26 de julio de 2008

Hay días en que el método Zuckeberg para conservar la memoria individual, me provoca sensaciones intensas y largas. Hoy, en mis “recuerdos para rememorar”, al final de todo, había una anotación en inglés de 2008. En inglés, porque eran los primeros años de Facebook, cuando era aún una aplicación rara, que teníamos unos cuantos, bastantes, pero no todo el mundo. Eran los años en que aún te preguntaban si estabas en Facebook, porque no estarlo era una posibilidad (hoy es una opción vital que te retrata). El caso es que, en aquellos primeros años, yo usaba el inglés para comunicarme en FB. La anotación en mi muro dice: “Hysterical: what do you take with you for three years across the Atlantic Ocean????
El 26 de julio de 2008 yo ya sabía que me iba destinada a Montevideo. No sabía cuánto tiempo estaría allí, por eso hablo de tres años, y por supuesto no podía adivinar que luego vendría para Chile, por lo que serían 8 años los que pasaría al otro lado del Atlántico. Hoy, 26 de julio de 2016, me encuentro, una vez más, preparándome al momento en que mi casa quede reducida a cajas, a que me invada el olor a cartón fresco, olor de nuestra vida, llevándome de vuelta algo más que entonces… me llevo un contenedor de 40 pies, casi 60 m2… se ve que he progresado, o al menos tengo una idea clara de qué llevarme al otro lado del océano. Entre otras cosas, echaré un cuaderno en el que apunté un esquema de una explicación resumen que hice en 1998 sobre la posible extradición de Pinochet desde Londres… quién hubiera tenido una bola mágica entonces, que me hubiera dicho que acabaría viviendo en el país natal del dictador latinoamericano más conocido en España.

 

 

Es difícil encontrar una sola palabra para definir estos 8 años. Tengo la fuerte sensación de abandonar este continente (¡por el momento!) siendo mejor persona y, espero al menos, mejor diplomática. He aprendido tanto, imposible condensarlo todo… pero creo que puedo destacar tres cosas: la primera, el concepto del desarraigo y la expatriación. Yo ya había viajado mucho y vivido temporadas en el extranjero, pero nunca había llegado a vivir expatriada. Y aunque considero que los diplos somos expatriados de lujo (lujo, no por la vida de boato y glamour que la tele falsamente vincula a nuestro colectivo laboral, taaaan desconocido, sino porque los trámites para el acceso e instalación en el país de turno suelen ser mucho más fáciles que para el inmigrante normal), aunque seamos expatriados de lujo, al final somos expatriados, y eso afecta. No lo creí nunca, pero afecta. Estar fuera de tu ambiente, de tu acento al hablar, de las expresiones cotidianas, de la comida, de los programas de la tele y la radio… aunque sea en un país hermano, como son los latinoamericanos, al final es otro país, y se nota. A veces no te das cuenta, pero te va afectando, sibilinamente… la expatriación es una enfermedad lenta y silenciosa, cuya única medicación es volver a tu país periódicamente… y no todos pueden, así que he aprendido el sufrimiento de los inmigrantes económicos, de los exilados políticos, de los que se van de su país para no volver. Yo vuelvo, otros no tienen esa suerte.
Vinculado a esto, he aprendido de la importancia de la amistad. Sin amigos, no hubiera sobrevivido estos 8 años, me habría vuelto loca, o enfermado de tristeza. Gracias a todos los amigos increíbles que me han acompañado estos 8 años.
He aprendido mucho de España, como país, como pueblo, como civilización, como actor de la Historia universal. Latinoamérica es un buen sitio para tener perspectiva sobre el lugar de España en el mundo. He aprendido a apreciar que entonces esos españoles vinieron bajo un proyecto global, que luego cada uno interpretaba y deshacía a su antojo, por supuesto, pero existir, existía. He aprendido a valorar la legislación avanzadísima con la que se buscó proteger a los habitantes originarios del continente, las Leyes de Indias. Luego no se cumplirían, pero existir, existían, e invito a leerlas: algunos artículos son calcados a la legislación actual de derechos humanos. Y he aprendido a admirar la inventiva, el valor, y el entusiasmo de aquellos expatriados que se subieron a barcos rumbo a lo desconocido, esos sí que se iban para no volver, y no tenían ni idea de a qué llegaban. Esa Inés Suárez, buscando agua en el desierto de Atacama, cómo no admirarla… Me van a criticar por decir esto, pero mis lectores ya saben que no tengo miedo a la sinceridad…
Porque además también he aprendido a avergonzarme de la cara oscura de nuestra Historia, pero más de la reciente que de la clásica que suele criticarse. Cuánta vergüenza de la prepotencia, y simple mala educación de muchos de mis compatriotas actuales… Qué apuros he pasado a veces, mirando la actitud chulesca de algunos españoles tratando a latinoamericanos, qué aires de superioridad ridículos, qué desprecio que en realidad tapaba una abismal ignorancia… creo que no son muchos, y creo sinceramente que no son mayoría, porque los apuros normalmente fueron compartidos (cuánta mirada de circunstancias me he cruzado con otros españoles), pero con que exista uno, ya son demasiados. Y lo digo, porque parte de la admiración presente a mi cultura y civilización, se la debo a los latinoamericanos, que hablan español mucho mejor que los españoles, y que tratan con mucho mayor cariño y respeto a elementos fundamentales de la tradición compartida.
Porque ahora llega una próxima enseñanza, una nueva lección que aprender. Esta esquina del mundo ha creado en mí un intenso cariño, una admiración sin límites, un asombro ante las maravillas físicas y humanas de este continente. Se me recibió con una generosidad apabullante, que me ha ayudado a diario, y ahora mismo escribo entre lágrimas, viendo que la cabecera de mi blog ya dice “De vuelta en España”. Esa será la próxima experiencia: ser emigrante en mi propio país, extrañar otros paisajes, otras hablas, otras cotidianidades, otra forma de vivir. Ya nunca más veré a España con los mismos ojos, el filtro del Cono Sur estará siempre ahí, transformando cada realidad, obligándome a comparar, e incluso a juzgar.
Y esa es una carga de precio incalculable que, afortunadamente, no se lleva ni en la maleta ni en el contenedor.
Nos vemos en la Plaza de las Ventas de Madrid.

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Conociendo a Gabriela (Mistral)

Hace un par de años abrimos una plaza a concurso en la plantilla del Centro Cultural. En el examen de cultura general, una de las preguntas era: «¿qué persona nacida en Latinoamérica fue la primera en conseguir el Nobel de Literatura?» Atención a la neutralidad buscada del género, podía ser tanto un hombre como una mujer. Pues bien, un 90% de las respuesta fue «Pablo Neruda». Solo unos pocos acertaron que la primera persona latinoamericana en ganar el Nobel de Literatura, fue una mujer nacida en Chile: Lucila Godoy, más conocida como Gabriela Mistral.

Creo que Gabriela ha sido el mayor descubrimiento literario que me ha dado mi estancia en Chile; el otro es Pedro Lemebel, del que ya escribiré. Los dos tienen en común una cosa: sufrieron el rechazo por su diferencia. Los dos se diferencian en que Pedro lo padeció en Chile, mientras que Gabriela se fue.

La Gabriela Mistral que yo conocía antes de venir aquí, era la pedagoga, la maestra, la poetisa dulzona. La que rechazó la línea de los cuentos clásicos occidentales y buscó en la tradición oral latinoamericana, para dar a los niños un placer estético en el relato, la que hizo que Blancanieves fuera velada por enanitos preocupados de que tuviera pesadillas con «lagartos azules y catalinas gigantas» (Catalina: chinita, mariquita). Aquí he aprendido que detrás de su crítica a los cuentos clásicos había toda una teoría pedagógica revolucionaria para el momento: criticaba unos relatos en excesivo moralistas, y con valores en ocasiones discutibles (como la astucia), cuando lo importante era que los niños disfrutaran la poesía y se educaran en ella. Conocía bien a los relatores europeos, y admiró a algunos, como al danés Andersen, al que le escribió un «padrenuestro» precioso: «Padre nuestro, abuelo de niños y viejos… regalador de nuestros sueños… yo te habría llevado junto al fuego y te habría contado la América que tus ojos no conocieron…» Gabriela quiso colocar a Latinoamérica en el mapa mundial, y por eso el acta de adjudicación del Nobel elogió que hubiera hecho de su nombre inventado «un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el continente americano».

Esa es la Gabriela Mistral oficial, la que Chile reconoce como propia con una sonrisa, pero que para muchos, es una sonrisa falsa. Porque detrás había más, mucho más: una mujer luchadora, inconformista, que ya en su región natal, Coquimbo, fue rechazada como inspectora de liceos por leer a filósofos franceses y demás «libros subversivos». La mujer que trató la causa indigenista, cuando nadie hablaba de los indios, ni ellos mismos. La mujer que se solidarizó con su género, cuando ni Simon de Beauvoir lo hacía aún («Por mi voz habla la mujer de clase media y del pueblo… porque a todas nos contaron que íbamos a ser reinas y princesas, pero ninguna lo fue, ni en Arauco ni en Copán…»). La mujer que mostró activa y públicamente su rechazo a la invasión estadounidense en la Nicaragua de Sandino, cuando eso de estar contra los yanquis todavía no era moda en la región. Y, sobre todo, la mujer lesbiana. Esa es la Gabriela que incomoda a cierta sociedad chilena, la que aún rechazan, aunque sea solapadamente. El Neruda comunista es mucho más cómodo y vendible: el político activo de muerte simbólica contra una dictadura, el del bello discurso ante el rey de Suecia, el que dejó unas casas que todo el mundo quiere visitar. Gabriela no militó en ningún partido, murió velada por su compañera Doris, apenas dejó legado físico, y su discurso al recibir el Nobel fue muy discreto, aunque leyéndolo con cuidado se observa una moderna visión americana hacia Europa. Neruda escribió versos de amor que los estudiantes hoy aprenden de memoria en el colegio. La pasión inserta en la correspondencia de Gabriela a Doris, en cambio, hizo temblar a más de un político chileno, «¿qué hacemos con esta Gabrielita…?»

Es impresionante como la Gabriela lesbiana despierta aún escozor en este Chile del siglo XXI, en que se está debatiendo el matrimonio homosexual. Yo soy muy contraria a sacar del armario a personajes fallecidos que nunca quisieron hacer alarde público de su condición, pero otra cosa distinta es ignorar lo evidente: en la Casa Museo de Vicuña, su ciudad natal, estaba la agenda diario de Doris, abierta por la página en la que anotó que Gabriela había muerto. «GM died tonight» y tres días más tarde, otra anotación, «first night I sleep alone». Esta segunda parte no se traduce en el cartel explicativo, sólo si entiendes inglés y miras con atención el pequeño cuaderno te das cuenta de ese detalle. Se lo comenté a la señora encargada en la Municipalidad de Coquimbo de impulsar una ruta turística vinculada a Gabriela. Yo estaba allí con unos especialistas españoles, en unas jornadas que organizábamos con el CNCA chileno sobre turismo cultural. La señora me pareció una mujer estupenda, físicamente recordaba a Gabriela, y charlando de cosas varias le comenté la anécdota del cuaderno de Doris. La señora me miró espantada y me quiso convencer de que Gabriela no era lesbiana, que era todo una fabulación… y cuando se quedó sin argumentos, ante mi estupefacción, acabó suspirando: «con todo la que la rechazan, para qué añadir más leña al fuego…».

¿Tenía razón? No lo sé, que lo respondan los chilenos que me estén leyendo. Gabriela Mistral se recorrió Chile de Punta Arenas a Arica, pero luego partió, a conocer el continente americano, cuya integración defendía, aburrida de un Chile ensimismada y encerrado entre la cordillera y el mar. Y apenas volvió. Fue recibida con honores en los años 50, la última vez que pisó Chile, acompañada de «su secretaria Doris». La misma Doris que luego se negó a donar el archivo personal de la escritora mientras que su país no reconociera que había sido una autora del máximo nivel. El más importante centro cultural de Santiago lleva su nombre, pero disimulado, «Centro GAM». Los billetes de 5000 pesos llevan su rostro. Pero no conozco a muchos chilenos que sepan versos suyos de memoria. Y, aparentemente, pocos saben que fue la primera persona en conseguir el Nobel de Literatura para Latinoamérica, antes que Neruda o García Márquez.

Y en su Coquimbo natal, en una de las sesiones de turismo cultural, uno de los especialistas españoles, Jordi Tresseras, hablando de las distintas opciones novedosas en este campo, mencionó el «turismo gay». «Muchos homosexuales hacen rutas de artistas homosexuales conocidos, podría hacerse aquí lo mismo con Gabriela Mistral…». Un murmullo sordo de varios segundos fue la única respuesta…

 

Gabriela Mistral

 

 

Hoy va de zombis

Vale, lo reconozco: me encanta The Walking Dead. Para los no entendidos, es una serie estadounidense que retrata un mundo actual que ha sido arrasado por una plaga endémica de zombis, y que sigue las peripecias de un grupo de supervivientes. No es la única serie que me gusta, soy una seriófila empedernida. Tampoco es la única ficción de zombis que me ha gustado, en realidad, me suelen gustar las películas y comics de zombis. Me reí de lo lindo con la versión zombi de «Orgullo y prejuicio». Supongo que en esa dicotomía urbana actual entre zombis y vampiros, yo me decanto por los zombis.

Se preguntarán mis lectores por esa afición. Bueno, hay varias razones. La principal, porque me gusta el modo en que suele verse a unos ciudadanos modernos y civilizados perder la urbanidad y las buenas formas en cuestión de días. Creo que se asemeja a la realidad: en Chile, tras el terremoto de 2010, fue cuestión de unas horas sin luz y agua corriente para que la gente se arrojara a las calles a saquear lo que pillaba. Y no eran los pobres, precisamente, luego salieron a relucir fotos de profesionales acomodados que usaban sus todoterreno de lujo para arrancar las verjas de los supermercados… Así somos, nos comportamos bien, como miembros aplicados de un club, pero en cuanto los cimientos de éste tiemblan ligeramente, volvemos a la vieja y cómoda ley del más fuerte, y en seguida somos capaces de hacer las peores atrocidades para asegurarnos una ración de pan… Pero ojo, también somos capaces de lo mejor: y cuántas veces he llorado en The Walking Dead ante los más bellos ejemplos de heroicidad generosa.

(Spoilers de la serie a tutiplén)

Lo primero que se le cae a la civilización contemporánea, es la igualdad de género. Por eso yo defiendo el feminismo hasta la muerte, porque soy consciente de que la igualdad es una cosa que se pierde al primer chasquear de dedos. Que se lo digan a las pobre iraquíes, sirias y afganas que en los años 70 fueron a la universidad en minifalda. Cuando rige la ley del más fuerte, lo que vale es la testosterona, y ahí es donde se nos fastidia el invento a las mujeres. En la primera temporada de The Walking Dead ya veíamos que en la división de tareas del primer campamento de supervivientes, a las mujeres les tocaba cocinar y lavar la ropa. Qué grandioso ese capítulo en el que las mujeres se quedaban solas en la granja de Hershell, y la petarda de Lori, que siempre estaba mangoneando a todas por aquello de que estaba casada con el líder (y que, significativamente, acabará muriendo al dar a luz) se pone a reprocharle a Andrea que no ayude en la limpieza y en la cocina… Pobre Andrea. Yo siempre fui fan de Andrea, era la representante de las «singles», la Carrie Bradshaw y la Peggy Olsen del apocalipsis zombi. Sufrí con sus ansias de independencia, con su desesperación ante lo poco que contaba en el grupo por no ser madre ni esposa, con sus ganas de aprender a pelear para ser autosuficiente… y con su innata capacidad de elegir al hombre equivocado. Qué hermoso símbolo fue que muriera en brazos de su fiel amiga Michonne, intentando salvar a todos.

Pero mi mujer favorita, la reina de los muertes vivientes, es Carol. Esa ama de casa tímida y maltratada por su marido, que ha acabado convertida en la versión femenina de Rambo, sin perder su maestría en la cocina. Y por supuesto, amo su estilo de pelo corto y canoso, con zapato bajo y rebequitas de lana, nada de minifaldas y de escotes: cuando te pasas la mitad del día matando zombis, el sujetador de encaje se queda en casa. Todas suspiramos por Daryl, pero hasta ahora, la única que lo ha abrazado ha sido ella. Y si no ha habido nada más, tengo claro que es porque, de momento, no ha tenido el más mínimo interés.

Así que he seguido con intensidad las peripecias de Rick y su gente durante los últimos 6 años (que se dice pronto, las series son el mejor ejemplo de lo rápido que pasa el tiempo). Ayer sufrí con ganas con el último capítulo de la temporada 6. Lloré, temblé, sufrí, tomé valerianas y no pude dormir… del enfado. Porque fue de juzgado de guardia.

(A partir de aquí, spoilers de la última temporada a tutiplén)

1. Que Carol haya abandonado a su gente, a su familia, y se haya echado al monte al grito de que no quiere seguir asesinando (porque claro, en el exterior no va a tener que asesinar nada… por eso se carga a 8 tíos cuando no lleva ni 10 kms recorridos), es para matar al guionista. Nuestra Carol no es así. Si querían darle una nueva dimensión ética a su personaje, ok, pero eso se desarrolla con más argumento. Su cara a cara con la pelirroja Paula en el fantástico episodio de mujeres que nos ha regalado esta temporada («Same boat»), iba en esa dirección, pero no fue suficiente.

2. Hemos aprendido a respetar a Rick junto con el resto del grupo. Todos lo aceptamos como líder. Todos estábamos de acuerdo en que ya era hora de que echara un polvo. Y que haya sido con Michonne, pues mejor aún. Pero está claro que la calma post-coital le ha cercenado un poco el raciocinio: a ver, si uno inicia una guerra contra otra tribu, lo mínimo es conocer un poquito a esos enemigos, saber su capacidad, sus posibilidades, medir sus fuerzas antes que tirarse a muerte contra ellos… No tiene sentido lo poco que analizó el primer ataque, ni lo poco que meditó que la primera batalla, la habían ganado con sorpresa (y alevosía: y reconozco que fue muy bueno ver a nuestros héroes matar a traición… no hay nobleza en las guerras de supervivencia). Su cara de lívido terror al caer de rodillas ante Negan era un claro reconocimiento: ¿¿cómo he podido estar tan tonto??

3. Si aún no se ha matado al guionista con el punto 1, desde luego no hay posibilidad de perdón con el modo chapucero con el que despachan a la única doctora de la comunidad. A ver, regla básica de supervivencia del apocalipsis zombi: si solo tienes un médico, no te la llevas a trotar por unos bosques en donde sabes que hay, aparte de zombis, gente muy mala…

4. Claro que es que si algo hemos aprendido últimamente de nuestros amigos del grupo de Rick, es lo mucho que les gusta echarse al campo a los muy puñeteros. ¿Que estás rodeado de malos, vivos y muertos, y por fin tienes un refugio seguro en el que protegerte? Pues nada, abandonas el refugio, te vas de paseo, y dejas tu casa protegida por un cura con buena intención, pero que hasta hace dos capítulos no lograba ni sostener un hacha… Que Daryl se fuera con su moto y su ballesta (parece que estaba deseando que se las quitaran de nuevo) fue de tontos. Que se fueran a buscarlo prácticamente los mejores guerreros del grupo, fue de idiotas. Que a continuación se separaran, fue de subnormales. Y que, finalmente, los pocos guerreros que quedaban para defender Alexandria se fueran de camping en una caravana que no puede superar los 70 por hora (¡y porque habían dejado que les mataran a su único médico!!), nos hizo preguntarnos si no sería que los zombis ya les habían comido el cerebro…

Durante los últimos espantosos 10 minutos de capítulo, lo único que me pedía el cuerpo era gritarle a la pantalla «¡¡¡eso es pasa por tontos del culo!!!!»… qué mal lo pasé. Y que nos quedemos sin saber quién es la víctima de Lucille es un recurso facilón, indigno de los que creemos que esta una serie sobre seres humanos empujados a límites insospechados, y no una mera ruleta de qué personaje se van a cargar en cada temporada…

Pero aún así, reconozco que me sigue gustando la serie, y espero con ansias la séptima temporada. Es lo que tenemos los seguidores de los zombis… nuestra pasión es eterna, aunque huela a podrido.

 

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Forever 21…?

Al fin lo conseguí. Mis lectores que me conocen bien, saben el miedo pavoroso que me inspira cualquier peluquera, así que entenderán muy bien la felicidad que me embarga estos días de cumpleaños.

Esta semana me planté en mi peluquería actual, que ya ha tomado posesión de mí y hace conmigo lo que quiere, ante mi completa y absoluta pasividad. Fue en ese espíritu que a principios de año, con el verano austral, decidieron que mi color era muy “fome” (aburrido en terminología chilena) y me hicieron unas mechas rubias.  Me cobraron una pasta, pero nuevamente, tuve que reconocer que habían acertado, me gustaban a mí cómo quedaban mis rizos bicolores con destellos rubios al sol. Así que esta semana me planté para que me repasaran las raíces, y mi grito de saludo fue lo muchísimo que me gustaba mi nueva tonalidad…

Empiezo a sospechar que hay un punto sádico dentro de toda peluquera, y que en el fondo disfrutan torturándonos. Pues esta vez lo que hicieron fue ponerme un baño de color que me oscureció automáticamente las mechas. Cuando me secaba, le comenté (tímida y temerosa, claro), “¿no está muy oscuro el pelo?” Por dios, para nada, me habían dado un tono de refuerzo, en cuanto se secara al sol, lo vería igual, y con sonrisa malvada, me despacharon. En casa, frente al espejo, tras esperar largas horas, cuando ya realmente no había duda que el pelo estaba seco, y bajo el foco de distintas y variadas luces, certifiqué el nuevo tono monocolor y oscurecido de mi pelo…

A mi cabeza llegaron todas las veces que he llorado a la salida de una peluquería, todas las veces que he decidido no volver a una concreta; cómo esa decisión la tomaba siempre en secreto, temiendo que me descubrieran, cambiándome de acera para no pasar por delante de la puerta; todas las veces que he dicho que quería una cosa y me han hecho otra, y no me he atrevido a protestar; todas las veces que me han cobrado el sueldo de un mes por tratamientos estúpidos e inútiles, y por supuesto, todas las veces que me han cortado el pelo al grito de recortarme las puntas. Creí que iba a llorar, pero no, no lo hice. Respiré hondo, muy hondo, y al final, sonreí.

Al día siguiente me planté nuevamente en la peluquería y pedí hablar con la encargada de los tintes. Con mucha calma, le dije que no estaba contenta. Iba preparada para todo. Para relatar mi disgusto porque me hubieran cambiado el color del pelo sin consultarme, por actuar en mi cabeza como si yo no tuviera nada que decir al respecto. Estaba dispuesta a llevar testigos. Estaba dispuesta a hacerle el análisis económico que me había producido su decisión. Yo estaba preparada para resistirme a todos sus tratamientos, mascarillas, suavizantes, reconstituyentes con vitaminas, serum vivificadores, y refuerzos varios, contra todo eso venía preparada. Pero no hizo falta: “siéntate, por favor, en un momento te lo arreglamos, el baño no es definitivo, se puede arreglar… ¿te apetece un refresco mientras esperas?” Y luego más tarde, con mis rizos bicolores recuperados, añadió, «no te quedes nunca disconforme, si no te gusta algo, pues vuelves, no hay problema».

Soy ME, escribo bajo el seudónimo de Bronte, y esta semana fue mi 41 cumpleaños. Hace unos meses el hijo ya casi universitario de un amigo subió a Facebook, una foto mía con él de chico. En seguida llegaron los piropos de los buenos amigos, sigues igual, no has cambiado, el tiempo no pasa por ti. Pero yo me miré detenidamente y sí, si pasa. Había una tersura impoluta en mi piel y un pelo sin cana alguna. También me pareció ver una expresión distinta en mi sonrisa ingenua, ahí tintineaba ese destello tímido e inseguro de la veinteañera que por supuesto no sabe que es imposible ser joven y fea, y busca ocultar los miles de defectos que ve en su cuerpo, en su cabeza, en todo su ser. Sí, estaba distinta: era 20 años más joven. 

Pero a cambio de las líneas de expresión (que no arrugas, claro está) y de las canas, esta nueva década de mi vida en la que entro, me ha traído un regalo increíble. La seguridad para plantarle cara a una peluquera.

Y sólo por eso, a Zeus pongo por testigo que no volvería ni atada a los 21.

Feliz cumpleaños para mí 🙂

Reflexión de cumpleaños

Así era a los 21

El abrazo amplificado (seguimos temblando)

De cómo el terremoto en Chile de 2015 me hizo pasar el miedo más grande de mi vida…

Una consecuencia de vivir en Chile es que la famosa escala sismológica de Richter se simplifica enormemente: hasta 7, la cosa es una simple chorrada, y si te lamentas mucho o exclamas «¡es un terremoto!», le das una alegría al chileno más cercano, que pasará los siguientes minutos pontificando sobre la resistencia nacional a los movimientos telúricos y riéndose de ti con prepotencia de tintes xenófobos. Pero una vez superado el 7, se te permite usar la palabra «terremoto», y no está mal visto reconocer que la cosa te ha hecho menos gracia que una peli de Paco Martínez Soria. La diferencia va mucho más allá de la obsesión chilena por el número 7, hay que reconocerles que tienen un país con el mérito de tener la condición sísmica más alta del mundo. Y es algo que tienes que aceptar si vives aquí. Eso y la cueca, no queda otra.

Mis amables lectores saben que llevo padeciendo temblores desde casi mi primer mes aquí, y que alguno llegó a agitarme el alma, pero nada, repito, nada, se acercó a lo que viví el pasado (y malhadado) 16 de septiembre. Estaba yo encarando el finde largo por los festivos patrios chilenos, tan tranquila viendo una de mis series y haciendo punto en el sofá (planazo, desafío a quien se atreva a dudarlo), cuando todo empezó a temblar. Durante los primeros segundos, tuve la duda de siempre, ¿me levanto o paso que esto no va a durar más de 5 segundos?, pero entonces, la mesa  de mi salita empezó a golpear las paredes. No exagero, no es figurado: la mesa tomó vida y empezó a golpear la pared como loca… entonces agarré mi corazón (o lo que es lo mismo, mi teléfono móvil) y salté a abrir la puerta de mi casa. No es que los dinteles sean necesariamente los puntos más seguros de la casa (leyenda urbana que aprendes a desmitificar al vivir en Chile), de hecho uno tiene que correr a un «triángulo de la vida», que es un punto que todos tenemos que tener localizado en las casas y aprendido a encontrar en minutos; todos menos yo, claro, que siempre me olvido. Yo corrí a abrir la puerta porque sí que me acordaba de que a veces los marcos se desnivelan con el temblor y la gente se queda encerrada en los apartamentos. Y allí me quedé. Durante una hora. Bueno, fue minuto y medio, pero se me hizo una hora. El resto de mi mobiliario también parecía haber cobrado vida, y aquello parecía un poltergeist de librerías, cuadros y estanterías golpeando las paredes, las puertas enloquecidas, sillas desplazándose por el salón, lámparas balanceándose estilo «fantasma de la ópera»… y luego, por supuesto, mi vitrina. Mi puta vitrina.  Desde el dintel la oía rugir como gata en celo, durante esos minutos eternos, yo ya me hice a la idea de pasarme el resto de mi vida recogiendo cachitos de vidrio de la vitrina por el salón. Y al fin, todo paró. Entonces empezó el tintineo del Whatsapp… primero fue el grupo de la Embajada, que es un grupo que el Embajador usa para pasarnos instrucciones (no confidenciales), y el resto para enviarnos memes. El primer mensaje fue del jefe, preguntándonos cómo estábamos. El segundo fue del Ministro Consejero, alertando de que ya en la radio y la tele se confirmaba que habíamos superado con creces la barrera del 7. Y el tercero del Cónsul, avisando de que iniciaba el protocolo de emergencia consular. Y luego ya siguió el resto, con valerosos mensajes tipo «hosti, qué susto mas grande». Yo al mismo tiempo escribía tranquilizando al grupo de mi familia, porque sé que para la prensa española cualquier cosa por encima del 5 ya es terremoto. También alertaba a mi padre de que lo asesinaría como empezara con su acostumbrado «para terremotos, los de Granada» (nota para chilenos: mi ciudad natal es sísmica, sí, pero de ahí a compararnos con Chile, o Japón, o California, es una nueva muestra de la prepotencia hispana, es lo que tenemos, no os quejéis porque lo habéis heredado) Y entonces volvió a temblar. De nuevo el poltergeist furioso. Paró un rato, y luego otra vez. Y otra vez. En los intermedios, me aventuraba con piernas temblorosas a la salita a ver qué decía la tele, pero luego de nuevo al dintel, casi como un mantra, durante unos cinco minutos que se me hicieron eternos. En medio de uno, entró una llamada de whatsapp de mi hermana a la que le lloré a gritos mientras ella me instaba a buscar un sitio seguro.

Y ahí vamos a la clave del tema: mi miedo era completamente irracional. Es decir, no es que temiera por mi vida (no creo que haya cosa más racional que temer por la vida), porque mi edificio es muy seguro, ni una grieta tuvo al día siguiente. Y como mi edificio, la mayor parte de los edificios de las ciudades chilenas, en un país que lleva ya siglos con esta maldición y sabe cómo lidiar con ella. Lo más peligroso son los maremotos posteriores, pero también en eso están preparados, luego supe de amigos que estaban por la costa, fuera de cobertura, y aún así les llegó un mensaje ruidoso al móvil con la alerta del tsunami. Y sí, hubo víctimas, pero contadas con la mano, y muchas por infartos del susto. Vamos, que tienes que tener muy mala suerte para morirte por un terremoto en Chile (es más factible una avalancha; o un incendio; o un loco descuartizador). Ya digo, era un miedo irracional, el de ver mi casa entera cobrar vida, el de no tener control de nada, la impotencia de no poder escaparme de ninguna manera: yo contra la naturaleza injusta y ciega…

Pobrecita, te pilló sola, me decían luego todos. Pues sí, pero lo cierto es que nunca me sentí más arropada. El internet nunca dejó de funcionar y caudales de mensajes llegaban por Whatsapp, Facebook y Twitter; amigos, familia, los trabajadores del Centro Cultural, mensajes interesándose por la española, o  felicitándome porque ya me había graduado de chilena, incluso algún mensaje recibí de Coquimbo, la ciudad que más sufrió los estragos del terremoto (el puerto en el que tan solo hace unas semanas almorcé tan tranquila quedó barrido por las olas), y aún así desde allí algún amigo me mandó un abrazo. Y luego en las horas siguientes entraron mensajes de Uruguay, de España, de Europa, de Latinoamérica… Estos días estoy siguiendo unas lecciones de cultura digital, y el profesor comenta que nuestro mundo digital permite que nuestra mano, nuestra mirada y nuestra palabra se amplifiquen a través de las posibilidades de la Red. Pues bien, yo sentí una ventaja adicional a este universo virtual: un abrazo enorme, desde todos los rincones, que sentí de forma interrumpida en aquellas horas bajo el dintel de mi casa (no es metáfora, fueron horas, es que al final decidí instalarme allí). Un abrazo amplificado. Y estas palabras son un agradecimiento de corazón a todos los que me abrazaron aquella noche, gracias a todos.

Y por cierto, mi vitrina quedó intacta. Una campeona.

Terremoto en Chile de 2015

(la foto es de la costanera de Coquimbo la mañana del 17 de septiembre, sacada del Facebook de un amigo de allí. ¡Así de fuerte fue el terremoto en Chile de 2015!))

 

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