobre una actriz peronista, Fanny Navarro, que al caer Perón fue condenada al más horrible de los ostracismos. El sectarismo cultural que se observa en su triste historia da bastante miedo porque, como me comentaban algunos programadores argentinos (y venezolanos) a la salida, la situación dista mucho de ser cosa del pasado… Llegó otro de los platos fuertes del festival, «El centauro y el animal», de la compañía francesa Bartabas. Francia era país invitado del festival y había debutado con un espectáculo callejero impresionante, unas jirafas gigantes desfilando por Providencia y la Alameda. Esta obra en el Municipal de Santiago era  una especie de diálogo entre un hombre y un caballo, o algo así, era un espectáculo visual hermoso, pero bueno, a la salida era un poco como con la trilogía de Kieslowski, unos pocos flipando a gritos de la profundidad del mensaje y el resto calladito temiendo reconocer que se le había hecho largo… Hasta que apareció Roser Bru, toda ancianita, agarrada del brazo de sus nietas, que con la tranquilidad que debe de dar haber salido por patas de la España postguerra, recorrido el Atlántico en el Winnipeg y llegado a un país desconocido, para aquí convertirse en una de las mejores artistas plásticas de su generación, declaró que se había aburrido porque la obra no contenía elementos de sorpresa. Y ahí ya el resto nos atrevimos a expresar en voz alta nuestra verdadera opinión…

Llegó ya mi último invitado de enero, Leandro, que obviamente venía con unas ganas locas de ver teatro. Con él fui al último estreno de Guillermo Calderón, «Escuela», para el que había una gran expectación. Se trataba de una clase, teórica y práctica, a unos terroristas, que adivinas están en la dictadura pinochetista, pero que al final te parece pudieran estar en cualquier otra banda armada. Yo iba con cierta aprensión, porque a un programador peruano le había molestado (como peruano, me cuesta ver el terrorismo como se ve en otras partes de América Latina), y una de las actrices de hecho había renunciado en el último momento, aparentemente por razones morales, por lo que el propio Calderón había tenido que sustituirla. Pero me gustó, quizá porque yo la vi bajo un prisma tristemente burlón, sentías una mezcla de asco y compasión por ese grupo miserable de desgraciados iluminados recibiendo clases sobre la plusvalía, y pude imaginarme perfectamente a unos niñatos de la «kale borroka» en esa misma situación. ¿Qué pasará cuando ganemos? preguntaba un «alumno». Nada, como no nos gusta el poder, acabaremos volviendo a rebelarnos, porque está en nuestra naturaleza luchar contra el poder, el que sea… Quizá le faltó un golpe de efecto final, que los alumnos hubieran hecho amago de disparar a la audiencia, a modo de recordatorio de que esas escuelas al final en definitiva, lo que forman es a meros asesinos.

Y con Leandro cerré el festival con una toda una aventura. Resulta que habíamos conocido a Héctor Noguera en una recepción en la Embajada de Francia, una verdadera institución de la escena chilena, y que estaba con una obra de Koltès, «La soledad de los campos de algodón». Leandro se moría de ganas de verlo en escena, y además haciendo una obra de un autor que él también había interpretado en Montevideo («Roberto Zucko»). Yo en cambio no tenía la más mínima gana, porque Koltès me aburre soberanamente y el teatro estaba en Peñalolén, una municipalidad allí donde ni Zeus se pasea, pero Lean me agarró del brazo y allá que fuimos. Recorrimos durante media hora en el coche de una amiga que nos dejó en los límites de Peñalolén, caminamos perdidos, agarramos un bus, y luego un taxi destartalado que nos paseó por calles de chabolas que hicieron temblar al Leandro criado en el Casavalle de Montevideo… Llegamos al fin, preguntándonos cómo narices íbamos a salir de allí por la noche (luego resultó que había una furgoneta de la organización que te acercaba a la estación de metro), y provocamos la sorpresa de la taquillera al enseñarle mi acreditación de programadora. Mira, son así las acrecitaciones, no había visto ninguna… Es decir, que ningún programador o invitado se había plantado allí, solo yo. Como dice Gerardo, ay nena, lo que te tira el pueblo… Pero eso sí, el teatro lleno hasta los topes y Noguera estuvo genial.

No obstante, la obra que más me ha gustado estaba fuera de Festival, porque ya lleva muchas temporadas, y viajado mucho: «Las niñas araña». Se representaba en un teatro muy divertido, en un puente sobre el río Mapocho, y se basaba en una historia real, unas adolescentes de extracción muy humilde, que escalaban los edificios de barrios residenciales para entrar en los apartamentos. Pero no era con ánimo de robar: comían y bebían, chusmeaban la ropa, ponían música y quizá se llevaban alguna chuchería que les había llamado la atención. Las pillaron varias veces, pero como eran menores, volvían a la calle, y reincidían, convirtiéndose al final en una atracción mediática. La obra tenía momentos maravillosos, aunque se hacía difícil de seguir en ocasiones porque era en argot chileno muy cerrado, pero era hermoso escuchar los monólogos (¡en décimas!) de esas niñas que con su escalada física buscaban evadirse metafóricamente de su mundo. Pucha, decía una contemplando la vista desde las alturas, estas casas están más cerca del cielo, cuando Dios cuando mira para abajo, esto es lo primero que mira… Por eso la gente que vive acá es más creyente… La historia no cuenta qué fue de aquellas niñas.

Y a modo de conclusión, dedico esta entrada a mi amiga MªInés, a la que han nombrado hace poco para un puesto destacado del mundo del teatro acá en Santiago. Le sobra cualificación para desempeñarlo, pero aún así ha sido una gran sorpresa. Desde aquí quiero desearle toda la suerte del mundo.

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