Dedicado a mi arrendador, Eduardo Cespedes Ayala

Estaba hoy haciendo limpieza de papeles y me encontré con el intercambio reiterado de correos con mi antiguo arrendador chileno a propósito de la devolución de mi fianza… mis lectores lo han adivinado correctamente: NO me devolvió mi fianza, a pesar de que dejé todas los gastos pagados y la casa en perfecto estado. Me dicen mis amigos chilenos que esta es una práctica habitual, pero eso no significa que sea una práctica correcta. Así que este capítulo va dedicado a mi arrendador chileno, Eduardo Cespedes Ayala, de Coml Chamal, y a los actuales inquilinos del departamento situado en la Avenida del Cerro, 1823, número 603, Providencia, Santiago. Queridos, no os conozco, pero tenedlo muy claro: Eduardo Cespedes Ayala NO os va a devolver la fianza.

 

A mí siempre me han fascinado estas personas que viven como millonarios, se comportan como tales, pero que viven siempre pendientes de ahorrarse el más miserable peso, normalmente a tu costa. Aquí el amigo Eduardo Cespedes Ayala vive en un barrio acomodado, su mujer pasa el invierno en Miami, y la corredora inmobiliaria me decía siempre que era un hombre ocupadísimo… demasiado ocupado como para, por ejemplo, contestar mis correos cuando le decía que tenía una gotera sempiterna en el cuarto de baño, o que en la vieja moqueta de la casa se habían desarrollado ya formas de vida propia. Eso sí, su vida ocupada no le impedía pedirme, periódicamente, que le adelantara la renta del departamento. Lo alucinante es que esto no lo hacía personalmente, sino que usaba a una intermediaria (la corredora), que me decía que el buen señor estaba demasiado ocupado como para pedírmelo personalmente. El día que yo le contesté que yo los favores los concedía a petición personal, se rebajó a mandarme un correo electrónico. Accedí a adelantarle la renta un par de veces. A la tercera me harté y le hice ver que pagar la renta con 10 días de antelación era bastante abusivo… y entonces me dijo que tenía grandes problemas de liquidez. Amo esta expresión. Me encanta la gente que tiene problemas de liquidez. Su mujer en Miami, él con casa en La Dehesa, y yo impidiendo que le cortaran la luz por impago adelantándole el alquiler…

 

La mayoría de los chilenos no tiene problemas de liquidez. Qué va, son gente que llega justo a fin de mes, pero aún así son gente honrada, que pagan sus deudas puntualmente. Sin embargo, cuando alguien cataloga a todos los chilenos como a gentecilla como el propietario de mi departamento de Santiago, ellos no protestan, y lo asumen cual condena bíblica.

 

El día que protesten, quizá el país cambie. Porque cuando uno protesta contra las pequeñas injusticias, también se rebela ante las grandes. Por eso desde aquí les digo a mis lectores chilenos: cuando os encontréis un Eduardo Cespedes Ayala (de Coml Chamal) en vuestras vidas, haciendo de las suyas, no os conforméis. No les deis el gusto.

 

PD: Inquilinos de la Avenida del Cerro, 1823, departamento 603, Providencia, Santiago: en serio, que NO os va devolver la fianza. Tras llamar mil veces a la corredora, a la pobre le dio vergüenza y me reconoció que nunca la devolvía…

 

Eduardo Cespedes Ayala

 

Madres

 Madres… He conocido muchas madres, aparte de la mía. Yo no tengo ningún problema con la mía, por cierto. Es verdad que acostumbra a dar su opinión en voz alta, pero ya me acostumbré. No obstante, madres hay como colores, a qué negarlo. Y yo he conocido muchas que me han hecho dudar de si realmente quiero tener hijos. Sobre todo las madres de adolescentes. Aún recuerdo una compañera que entró una vez a mi despacho, tras tener una bronca monumental con su hijo de 17 años. “No tengas hijos, NO TENGAS HIJOS” me gritó. También tenía una amiga, madre de un muchachote que amenazaba con irse de casa con cada pelea. Ella a continuación escribía un mensaje a su marido: “cariño, no me quiero hacer ilusiones, pero algo me dice que esta vez por fin sí que se larga…”

Yo creo que el único momento en que he tenido claro tener hijos fue de niña, jugando con muñecas. Nuestro mundo predetermina a las niñas a tener hijos con los juguetes. Es increíble que los malthusianos no se hayan planteado la posibilidad de restringir el acceso de muñecos a las niñas. Apuesto que la natalidad descendería automáticamente. Ya mayor, me desaparecieron las ganas (que reconozco que la Barbie había puesto ya muy a prueba). Desde entonces, no he oído nunca, ni una sola vez, ese llamado reloj biológico que todas las mujeres tenemos supuestamente.

Mi sordera se mantuvo durante los 4 años que viví en Uruguay, y eso sí que es asombroso. Nunca conocí mujeres con instinto maternal más furioso que las uruguayas. Bueno, miento, conocí a una, que quizá por oposición con el medio, era la más antimaternidad que he conocido. Suspiraba al entonar un sempiterno “la especie humana subsistirá incluso si yo no tengo hijos…”. Alguna vez estuvo por contestarle que, la especie humana en general, sí, pero que la oriental, considerando que sólo había tres millones, capaz que sí que necesitaba el apoyo de todas sus mujeres. En todo caso, el resto con el que me crucé, todas adeptas por la causa. ¿Por qué no te congelás los ovulos?, escuché mucho en aquellos años. El Óscar se lo lleva una amiga con la que comentaba un día lo poco que me parecía iba a durar con un noviete que tenía entonces. En un momento, me interrumpió con un: y ahora que todavía estás de novia, antes de dejarlo, ¿por qué no aprovechás y tenés un nene?

Mi reloj biológico sigue muy controlado actualmente. Y eso que ya por edad debe de estar dándome alaridos. Me encantan los bebés, me derrito al ver su ropita, pero no siento esas punzadas que muchas mujeres me han dicho que sienten. Lo único que me hace dudar es el recuerdo de una figurita de escayola que pinté para mi madre cuando tenía 5 años. Era una paloma dorada, con una vela roja. Una vez mi madre la sacó de un cajón y quedé en shock al ver lo espantosamente horrible que era… en mi memoria, era la figura más hermosa y delicada del mundo. Recuerdo que la víspera del Día de la Madre, cuando debía dársela, yo no podía dormir de puro nervio. Pensaba que iba a entregarle el regalo más bonito que se podía dar a ser humano: el que se merecía, en definitiva. Y ese recuerdo me lleva a ese amor intenso, despiadado, egoísta y ansioso que tienen los niños por sus madres. A veces tengo algo de pena de no experimentar que es sentir ese amor de otro ser vivo.

Y toda esta reflexión me viene por una amiga uruguaya, que acaba de adoptar a un bebé hermoso. Me anunció su intención de adoptar hace años, y reconozco que la apoyé muy poco. En parte porque desconfiaba mucho de los servicios de adopción del país. Pero ahora que es mamá de un niño sano y feliz, quiero enlazar aquí el relato de su proceso de adopción. Creo que define a la perfección el instinto maternal más puro.

Por cierto que mis dos amigas, madres de adolescentes, esta semana pusieron sendas fotos de sus retoños en su perfil de Whatsapp. Y las dos me comentaron lo orgullosísimas que se sentían de sus últimos logros. Algo debe de tener para que a diario decenas de miles de mujeres se decidan a alistarse en el ejército de madres…

Madres

(Dedicado a las “no madres”, porque son las que mejor me van a entender…)

La reina de las princesas

Se nos fue la Princesa Leia…

Crecí en un mundo en el que todas las niñas queríamos ser princesas. No creo que fuera casual el hecho de que quisiéramos ser princesas, y no reinas. Estoy segura de que era algo predeterminado de nuestro mundo patriarcal machista, haciendo que nuestra ambición quedara reducida a ser una segunda en la línea de poder.

La uniformidad en nuestro sueño de ser princesas era aterradora: todas queríamos llevar vestidos de colores pasteles (curiosamente, las reinas solían vestir de colores fuertes), con cancanes y volantes, lazos ridículos y tacones incómodos. Las princesas eran siempre delicadas, de voz dulce y modales exquisitos. Había por ahí un cuento particularmente espantoso, en el que se identificaba a una porque su piel era tan delicada que notaba un guisante bajo una pila de colchones. Y, ya para rematar, las princesas además rara vez lo eran por derecho propio. Normalmente lo eran por matrimonio. Así que nuestras heroínas eran dobles segundonas, por debajo de un rey, de una reina, y de su propio marido. Y por supuesto, aunque eran protagonistas de los cuentos, siempre lo eran de una historia en el que eran rescatadas por un héroe, toda su felicidad final recaía en la acción de un hombre.

Así crecimos. Queriendo ser esos seres etéreos e inútiles. Hasta que llegó ELLA. Ella era una princesa clásica total: hermosa, delicada, con vestidos blancos vaporosos y un peinado extraño. Y el cuento además empezaba como cualquier cuento de princesa que se precie: la raptaban, pedía auxilio y la rescataban. Pero en seguida se notaba que ella era distinta. Para empezar: desde el primer minuto desafiaba al Malo Malísimo de Darth Vader (¿se podía ser mas malo que Darth Vader??), y la habían raptado porque era parte protagonista en un plan para acabar con el Jefe del Malo Malísimo. Por supuesto que era distinta: en un plisplas, se ponía a regañar a sus salvadores («estos rescates hay que planearlos mejor»), cogía un arma y se ponía en primera línea a disparar.  A partir de ahí, no dejó de superarse a sí misma: siempre en la vanguardia, parte activa de todos los planes, sin perder el sentido del humor, el carácter y, lo más importante, sin dejar de ser princesa en ningún momento. Y cuando se enamoró, no se enamoró de un Príncipe Encantador, sino de un golfo adorable, al que convertía (esa parte del cuento sí que era un poquito clásica, pero se la perdonamos). Y encima, ¡era preciosa! Ese bikini sensual con el que estrangulaba a Jabba the Hutt, seguro que las lesbianas adultas de hoy, se iniciaron con ella.

Gracias a ella, las niñas que crecimos en un mundo en el que había que ser princesas, tuvimos un modelo distinto de princesa. Una princesa independiente, fuerte, valiente, decidida. Nos mostró un camino distinto, nos enseñó que nuestros sueños podían ser mejores. Todo en plena época de Reagan, cuando nadie podía ni imaginarse que una mujer pudiera presentarse a Presidenta de los EEUU. Luego llegarían princesas más modernas, hasta las de Disney se adaptaron, y ahora lo que pega es dar mensajes modernos a las niñas. Pero no sé si sirve de mucho porque las tiendas de juguetes siguen teniendo una sección aparte color de rosa, y el modelo de las chicas de hoy es Miley Cyrus, que para quitarse la etiqueta de adolescente pazguata se quitó toda la ropa. Qué gran mensaje. No es de extrañar que haya adolescentes criadas en Occidente que se dejen convencer de que irse a Siria a ser esclavas sexuales de un barbudo con turbante, es lo máximo.

Por eso, Princesa Leia, hoy te estoy llorando a lágrima viva. Te lloro como se llora a un familiar cercano. Porque tú fuiste la Reina de las Princesas, y hoy, nos dejas un vacío que ninguna princesa de Disney podrá llenar.

Hasta siempre, Alteza. Descansa en paz. Y que la Fuerza te acompañe.

Princesa Leia

Mi vitrina encuentra su sitio

– ¿Y este monstruo, donde lo dejamos?

Los tres tipos me miran jadeantes, expectantes, se ve que tienen un punto de preocupación de que les suelte un, anda, pero si esto no había que subirlo (preocupación de ver qué narices hacían luego con mi cuerpo, porque yo creo que tendrían clarísimo el asesinato como respuesta a un comentario mío así). Mi reacción no obstante les sorprende: una sonrisa de oreja a oreja y una respuesta clara: «va ahí, en esa pared».

Y a continuación, les hablo de mi vitrina. Porque el monstruo, como claramente habrán adivinado mis lectores habituales, es mi vitrina, que ha llegado a nuestro nuevo hogar. Mi vitrina (les cuento a los operarios y resumo aquí para los que recién aterrizan a este blog): fue comprada en un remate en un anticuario de la Ciudad Vieja de Montevideo, y restaurada con la ayuda de un herrero profesional del que nunca supe su nombre, todos lo llamaban «el portugués». Vivió los años uruguayos en la planta baja de la residencia oficial porque subirla a mi piso noveno del bulevar Artigas costaba tres veces su precio. Los operarios de la empresa uruguaya de mudanzas, al verla, la definieron como una «pecera gigante». Atravesó la cordillera de los Andes en medio de un temporal de nieve, sobrevivió temblores varios, y un terremoto en todo rigor. Y ahora por fin, tras atravesar medio Pacífico, el canal de Panamá y el Atlántico, desembarcaba en Europa.

Los operarios españoles me escuchan con atención, me parece que incluso la miran de otra manera, como dándose cuenta de que no han cargado un armatoste absurdo, sino un objeto con una historia. Vivimos rodeados de objetos con historia, ya lo he contado repetidas veces. Y añadiría incluso que de objetos con personalidad propia. Mi Thermomix es más maja que la de mi hermana y la de mi madre, se le ve a la legua: le ha sentado bien conocer mundo. Hace unas semanas leí el libro de una japonesa, Mari Kondo, que enseña cómo tener la casa ordenada. No es algo tan sencillo, ya que la tipa lleva años viviendo del tema, y publicitando el «método KonMari» (o método MariKon, aunque en el mundo hispano predomina la primera versión, por razones obvias). El método básicamente parte de que tenemos demasiadas cosas y de que hay que tirar la mitad si quieres tener orden en tu casa. ¿Cómo hacerlo? Pues ahí llega lo llamativo: Mari no dice que haya que desechar las cosas en función de su utilidad, sino en función de si te aportan o no alegríaMe conquistó con eso, lo reconozco. Porque así catalogo yo mis cosas. Estoy yo cada vez más feliz contándoles a los operarios la historia de la vitrina, cuando uno de ellos rompe la magia al preguntar, oiga, y esto para qué sirve. Yo lo miro estupefacta: ¿para qué demonios va a servir un monstruo de cristal de media tonelada? ¡Para nada! Pero, ¿y lo contenta que me puse al verla aparecer? Trato de explicarle al tipo, pero ya se ha ido a subir más cajas y renuncio.

La verdad es que los operarios de la empresa española se han distinguido por su actitud concienzuda. Llegaron tempranito y cuando les pregunté si tardarían los dos días que habían tardado antecesores suyos en otras ocasiones, relincharon de la risa. ¡Dos días, si le dijéramos al jefe que vamos a tardar aquí dos días nos despide! Yo no supe muy bien si compadecerlos o felicitarlos, pero en el fondo estaba feliz de que solo fueran a tardar un día (fue menos al final, incluso). Mi felicidad la compartió un colega de la Oficialía Mayor del Ministerio, porque en mi contenedor iba una alfombra de la Embajada que había que restaurar. (Esto no debiera contarlo, pero qué narices, lo cuento para que se sepa mi dedicación a mi Ministerio: conmigo ahorran hasta en el transporte de sus enseres). Y poco a poco, fueron subiendo mis cosas a nuestro nuevo hogar mientras mi corazón se iba llenando de alegría conforme emergían de las montañas de cajas y papeles. Mi Thermomix, mi prensadora de jugos, mi guitarra que no toco, mis bolsos, mis zapatos, mis comics, mis cuadros, mis fotos… Bueno, es un alegría rara, porque la mitad de las cosas no sabes bien en donde narices vas a colocarlas.Yo siempre he pensado que hay cosas que tienen que asentarse y reposar un tiempo, antes de encontrar su lugar. Así que dices la frase mágica, déjelo ahí en esa esquina y luego lo pienso, y cuando te vas a dar cuenta, ya no quedan esquinas, ni pared, ni suelo en donde dejar nada, y lo vas encajando todo en plan tetris. Y así ha quedado mi casa, he hecho la cama para tenerla lista a la vuelta de mis vacaciones (¡dormir en mi cama al fin!), pero antes de salir, mi madrina, hermana y cuñado dictaminan que la vitrina está en el sitio equivocado.

Los miro con desmayo. Si está bien ahí, no tiene otro sitio, y cómo la vamos a cambiar si pesa un quintal… Al final, entre todos la movemos y… lo juro, como si la puñetera hubiera suspirado de felicidad. Había encontrado su sitio.

Genial, ahora ya sólo queda el resto.

vitrina

Peucayal

Mi colega en Berlín ha escrito un artículo en su blog, Farewell Seasonque recomiendo leer porque resume muy bien el estilo diplo de despedidas. Los diplos tenemos protocolos hasta para despedirnos, pero es que nos pasamos la vida despidiéndonos, qué remedio… No obstante, mi colega se refiere únicamente al protocolo diplo y no entra en más detalles personales, es un blog institucional al fin y al cabo. Pero como este blog mío sí que es personal, un espacio en el que mostrar algunos de los muchos cuartos de mi corazón, me puedo permitir ampliar algo más sobre este proceso.

 

Como decía, los diplos nos pasamos media vida despidiéndonos. Es la vida que elegimos y es la vida que tenemos. Y nuestro protocolo particular incluye varios eventos en los que se espera que des discursos. Yo he perdido la cuenta de los discursos que he soltado en las últimas semanas, pero en todos he intentado ser más personal que como lo relata mi colega. Mi Embajador, en uno de los suyos (porque a ellos también les toca echar sus correspondientes parrafadas durante la temporada), me incluyó en el grupo de diplos «que se enamoran de los países a los que son destinados». Fue una buena definición, y que yo completé en mi discurso a continuación, rememorando aquel consejo que me dio un diplo viejo: que no me apegara mucho a los sitios, «porque luego te despides y se te rompe el corazón». Es impresionante hasta qué punto no he seguido el consejo, en Uruguay cultivé afectos para toda la vida, y en Chile me he enamorado hasta las trancas. Y claro, ahora tengo el corazón roto. Pero es un justo precio a pagar, si se piensa bien.

 

Curiosamente, lo que más me duele ahora mismo no es tanto las despedidas de los amigos o de los rincones favoritos de la ciudad. A mis amigos tengo claro que voy a volver a verlos, y si no, estos tiempos de Zuckeberg permiten la conexión para siempre. Y a la ciudad voy a volver, así que podré volver a pasearla. Incluso nada impide que alguna vez pueda volver a ser destinada en este país, por lo que volvería a compartir con muchos de los actuales colegas de trabajo. Son otras cosas las que me duelen: me duele despedirme de mis entornos cotidianos, de las rutinas. Lógicamente, no volveré a contemplar el amanecer desde el que ha sido mi dormitorio estos cuatro años, ni volveré a darle las buenas noches al simpático portero nocturno, que tantas veces me ha recibido con una sonrisa paternal. Me he despedido de mi peluquería, de mi entrenador, del vecino de enfrente. Me he despedido de la rutina matinal de escuchar el programa «Mujeres» de la Radio USACH, y también de leer a Gonzalo Rojas cada miércoles en El Mercurio. Ahora que finaliza mi acreditación diplomática en Chile, lo puedo decir: he leído su columna con fruición para maravillarme de lo facha que puede llegar a ser este país.

 

Y luego, sobre todo, me he despedido de objetos. Los seres humanos somos acumuladores por naturaleza, yo estoy segura de que la cueva de Altamira, en su época original, la tenían llena de trastos y por eso pintaron los techos. Y el cambiar de casa y de país  cada poco, no hace sino acrecentar el fenómeno. He vistos casas de diplos que son verdaderos bazares. Pero aún así, incluso si aceptas vivir rodeada de cacharros, las dimensiones de nuestras casas tienen un límite, sobre todo cuando, como yo ahora, volvemos a Madrid. Porque los diplos no somos millonarios, a pesar de que tengamos esa fama, vivimos en apartamentos como todo el mundo, y la mudanza que nos paga el Ministerio (¿recuerdan mis desventuras con la subdirección de Viajes?) está limitada, así que, periódicamente, no queda otra que deshacerte de la mitad de tus cosas. Yo lo he hecho ahora. Yo odio mi apego a las cosas materiales, y odio mi capacidad de acumularlas (la escena más repetida en estos últimos días ha sido abrir un cajón, ver su contenido, y llorar a gritos mientras me preguntaba: 1. qué narices era aquel trasto, y 2. por qué demonios lo había guardado). Así que ha sido un proceso liberador. Pero por otro lado, los objetos son necesarios. Ayer me preguntaba uno de los trabajadores de la mudanza si podía empacar la cocina completa, si tenía lo que yo necesitaba para la noche. Sí, respondí segura con mis vasos y tenedores de plástico… luego, cuando mis amigas llegaron a tomar un picnic entre cajas, casi tenemos que romper el cuello de la botella de vino, y cortamos el queso con unas tijeras. Y los objetos tienen su historia, todos la tienen. He regalado kilos de ropa a amigas, y mientras ellas miraban las bolsas, yo me explayaba: ese bolso lo compré en la India, en un ratito libre que nos dieron al policía del Ministerio y a mí… ese pañuelo me lo regaló un colega irlandés… esa falda la compré con fulanita en un mercado en Buenos Aires… He vendido y regalado muebles, y al verlos salir he rememorado momentos: mis primeros muebles para mi primera casa alquilada en solitario, qué tarde me pasé en Ikea, y luego qué horror para montarlos… Conforme salían los trastos, tenía visiones fugaces de mi vida, no todas necesariamente felices, pero sí con un fuerte contenido emocional. Así que estoy liberada, pero también exhausta.

 

Escribo estas líneas sentada en el suelo, sobre una caja, los operarios de la mudanza se van llevando mis cosas, miran el monstruo empaquetado de mi vitrina con temor, pero yo los animo (con retranca, claro está). Mi corazón está tan picoteado que ya ni siente ni padece. Mis amigos deben de pensar que no me afecta el último abrazo, pero es que ya no me quedan lágrimas. Cuatro años, que han pasado como un suspiro, alguien me dijo que los diplos servimos para no olvidar el paso del tiempo (¿ya te toca irte? ¡pero si llegaste ayer!).

 

(La foto es de una pintada que me dejaron los chicos de mi equipo en el Centro Cultural, tiene despedidas y saludos de bienvenida a mi sustituta. Ella ahora se enfrenta al respectivo protocolo de bienvenida. Y así pasa la vida, como un eterno retorno. «Peucayal» es adiós en mapudungún).

 

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