Enero a mil

Pasó mi primer enero en Santiago, me habían avisado ya de que el mes era muy animado (nada que ver con Montevideo, aquí el equivalente del agosto español es febrero), pero la realidad ha superado con creces mis expectativas. Dos hechos han contribuido a ello: primer lugar, la buena tanda de visitas que han cruzado los Andes para estar conmigo, y segundo, la estupenda oferta cultural, empezando sobre todo con el conocido festival de teatro Santiago a Mil, que este año cumplía 20 años y que al parecer debe su nombre a sus primero tiempos, cuando la entrada costaba mil pesos (chilenos, unos dos dólares, difícil de imaginarse…).

La primera obra la fui a ver con Gerardo y Gastón, a una adaptación de una obra de Eugène O’Neill, «Distinto», nos la recomendó MªInés porque el director (Alfredo Castro) es una institución en el teatro chileno. A mí la historia no me contó mucho, y el montaje me recordó bastante al teatro más institucional uruguayo. En todo caso, mis invitados orientales y MªInés se enamoraron locamente a la salida, es lo que tiene la francofilia, dios cría a estos latinoamericanos que gustan hablar en francés a la primera ocasión, y ellos se juntan…

Ya en seguida empezaron los espectáculos internacionales del festival. Empezó con Sacha Waltz, de la escuela de Pina Bausch, «Travelogue I», en el Municipal de Santiago; fui con G&G además de Violeta, que también pasó esos primeros días del año conmigo. Nada más empezar , Violeta y yo nos miramos con horror pensando que iba a ser un espectáculo de danza moderna soporífero, pero nada más lejos, estuvo genial, unos seres extraños bailando en una habitación en torno a un trozo de pan, una nevera o un pollo congelado, a un ritmo enloquecido pero perfectamente sincronizados. Aunque lo disfrutamos, las dos somos unas ignorantes sin complejos, así que a la salida corrimos a Gerardo a que nos lo explicara todo. Él, magnánimo nos despachó diciendo que era una alegoría de la inmediata y vertiginosa sucesión de eventos de la vida actual, y las dos nos quedamos tan contentas.

El festival este año tenía participación española, un espectáculo callejero de Carres de Foc (los organizadores creen en el futuro de los montajes callejeros) y dos obras de Roger Bernat, un catalán que ha trabajado mucho espectáculos sin actores, con la interacción con los públicos. Fa y Robert apenas tuvieron tiempo de dejar las maletas, en seguida estábamos camino del teatro a ver «Pendiente de voto», una idea muy inteligente, nos daban unos aparatitos con los que el público podía votar y se convertía en una suerte de parlamento, que tras conformarse en soberano y negarle el voto a los «extranjeros» (los que habían llegado tarde), eligió presidente, ejército, tribunal constitucional y votó sobre toda suerte de temas. La premisa de Bernat era sugerente, «los políticos llevan décadas haciendo teatro, ahora los teatreros nos dedicaremos a la política», y el resultado tuvo momentos muy buenos, yo disfruté particularmente el momento en que nos hicieron cambiar de sitio y nos colocaban por parejas, con aquella persona del público con la que habíamos coincidido más en la primera tanda de votos… las «parejas» resultantes eran curiosas, a mí me tocó con un veinteañero de indumentaria hippy que creó se cuestionó toda su ideología al ver que había votado lo mismo que yo. A la salida, comentamos la obra con Alejandra, que trabaja en Minera Escondida, la principal auspiciante del festival. Ambas estábamos de acuerdo que la uniformidad que mostró el público (en cosas como el pago de impuestos, la sanidad pública, el aborto o la cuestión mapuche), hubiera sido radicalmente distinta si la obra no se hubiera representado en una sala de la Universidad de Chile, sino en un teatro como el Municipal de las Condes. Lo resalto porque Bernat comentó luego en una entrevista que le hicimos en la radio del Centro, que le había sorprendido la homogeneidad de las decisiones, cuando en realidad yo cada vez veo más que chilenos y españoles nos parecemos muchísimo en nuestros alineamientos divisorios radicales, nuestra derecha y nuestra izquierda más extremista tiene su espejo al otro lado de los Andes. Seguí con esa idea con la siguiente obra:»El año que nací», en la que once hijos hablan de sus padres, cada uno representando un segmento sociopolítico distinto desde Patria y Libertad (el partido fascista chileno) hasta el MIR (la izquierda revolucionaria). Exilados políticos, económicos, simpatizantes de Pinochet, todos hablaban y sacaban a relucir sus recuerdos, divertido cuando hablaban de los apagones provocados (somos el único país del mundo que tiene un color llamado «paquete de vela»...). Lo más destacable era que los actores eran los hijos reales, es decir, que hacían de sí mismos, con lo que la cercanía era increíble, terminaban contando cómo se sentían ahora que habían compartido con el público su experiencia, desde el que mostraba a su propia hija orgulloso, a la que reconocía que su madre le ha retirado el saludo… A esa obra pude entrar de milagro, porque por entonces empezaba la Semana de Programadores, yo estaba acreditada y tenía reserva para determinados espectáculos, pero aún así, ¡había overbooking!… qué felicidad, overbooking para ir al teatro…

Siguieron mas obras, una argentina, «Qué me has hecho, vida mía», sobre una actriz peronista, Fanny Navarro, que al caer Perón fue condenada al más horrible de los ostracismos. El sectarismo cultural que se observa en su triste historia da bastante miedo porque, como me comentaban algunos programadores argentinos (y venezolanos) a la salida, la situación dista mucho de ser cosa del pasado… Llegó otro de los platos fuertes del festival, «El centauro y el animal», de la compañía francesa Bartabas. Francia era país invitado del festival y había debutado con un espectáculo callejero impresionante, unas jirafas gigantes desfilando por Providencia y la Alameda. Esta obra en el Municipal de Santiago era  una especie de diálogo entre un hombre y un caballo, o algo así, era un espectáculo visual hermoso, pero bueno, a la salida era un poco como con la trilogía de Kieslowski, unos pocos flipando a gritos de la profundidad del mensaje y el resto calladito temiendo reconocer que se le había hecho largo… Hasta que apareció Roser Bru, toda ancianita, agarrada del brazo de sus nietas, que con la tranquilidad que debe de dar haber salido por patas de la España postguerra, recorrido el Atlántico en el Winnipeg y llegado a un país desconocido, para aquí convertirse en una de las mejores artistas plásticas de su generación, declaró que se había aburrido porque la obra no contenía elementos de sorpresa. Y ahí ya el resto nos atrevimos a expresar en voz alta nuestra verdadera opinión…

Llegó ya mi último invitado de enero, Leandro, que obviamente venía con unas ganas locas de ver teatro. Con él fui al último estreno de Guillermo Calderón, «Escuela», para el que había una gran expectación. Se trataba de una clase, teórica y práctica, a unos terroristas, que adivinas están en la dictadura pinochetista, pero que al final te parece pudieran estar en cualquier otra banda armada. Yo iba con cierta aprensión, porque a un programador peruano le había molestado (como peruano, me cuesta ver el terrorismo como se ve en otras partes de América Latina), y una de las actrices de hecho había renunciado en el último momento, aparentemente por razones morales, por lo que el propio Calderón había tenido que sustituirla. Pero me gustó, quizá porque yo la vi bajo un prisma tristemente burlón, sentías una mezcla de asco y compasión por ese grupo miserable de desgraciados iluminados recibiendo clases sobre la plusvalía, y pude imaginarme perfectamente a unos niñatos de la «kale borroka» en esa misma situación. ¿Qué pasará cuando ganemos? preguntaba un «alumno». Nada, como no nos gusta el poder, acabaremos volviendo a rebelarnos, porque está en nuestra naturaleza luchar contra el poder, el que sea… Quizá le faltó un golpe de efecto final, que los alumnos hubieran hecho amago de disparar a la audiencia, a modo de recordatorio de que esas escuelas al final en definitiva, lo que forman es a meros asesinos.

Y con Leandro cerré el festival con una toda una aventura. Resulta que habíamos conocido a Héctor Noguera en una recepción en la Embajada de Francia, una verdadera institución de la escena chilena, y que estaba con una obra de Koltès, «La soledad de los campos de algodón». Leandro se moría de ganas de verlo en escena, y además haciendo una obra de un autor que él también había interpretado en Montevideo («Roberto Zucko»). Yo en cambio no tenía la más mínima gana, porque Koltès me aburre soberanamente y el teatro estaba en Peñalolén, una municipalidad allí donde ni Zeus se pasea, pero Lean me agarró del brazo y allá que fuimos. Recorrimos durante media hora en el coche de una amiga que nos dejó en los límites de Peñalolén, caminamos perdidos, agarramos un bus, y luego un taxi destartalado que nos paseó por calles de chabolas que hicieron temblar al Leandro criado en el Casavalle de Montevideo… Llegamos al fin, preguntándonos cómo narices íbamos a salir de allí por la noche (luego resultó que había una furgoneta de la organización que te acercaba a la estación de metro), y provocamos la sorpresa de la taquillera al enseñarle mi acreditación de programadora. Mira, son así las acrecitaciones, no había visto ninguna… Es decir, que ningún programador o invitado se había plantado allí, solo yo. Como dice Gerardo, ay nena, lo que te tira el pueblo… Pero eso sí, el teatro lleno hasta los topes y Noguera estuvo genial.

No obstante, la obra que más me ha gustado estaba fuera de Festival, porque ya lleva muchas temporadas, y viajado mucho: «Las niñas araña». Se representaba en un teatro muy divertido, en un puente sobre el río Mapocho, y se basaba en una historia real, unas adolescentes de extracción muy humilde, que escalaban los edificios de barrios residenciales para entrar en los apartamentos. Pero no era con ánimo de robar: comían y bebían, chusmeaban la ropa, ponían música y quizá se llevaban alguna chuchería que les había llamado la atención. Las pillaron varias veces, pero como eran menores, volvían a la calle, y reincidían, convirtiéndose al final en una atracción mediática. La obra tenía momentos maravillosos, aunque se hacía difícil de seguir en ocasiones porque era en argot chileno muy cerrado, pero era hermoso escuchar los monólogos (¡en décimas!) de esas niñas que con su escalada física buscaban evadirse metafóricamente de su mundo. Pucha, decía una contemplando la vista desde las alturas, estas casas están más cerca del cielo, cuando Dios cuando mira para abajo, esto es lo primero que mira… Por eso la gente que vive acá es más creyente… La historia no cuenta qué fue de aquellas niñas.

Y a modo de conclusión, dedico esta entrada a mi amiga MªInés, a la que han nombrado hace poco para un puesto destacado del mundo del teatro acá en Santiago. Le sobra cualificación para desempeñarlo, pero aún así ha sido una gran sorpresa. Desde aquí quiero desearle toda la suerte del mundo.

Mi nana Rosa the Pooh

¡No había escrito sobre mi nana! Parecería que Darling ya había agotado el tema de las empleadas domésticas chilenas, pero no, el tema tiene mucha enjundia, y la llegada de Rosa a mi nuevo hogar de Pedro Valdivia Norte es buena prueba de ello.

Rosa tiene apellido mapuche, vino de Concepción con su hija, y cuando fui a España en Navidad me pidió, como único encargo, una biblia especialmente editada en Valencia que había comprado por internet, y que vino a buscar rauda y feliz a mi casa el mismo domingo de mi llegada. Aparte de leer la biblia, a Rosa lo que más le gusta en la vida es hablar, amasar panes y «queques», contarme el precio de las frutas y verduras del mercado de los sábados, y chequear cómo va el huertito que me ha montado en una de las jardineras de la casa. Lo de hablar lo han podido comprobar todas mis visitas de este verano (Violeta jura que la seguía hasta la puerta del cuarto de baño y podía escuchar su charleta mientras se duchaba). Los panes y «queques» los disfrutó sobre todo Leandro, para quien Rosa amasó feliz cada mañana. Y el huertito lo disfruto mientras escribo, que miro por mi ventana la flor que tiene la planta del zapallo, los matorrales de menta y albahaca, y la timidez del cilantro, que al fin se animó a salir. En cambio, a Rosa mi armario le produce reacciones incomprensibles, ha decidido que unos leggins super fashion de Max Mara son en realidad un trapillo para hacer gimnasia, al tiempo que cuelga primorosamente junto con mis trajes de chaqueta, el vestido viejo que me pongo para estar en casa.  Luego Rosa tiene el mismo tic que tienen absolutamente todas las nanas del mundo mundial, la manía de colocar los adornos ladeados. Fue mi amiga Aurora la que me dio la pista, y desde entonces he podido contrastar con distintos amigos: tú pon a una empleada doméstica de Bangkok, Nairobi o Tegucigalpa a limpiar una mesa de café con los típicos librotes de adorno, y ella automáticamente los colocará ladeados, hagan la prueba, no sé porqué no se investiga un hecho globalizador tan asombroso. Pero a pesar de todo ello, me gusta Rosa, hasta me gusta esto de que nada más llegar se sienta a charlar conmigo mientras desayuno (los precios del mercado, que son su obsesión, aunque poco a poco se va soltando con otros temas).

Al poco de que los panes y los queques de Rosa llegaran a mi vida, ocurrió algo asombroso: sus obras panaderas rara vez superaban las 24 horas de vida en mi cocina, y sin embargo mi báscula no me regañaba a resultas de ello. Y es que no era yo quien se comía los panes y los queques. Era Rosa. Yo algo sabía de que en Chile es obligatorio dar de comer a las nanas si las tienes a jornada completa, yo la tengo a media jornada, pero aún así, tampoco me pareció muy grave que Rosa picoteara algo… No pasa nada si come usted algo, Rosa, le dije con el mismo tono con que el obispo de Los Miserables perdonaba a Jean Valjean… No obstante, he de reconocer que el día que llegué a casa molida a las 10 de la noche con la sana intención de cenar un filete y acostarme, y me encontré con que Rosa se lo había zampado, ahí me puse a pensar que Javert el policia tenía su punto de razón al querer enchironar a Jean Valjean.

Al día siguiente, aún hambrienta, cuando Rosa se disponía a contarme que las avellanas en Concepción están mucho más baratas y buenas, la confronté con la verdad de filete. Ella no negó nada. De hecho lo reconoció con cándida sinceridad: «uy, si es que cuando lo vi solo en la heladera, pensé, ¡este filetito para mí…!» Casi diez años de diplomacia activa no me han dado la preparación suficiente para responder a un argumento así… Opté entonces por intentar ordenar la situación, le empecé a sugerir que revisara los tuppers en donde guardo restos de comidas, que yo siempre cocino de más… y ahí tuve una nueva e inesperada revelación: la dieta de las nanas es un desastre. Consulté con amigos, y todos me contaron historias similares. A unos se les comían el embutido, a otros golosinas varias, rara vez un plato decente de cuchara. Vamos, que una se la pasa instruyendo a sus empleadas para que le cocinen verduras y pescado para tener una alimentación sana y equilibrada, pero luego ellas, a la hora de la verdad, arramblan con la bolsa de patatas fritas. Yo tardé un tiempo en averiguar qué comía realmente Rosa, (además de pan y queques), veía vasos de «quesillo» (queso blanco) a medio en la nevera, y finalmente Violeta me dió la pista definitiva sobre el tarro de miel. Fue entonces cuando tuve que asumir la verdad: mi Rosa es la versión chilena de Winnie the Pooh. Yo ya podía cansarme sugiriéndole que se comiera el resto de pollo rehogado, la pasta con carne picada o la sopa de pepino. Sí, si, donde se quede un buen bocadillo con pan recién horneado, quesillo y miel…

Así que por ahora estoy comprando miel y quesillo a granel (eso sí, pasé a comprar de la marca blanca del Jumbo, que la tragaldabas se me zampó en tres días un bote de miel fina de abejas mimadas por no sé qué monjas de clausura de una región inaccesible del Chile natural, que me salió por una pasta). Mejor que se atiborre de miel, sobre todo ahora que llegan mis padres con las provisiones acostumbradas. Que se coma el pan, los queques, la miel, el quesillo… pero la estrangularé con mis propias manos como se atreva con el jamón ibérico.

 
 

La Verdad sobre los chilenos

Vale, hoy es 12 de diciembre de 2012 (12/12/12), lo que amerita reflexiones profundas a lo Paulo Coelho, o que sencillamente actualice el blog, que a lo tonto llevo ya más de un mes sin escribir nada.

Ya en España, de vacaciones prenavideñas… desde la distancia, me he reencontrado con todo lo malo que conlleva ser española (en el extranjero, una se queda con el buen vino y la paella, pero en cuanto bajas del avión, te metes en el taxi, y te sumerges en la primera «tertulia griterío» de la radio, recuerdas con resignación que no es sólo jamón ibérico lo que viene con nuestro pasaporte…) y me he puesto a reflexionar sobre mis primeros meses en Chile. No sé si es la fecha mágica del calendario, haber escuchado a Wyoming en la tele (ese entra en la categoría del jamón ibérico) o las lentejas de mi madre, pero el caso es que he tenido una Revelación Total y Absoluta (de la muerte).

Ahí va mi Revelación Total y Absoluta (de la muerte): Zeus me ha enviado a la Tierra para dar a conocer la Verdad a los chilenos.

Sí, amigos lectores chilenos (y ya de paso, orientales, españoles y lo que se tercie), yo tengo el mandato divino de haceros ver la Verdad, esa que durante unas cuantas décadas os habéis negado a aceptar… A ver, sois una gente bien, en serio, atentos y agradables, buenas personas, de verdad. Pero en algún momento de vuestra historia, un cabrón (con pintas) se plantó en vuestro hermoso país y os soltó que sois los prusianos de América Latina. Y vosotros os lo creísteis. Con intensidad, sin ambajes ni reservas, como si el cabrón (con pintas) fuera el Nuevo Mesías dictando la Biblia del siglo XXI. Y aquí llega el duro momento de revelaros la Verdad.

¿Preparados?

No sois los prusianos de América Latina.

Ni siquiera de Sudamérica, ni del Cono Sur, ni del Arco del Pacífico, vamos que no sois prusianos, leñe, que no lo sois ni de lejos, ni de coña, ni siquiera un poquito, vamos, que no lo sois, y punto.

Porque si fuérais prusianos, no me habría tenido que pelear con todos y cada uno de los corredores inmobiliarios a los que contacté para alquilar un piso, ni habría acabado de los pelos con la ejecutiva de cuentas del banco en el que, oh pecado, pretendía ingresar mi dinero, ni estaría hoy hablándole como si de un amante esquivo se tratara al vendedor de coches para que me haga el (incomensurable) favor de venderme uno. Si fuerais prusianos, los del SAG de la aduana no se hubieran puesto a abrir como locos todas las cajas de libros de mi contenedor, mientras otras cajas lucían claramente con rótulos del tipo «vinos y varios», «productos de cocina», etc. Si fuerais prusianos, mi casero no le hubiera encargado la pintura del salón a un subnormal que pintó encima de todos los clavos que había dejado la loca (prusiana de verdad) con horror vacui que vivía antes allí. Si fuerais prusianos, la señora chilena que he contratado para limpiar en mi casa no tendría problemas en entender recetas de cocina o manuales de instrucciones, a pesar de no ser analfabeta. Si fuerais prusianos, las tiendas no negarían la tarjeta de crédito a los extranjeros con el argumento de que «no sabemos si va a abandonar el país sin pagar». Si fuérais prusianos, no le pondríais queso parmesano a las ostras. En definitiva, si fuerais prusianos, cuando cualquier extranjero residente en Santiago se encontrara con otro por la calle, no se pondrían en seguida a valorar la conveniencia de llevar al cabrón (con pintas) al Tribunal Penal Internacional por engañar tan vilmente a toda una nación.

Pero no os pongáis tristes. Porque ahora llego con la Segunda Verdad (esta de propina, la próxima ya os la cobro): el cabrón (con pintas) que os engañó, también os hizo creer que ser los prusianos de América Latina era la ser la madre del cordero porque los prusianos son lo más perfecto del mundo (mundial). Y no lo son. De verdad, no lo son. De hecho, pueden ser lo más lejano a la Perfección, e incluso los hay que son bastante subnormales (otros no, obviamente, un beso para mi amiga Steffi si me está leyendo!). Y cualquiera que haya vivido en Prusilandia, os podrá confirmar que su administración fue la que inspiró a Kafka, y que no hay nada más amargo que un prusiano en un día gris de lluvia.

Si fuérais prusianos, no sonreiríais nunca, ni diríais cachai, ni sí poh, no comeríais sopaipillas ni bailaríais cueca, y ya os habríais cargado Valparaíso, con el pretexto de arreglarla. Si fuérais prusianos, no sabríais disfrutar de la vida, ni se os vería caminar bajo el sol en los parques. Si fuérais prusianos, os creériais de verdad que las Malvinas son británicas, y no sólo para dar por saco a los argentinos.  Si fuérais prusianos, vuestros taxistas o vuestros policías serían igualmente honestos, pero quizá no tan amables. Si fuérais prusianos, no tendríais la sabiduría de contemplar los Andes, que con su presencia de milenios te hacen ver que en el fondo todos somos unos piltrafillas que venimos de paseo por la Tierra durante unas décadas.  Si fuérais prusianos, no habríais tenido el sentido del humor de terminar esta lectura.

En definitiva, si fuérais prusianos, yo no hubiera estado tan feliz en mis primeros 6 meses con vosotros.

Así que gracias, y felices fiestas.

Don Juan y mi bicicleta rosa

Vale, ya hablé del Don Juan en el cementerio que organizamos en Montevideo, el éxito tan grande que tuvo, y lo bonito que fue mostrar nuestra propia tradición de Día de Difuntos (odio el p… Halloween de las narices). Así que fue desembarcar en Santiago, y yo ya tenía claro que me apetecía hacerlo también aquí. Se lo propusimos a Jesús, que es un director y profesor de teatro, que llegó hace años a Chile de casualidad y aquí se quedó, pero él me hizo ver que en tan poquito tiempo no podíamos hacer una cosa decente, así que decidimos que por este año haríamos una versión breve, «esencial», una mesa coloquio sobre el mito, y que haríamos otra función en la Feria del Libro, que justo empezó la semana pasada. Le comenté a Jesús que no se le ocurriera poner a un niñato mono de Don Juan, que el Burlador de Sevilla ante todo tiene que ser un hombre y él me envió fotos del elegido, que me comentaron salía en una telenovela chilena con mucho éxito, «Soltera otra vez». Yo lo ví, me pareció que era el tipo de hombre por el que dejas los hábitos y perdonas que haya matado a tu padre (perdóname, papi, tú me entiendes), y ya dejé el tema donjuanesco, porque tenía que concentrarme en otras cosas (mi vitrina, por ejemplo). Eso sí, a veces me acerqué de puntillas al teatro del Centro a verlos ensayar, los versos de Zorrilla me siguen emocionando, y mira que son ramplones!!

Pero bueno, hoy me levanté decidida a comprarme una bicicleta. A pesar de la polución, o quizás por ello, Santiago es una ciudad de bicicletas, muchas calles tienen ciclovías, y es habitual que los santiaguinos utilicen la bici como medio de transporte, los grandes centros comerciales y los restaurantes suelen tener aparcamientos adecuados en la entrada, el mismo Centro Cultural tiene su sitio para bicis. Así que tenía ganas de tener una. En su día me habían recomendado ir a la calle San Diego con Copiapó, y allí que me planté. En efecto, decenas de tiendas de bicicletas se alineaban a ambos lados de la calle, la recorrí durante un rato, entré a preguntar en un par, los dependientes me hablaban de las excelencias de cada bici, que si las marchas, que si las llantas, que si los frenos, pero yo tenía un requerimiento específico: ¿la tiene rosa?

Porque sí, queridos lectores, yo quería una bici rosa. Para mí, una bici rosa es una declaración de principios: para ir por la calle con una bici rosa hace falta muchísima personalidad, y si hay algo que a mí me sobra (aparte de los kilos), es personalidad. Así que quería mi bici rosa, y finalmente la encontré, blanca y rosa, lindísima, y pedaleando feliz me encaminé al Barrio Italia, donde había quedado con David y Carmen a almorzar. David y Juancho salieron a mi encuentro. Encadené la bici, y le saqué la cesta rosa desmontable (que mola que lo flipas), mientras David me preguntaba si era consciente de que en una cesta rosa así sólo caben lechugas y tomates orgánicos. Entro con mi cesta a la galería cubierta en donde estaba la cafetería y me topo con Paulo, el actor que hace de Don Juan. Lo saludo, me comenta que va a ensayar, y me dirijo a la mesa en que nos esperaba Carmen, que me recibe con ojos de furia: «te odio»

Ya sé, Carmencita, lo sé, es duro asumir que tienes una amiga con tantísima personalidad que puede ir por la vida con la cesta rosa de su bici blanca y rosa, pero ella me interrumpió, «subnormal, que te odio, porque le acabas de plantar dos besos a Paulo…, qué hombre más guapo» Yo estaba un poco mosca de que mi cesta rosa no le hubiera causado la más mínima impresión, pero sonreí con suficiencia: «si alguno se molestara alguna vez en ver la programación de nuestro Centro Cultural, quizá os habríais enterado de que va a ser nuestro Don Juan…» Y es que mis amigos no vienen nunca al Centro Cultural, bueno, miento, Carolina sí que fue, se chupó un diálogo de Ulises con Electra, Medea y Antígona (qué duro es el teatro contemporáneo a veces), pero el resto nunca va. Carmen se volvió loca, se puso a taggearnos en el Facebook, puso los convenientes «me gusta» a nuestro post de la actividad, mientras David trataba de matar su entusiasmo: «es gay, seguro…» Y en esto que suena el teléfono y, ¿quién es? Pues nuestro Don Juan, que iba con Jesús y me llamaba con su móvil. Yo me emocioné pensando que quería alabarme por mi bici rosa, pero no era por eso (¡¿es que en esta ciudad nadie es capaz de apreciar el mensaje de pedalear sobre una bici rosa?!), era que se había dado cuenta que se había dejado algo en el restaurante. Al teléfono me iba explicando donde se había sentado, «al lado de la mesa de tu amiga» (Carmen: «¡¡Paulo me vio, sabe que existo!!)… la que estaba sentada con tu amigo (David: «¿Ves? Se fijó en mí, es gay») … que estaban con un perro muy lindo…» Y ahí quedó claro que el único que le había causado impresión del grupo era Juancho.

En fin, que al final Don Juan desplazó en protagonismo a mi bici rosa, increíble e imperdonable, pero aún así estoy contenta e impaciente, no sé qué versos habrá seleccionado Jesús para el «Don Juan esencial», pero seguro me inspirará y recordaré de nuevo… si es que de ti desprendida llega esa voz a la altura, y hay un Dios tras esa anchura por donde los astros van, dile que mire a don Juan llorando en tu sepultura…

 

Mi primer temblor (chispas!)

Vale, sé que mi país está en crisis y que hay muchas personas que están padeciendo verdaderas desgracias, y que por tanto resulta vergonzoso que me queje. Pero en definitiva esta bitácora es mi terapia particular de desahogo, así que, qué narices, voy a quejarme: ¿es o no es la leche que justo en el momento en que terminan de desembalar mis cosas, cuando tengo toda mi vajilla desplegada y los vasos apilados sobre la encimera de la cocina de cualquier modo, cuando tengo los jarrones sobre los sofás y los cuadros apoyados sobre las paredes, que justo en ese momento, al suelo aquí le de por temblar??!!

Así fue, queridos lectores, un temblor de 5,7 escala Richter es lo que Santiago ha experimentado hoy, justo hoy. A ver, ¿tengo o no tengo derecho a enfadarme con Zeus??!! (por cierto, en cualquier otro lugar, un 5,7 es un terremoto, pero en Chile, eso es «sólo» un temblor…)

También es verdad que debo reconocer que tuve suerte: el temblor no me sorprendió en mi apartamento, (y en un sexto piso, por lo que dicen, un 5,7 es de ponerse a llamar a la madre a gritos). No, me sorprendió en la peluquería. (Sí, en la peluquería. ¡Qué pasa, acaso se pretende que reciba a las masas en un 12 de octubre, con los pelos de loca tras un día de estrés de mudanza??!!) Y la peluquería estaba en un bajo, así que no noté mucho, pero cuando volví corriendo a casa (¡mi vitrina, mi vitrina, Zeus, llévame a mi, pero salva a mi vitrina!!),vi que varios muebles se habían desplazado,pero eso sí, todo intacto: ¡viva la arquitectura antisísmica chilena!!

Por mi parte, yo llevaba semanas siendo aleccionada por compatriotas que me pedían no reaccionara con excesivo miedo ante mi primer temblor, para no dejar en mal lugar a los españoles frente a los chilenos. Es decir, que se me exigía que mantuviera el tipo en cuanto la tierra se pusiera a temblar, para de este modo salvaguardar el honor de la raza de Agustina de Aragón. Brutal responsabilidad, pero creo que logré estar a la altura: fue iniciarse el temblor, mientras yo hablaba con David al móvil (oye, David,me muevo,se mueve todo,eso es lo que pasa con los terremotos, ¿verdad?), y todos,peluqueros y clientes, echaron a correr. Yo no. Me gustaría decir que fue un acto de valentía de raza, pero la realidad es otra: ¡¡tenía todo el tinte en el pelo! Así que no me moví, allí me quedé sentadita, toda valiente, qué remedio, y al cabo de un rato me puse a gritar: oigan, si van evacuar, que se quede alguien y que me quite el tinte antes, vamos, que no pretenderán que me eche a la calle con esta pinta…

Luego volvieron, no para quitarme el tinte, que conste, sino porque se había acabado el temblor. Y ahí entonces me encontré con una nueva sorpresa desagradable: ¡no funcionaba el internet!!! Lo cortan o se rompe tras un temblor, qué poca seriedad: ¿como se supone que va a poder una actualizar su facebook tras un temblor??!! O escribir a todo el mundo por el guachap que has sobrevivido a un temblor, a ver… En fin, que me quedé esperando a que volviera el 3G, mientras me quitaban el tinte, y la peluquera me contaba aún pálida que, desde el terremoto de 2010, estaba tan traumatizada que no lograba soportar temblor alguno… ahí me sentí algo mal por mi frivolidad, pero luego pensé que gracias al tinte había hecho un despliegue de templanza racial hispana, que ni un soldado de Valdivia, vamos. Así que no estuvo del todo mal.

Y mi vitrina, intacta, que es lo importante.

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