Siete razones para amar el final de «Como conocí a vuestra madre»

Vale, aviso a todos los que no hayan visto la última temporada de Como conoci a vuestra madre (HIMYM, How I met your mother): ¡¡SPOILERS a tutiplén!!!

  1. El final consigue que la historia tenga por fin coherencia. Como bien dice la hija de Ted, resultaba absurdo contar una historia de amor a una mujer en la que la mujer en cuestión apenas sale. Pero había una razón: porque la historia en realidad no iba sobre el amor de Ted por la madre de sus hijos, sino sobre el amor de Ted por Robin. Y por eso la serie arranca con Ted conociendo a Robin, no a Marshall, a Lily o a Barney. Y así, la serie cuyo final, todos creíamos conocer desde el primer capítulo, consigue finalmente, sorprendernos.
  2. Se ha dicho que Como conoci a vuestra madre era el equivalente de “Friends” del siglo XXI. Puede ser, porque ambas relatan ese momento idílico de la juventud post-universitaria de las tribus urbanas contemporáneas, el de la primera adultez, cuando se tienen pocos compromisos y obligaciones, cuando todo está por descubrir, y los amigos son la antesala de la propia familia. En ambas, los personajes viven en burbujas irreales, en las que el tiempo parece pertenecerles a voluntad, de forma que pueden estar siempre divirtiéndose con los amigos, sin más preocupación de ir a pedir otro café o cerveza a la barra. En ambas, la ficción hizo que esas burbujas se alargaran más de lo que suelen durar en la vida de las personas. Pero sin embargo, “Friends” no se atrevió a sacar a sus personajes de ese hermoso limbo, y la serie concluye con los seis amigos dirigiéndose a tomar de nuevo café, en el sitio de siempre. Quizá por eso ese último capítulo resultó tan olvidable. En contraste, HIMYM se atreve a llegar mucho más allá, hace estallar la burbuja, y durante todo un capítulo final memorable, vemos a nuestros queridos personajes viviendo… en la Realidad.
  3. Todo es real en ese último capítulo, aunque nos duela, aunque nos chirrie, aunque no nos guste verlo, todo casa con la Realidad. Empezando por el final de la historia de amor de Barney y Robin. No resultaba lógico que un juergas pichabrava y una trabajólica, ambos egocéntricos y obsesionados con sus propios proyectos personales y profesionales, tuvieran una relación amorosa duradera. Duele verlo contado en un par de minutos, porque nos hemos pasado seis temporadas enamorándonos de su historia de amor, pero lo bonito es que, a mí por lo menos, no me quedó la sensación de que su historia de amor es un fracaso… sencillamente es una historia de amor preciosa y divertida, que dura, lo que tenía que durar. Hemos soportado durante décadas la insistencia de los guionistas estadounidenses en hacernos creer que la única historia de amor digna de respeto era la que duraba toda la vida, pero ahora, menos mal, parecen haber descubierto que hay historias de amor, gloriosas y memorables, que no duran tanto. Porque el corazón tiene más cuartos que una casa de putas… Quizá por fin leyeron a García Márquez.
  4. No era justo que Robin acabara con Barney. Porque Barney, en definitiva, era el Chico Malo. Aunque nos cayera bien, porque los Chicos Malos suelen ser encantadores de hecho, y él, más que todos. Pero no dejaba de ser un mujeriego mentiroso, sin un ápice de respeto por el género femenino. Durante siglos, las mujeres hemos oído la cantinela del Don Juan redimido por el amor de un Mujer Buena y Distinta (a las demás, que son unas golfas todas). Nos la están contando hasta hoy, mire usted si no las dichosas “Cincuenta sombras de Grey”, pero cualquier mujer con dos dedos de frente sabe que esa historia es una mentira patriarcal y retrógrada. Veremos si finalmente Barney aprende con su hija a respetar a las mujeres. Pero una serie con los hermosos toques feministas que ha tenido Como conocí a vuestra madre no podía terminar con ese cuento (de brujas, que no de hadas).
  5. Era muy lógico que Robin se enamorara del Chico Malo y se aburriera con el Chico Bueno. Primero porque Barney es uno de los personajes más divertidos y atractivos de la televisión de los últimos años, (un Joey mejorado, mucho más atractivo, además de listo y ocurrente) mientras que Ted, en cambio, nos ha exasperado con su romanticismo infantil y sus dudas eternas. Pero sobre todo, porque Robin tenía ventitantos, treintaytantos. Y las chicas a los esa edad “sólo quieren divertirse…”. Tenían que pasar los años, llegar a los cuarentaytantos (quizá el mayor salto cualitativo en la cabeza de una mujer), madurar, librarse de las inseguridades que la llevan a liarse con un hombre con los mismos defectos que su padre, para acabar rechazando a los Chicos Malos (primero con rabia, luego con condescendiente simpatía); para apreciar las virtudes sencillas pero atemporales de los Chicos Buenos; para, por fin, valorar con justicia a Ted.
  6. No es la única que madura, también tenía que hacerlo Ted, que se pasa toda la serie tratando de convertir a la ultra independiente y moderna Robin en la mujer hogareña y maternal que él buscaba. Otro cuento (de brujas, que no de hadas). Del mismo modo que a Barney no lo iba a convertir el Amor de una Mujer Buena y Distinta, a Robin no iba despertársele un instinto maternal a instancias del Amor de un Hombre Bueno y Distinto. Ted también va aprendiendo con los años, de sus fracasos amorosos (las egoístas Stella y Zoey), de los amores que no pudieron ser más largos (Victoria, la sabia repostera), y comprende finalmente que Robin sólo cambiará, si a ella le da la gana hacerlo.
  7. Pero sobre todo, la serie nos entrega un regalo inmenso: la constatación de que, en la Realidad, aunque existan parejas perfectas como Lily y Marshall, no por ello, ese resulte ser el único camino hacia el Amor (con mayúsculas) y la Felicidad. En la Realidad, hay personas que nunca llegan a conocer el Amor, pero aun así pueden ser felices, y hay otras que llegan al Amor, dos, tres, cuatro, muchas veces, con historias más o menos perfectas, pero todas dignas de respeto por lo que significaron mientras duraron. Vamos, que los guionistas estadounidenses han leído a García Márquez. Y es lo que le pasa a Ted, que tras muchas historias, acaba teniendo un Amor Perfecto, con una chica encantadora con la que funda la familia que tanto anhelaba. Y luego además, tiene un Amor Romántico, con la Chica Soñada, a cuya puerta acaba volviendo a golpear, tras años de paciente espera.

 

Y por todo esto, esa imagen final de Ted bajo la ventana de Robin, con el dichoso cornetín azul, con la sonrisa segura del que sabe que esta vez no va a ser rechazado, es un final redondo, pero también sorprendente. Lógico, pero también novedoso. Real, pero también muy romántico. Y también, por qué no, legen… dario.

como conocí a vuestra madre

Te recorto un poco las puntas, ¿verdad?

Vale, me he cortado el pelo. O me he recortado las puntas, no lo tengo muy claro. Pregunten a mi peluquera.
Dirán que este es un tema bastante insulso sobre el que escribir, pero hay mayor enjundia de la que pueda creerse a primera vista. Se vincula a uno de mis temores más reverenciales, como son las peluqueras. No conocerán a chica más sumisa y asustada que una servidora en una peluquería. No sé qué tienen las peluqueras, yo creo que con el champú y las tijeras se dotan de una furiosa seguridad en sí mismas y de un radar para captar a las clientas débiles (como yo). Yo llego a una peluquería con una idea, y la peluquera me la cambia en un pispas, me silencia sin mayor esfuerzo con un simple deja, deja, que eso te va a quedar fatal, y me impone su propia opción, normalmente mucho más cara, claro está. Me he alisado, rizado, tintado de varios colores, hecho mechas y claritos, permitido que me clavaran horquillas por doquier, que me ahogaran con laca, todo en realidad siempre en contra de mi voluntad, pero con mi voluntad completamente silenciada por el miedo. He gastado fortunas en absurdos como mechas castañas sobre un fondo chocolate (cual personaje de Yasmina Reza), pasé un año sin atreverme a lavarme la cabeza por mi cuenta, porque sólo el champú de la peluquería no tenía fosfatos (ya olvidé qué problema tenían los fosfatos) y, por supuesto, he comprado todos y cada uno de los productos que me ofrecen sin rechistar. Yo soy la clásica que cuando la peluquera te tiene a su merced sobre la pila de lavado y te grita, te pongo un champú suave, ¿verdad?, digo que sí; y luego cuando añade, y te pongo una mascarilla, que lo tienes muy seco, digo que sí; y luego cuando remata, y te pongo un tratamiento anti caída, que se te están cayendo los mechones que da pena, digo que sí. Digo que sí, aunque sé que lo único que diferencia el champú suave del normal es su mayor precio, que no tengo el pelo particularmente seco, y que no se me cae el pelo más de lo normal (un dermatólogo me lo aseguró, por escrito). Pero yo digo siempre que sí. A los tratamientos, a los tintes absurdos, a las mechas, a todo. Y luego doy las gracias. Y dejo propina. Y cuando salgo me echo a llorar porque me veo espantosa o igual que siempre, y me he gastado un pastizal. Lo he intentado todo, me he predispuesto de todas las maneras, he probado peluquerías de barrio, de diseño, de academia, de franquicia, todas están pobladas por chicas gritonas, peinadas y maquilladas impecables, que me miran con asco hasta que digo que sí a todo. Y sólo entonces me reconocen que tengo un pelo lindo, piropo que yo recibo cual niño alabanza de la maestra. Ni con los gays triunfo, en mis pesadillas aún se me aparece uno de Montevideo que empezaba toda sesión echándome una bronca monumental por lo sequísimo que le llevaba el pelo.

No obstante, la única cosa a la que he conseguido rebelarme es a que me corten el pelo. Es mi línea roja, nacida de traumas infantiles, con una madre que intentaba periódicamente que mi hermana y yo nos cortáramos nuestras crespas y tupidas cabelleras, para no tener que sufrir el martirio diario del peinado. Trauma que incluye una sesión de rabieta llorosa una vez en una peluquería, a la que me llevó una tía cariñosa, que quiso ayudar a mi madre convenciéndome de que cortarme el pelo era lo más. Después, mi tía siempre juró que nunca más volvería a meterse entre una chica y su pelo, fue la única vez que la vi perder la sonrisa.
Y el tema es que, como mis lectoras féminas saben perfectamente, no hay cosa que le guste más a una peluquera (o peluquero gay) que cortar el pelo. Es la cota máxima de su trabajo, en cualquier peluquería reservada a las más experimentadas, las tijeras son como el cuchillo del sushi para los cocineros japoneses, es un derecho que se gana tras mucho esfuerzo y dedicación. Y una vez que lo consiguen, que llegue una petarda (como yo) a decirles que no quiere cortarse el pelo, pues nada, yo entiendo que les enfurezca. Y como son taimadas, usan tácticas envolventes, la más habitual la conocemos todas: ¿te recorto las puntas? Es la clásica. Tú dices que sí, y ellas a continuación se aplican con rabia. Pero como digo, esta es mi línea roja, así que conmigo no lo tienen tan fácil.

En Uruguay, el veto fue fácil de mantener, porque en el Río de la Plata, el cabello de una mujer es quizá el principal atributo femenino (tiene un buen pelo, era el comentario que solía escuchar cuando se quería piropear a una mujer), y lo cierto es que conocí a pocas mujeres con el pelo corto. De hecho, estoy convencida de que si policías uruguayos aparecen ante una escena criminal compuesta por un peluquero con unas tijeras en la yugular y una mujer furiosa, ¡me cortó demasiado el pelo!, se van sin pedir mayores explicaciones. En eso, Uruguay fue el paraíso.
Pero en Chile volví a la escena de siempre, como en España, peluqueras taimadas que consideran un derecho legítimo cortarte el pelo a voluntad (suya). Sin embargo, logré encontrar un local simpático y coqueto en Providencia, con estupendas profesionales que se distinguen de otras colegas en que no me regañan si vuelvo de España de vacaciones con otro tinte (ay, las broncas que me he comido sin rechistar porque se me ha ocurrido ir a otro peluquero distinto), y que no me aburren ofreciéndome productos absurdos. Y creí tener domesticada a la jefa, la que corta: un par de veces que accedí a que “me cortara las puntas”, la obligué a enseñarme todos y cada uno de los mechoncitos que iba recortando para que pudiera medirlos. Y accedió sin rechistar, un gustazo.
Pero hace un par de meses, fui muy cansada tras un día horrible de trabajo, y cuando ella me hizo la pregunta consabida, asentí medio dormida. Fue la suya. Me cortó el pelo. Durante varios días me resistí a aceptar la verdad. La gente me decía, anda, qué cambio, te cortaste el pelo, y yo reaccionaba furiosa, ¡no me lo he cortado, me he recortado las puntas nada más! Pero al final tuve que resignarme: la peluquera me había cortado el pelo.

Lo bueno es que todo el mundo lo celebró, no he dejado de recibir piropos y alabanzas, lo que me hizo pensar que quizá mi madre (y mi pobre tía) tenían un poquito de razón cuando me aconsejaban no llevarlo tan largo. Pero sólo un poquito… En fin, que llevada de un efervescente espíritu de renovación, cuando empezaba a crecerme de nuevo, me planté en mi peluquería y exclamé segura de mí misma, sin temor, con una sonrisa condescendiente, vale Vilma (se llama Vilma), te saliste con la tuya, me puedes volver a cortar el pelo.

Y entonces Vilma me miró muy fijamente y con calma me respondió: querida, yo no te corté el pelo, nada más que te recorté las puntas… Las dos nos medimos en silencio durante unos segundos… un duelo tenso, el aire se cortaba con un cuchillo (o unas tijeras, mejor dicho)… Y por supuesto, el duelo lo perdí yo. Me senté con la cabeza gacha y vocecita tímida, vale, de acuerdo, pues eso, que me recortes de nuevo las puntas
Y la cabrona sonrió.

peluquera cruel

 

Así, no

Hace un par de años, un dramaturgo catalán (bastante conocido, pero no diré su nombre) me comparó la situación actual de Cataluña con el resto de España, con un matrimonio moderno: si uno de los dos quiere terminarlo, me concluyó, se le debe permitir divorciarse. Yo le respondí que vale, que de acuerdo, pero que los divorcios, para que tengan efectos legales, se deben hacer de acuerdo a determinados procedimientos, acordando los detalles como personas civilizadas: el régimen económico tras la separación de bienes, quién se queda con la casa, el coche, cómo se divide el chalet de la playa, y, lo más importante, la custodia de los hijos. Lo contrario, es de maridos canallas, de esos que se escapan con un «me voy a comprar tabaco, y ahí te quedas tú con los niños y la hipoteca», y de mujeres malas que dejan una nota pegada al frigorífico, «cari, te dejo por el butanero, me llevo el dinero, las joyas y el rosario de tu madre». Así, no se divorcia la gente digna de respeto. Así, no.

Últimamente, cuando te topas con un catalán, la duda es cuántos minutos vas a tardar en enfrascarte en la charla sobre «el tema». Es lo que pasaba antes con los vascos, antes de que ETA nos diera el agur definitivo. Seamos sinceros: a la mayoría, la charla sobre «el tema» nos produce reacción similar a la de cuando tu pareja te espeta un furibundo «tenemos que hablar de lo nuestro». Un gestor cultural catalán (bastante conocido en su ambiente, pero no diré su nombre), que vino a Chile invitado personalmente por la Presidenta Bachelet a su ceremonia de toma de posesión en 2014, me hizo un resumen magistral de la situación política actual en Cataluña y al final concluyó con un suspiro agotado: «y esta es la última, por dios prometo que la última vez que hablo de este tema…» Los dos sabíamos que no podría cumplir su promesa.  Me dice una amiga granadina que acaba de pasar unos días en Barcelona que «el tema» es sempiterno, a todas horas en la televisión, radio, periódicos… Pobre gente, concordamos las dos. Hace unas semanas conocí a otro dramaturgo catalán (bastante conocido, pero no diré su nombre): habíamos traído una adaptación teatral suya a Santiago y me invitó a cenar junto con su equipo. De manera prodigiosa, evitamos el dichoso «tema» durante la velada, y yo por mi parte me lo pasé muy bien. Pero no se puede bajar nunca la guardia, luego me llevé a tomar una copa a uno de los actores (bastante conocido en la escena catalana actual, pero no diré su nombre) y nada, al primer molt bé, sin darnos cuenta, ya estábamos hablando de Pujol. En cuanto pude, pagué la cuenta y me apresuré a devolverlo a su hotel. Ya llegando, él me dijo que hubiera estado bien hablar más de nosotros. Yo tendría que haberle dicho que sí, que me hubiera interesado escuchar su verdadera opinión, su sentimiento honesto desde el corazón, antes que oír nuevamente el discursito manido inspirado en los requiebros quejumbrosos de Mas. Pero no se lo dije. Y es que últimamente, yo estoy más hipócrita de lo acostumbrado, y en cuanto me acerco a la charla sobre «el tema», para no liarme a gritos, o no escuchar cosas que me entristecen, sencillamente lo evito. La misma técnica aplicó conmigo una antigua compañera del instituto, catalana y hoy instalada en Luxemburgo, casada con familia con la que quiza se entienda en inglés porque todas las anotaciones en su muro son fotos de todos comentadas en ese idioma. Un día loco me dio por escribirle por Facebook preguntándole su opinión (sobre «el tema», de qué si no) y sencillamente, no me contestó.

Cuando esta chica y yo compartíamos pupitre en el Liceo Español de París, nos peleábamos de lo lindo: ella era una independentista furiosa, y yo me tomaba como un insulto personal que hablara en catalán en mi presencia. A mí que tanto me gustan  los idiomas, que terminé mi bachillerato con conocimientos de latín y griego clásico, cómo lamento ahora que mi cerrazón adolescente entonces me impidiera aprender un poco más de esa lengua, que también es mía, por cuanto es un idioma que se habla en España. Tenemos un país con un idioma que hablan más de 400 millones de personas , pero que además, tiene otros dos idiomas latinos (uno directamente emparentado con la segunda lengua más hablada en Latinoamérica), y otra lengua más, ésta de raíces prelatinas. Ahí es nada. Esto nos convierte en el país con mayor patrimonio lingüístico de Europa y probablemente del mundo. Pues bien, en nuestra onda habitual de despreciar cuanto ignoramos, no presumimos de nada de esto. Qué va, hemos permitido que la lengua sea el arma arrojadiza favorita de los nacionalistas más incultos, hemos dejado las políticas lingüísticas en manos de paletos chupasubvenciones con cero interés general, que se han lanzado las iniciativas al grito de «y yo quiero más», sin pensar nunca en una estrategia unificada de educación para todos los españoles. El resultado es que nadie piensa que, si todos nos debemos sentir orgullosos de la Alhambra, las cuevas de Altamira, el flamenco o el silbo gomero, también debiéramos sentir el mismo orgullo de los idiomas que se hablan en nuestro país. En vez de pelearnos por la religión, la ética o la educación para la ciudadanía, podríamos alguna vez haber pensado en incluir una asignatura común a todos los españoles, «lenguas autonómicas», que hubiera permitido que un niño al terminar su educación básica en cualquier punto de España, hubiera tenido una noción general de catalán, gallego y euskera. ¿Tan grave hubiera sido que en uno de los Estados que más ha trabajado internacionalmente por el reconocimiento y respeto del Patrimonio Inmaterial, sus ciudadanos hubieran conocido más de la diversidad patrimonial propia? Hemos financiado la formación de Felipe VI, que incluyó que manejara los idiomas que se hablan en España. También financiamos la educación pública que recibió la hoy Reina Letizia, que asumo que, como yo, ignora por completo varios de esos idiomas que su marido habla fluidamente.

Quizá ya es hora de que los españoles tengamos la charla sobre «el tema». Pero si la tenemos, tengámosla todos, no sólo políticos interesados en ganar las próximas elecciones en su circunscripción. Y tengámosla basándonos en nuestras propias emociones y experiencias, no en los datos distorsionados de políticos interesados en que olvidemos que miembros de su partido están encausados por robo. Y escuchémonos atentamente, escuchemos lo que el otro tenga que decir, escuchemos los que piensa sobre nuestra historia común, sobre la guerra y la dictadura que sufrimos todos, sobre nuestras primeras décadas en democracia, sobre nuestros éxitos y sobre nuestros fracasos, sobre todo lo que aún nos queda por hacer. Yo por mi parte, hablaría de mi trabajo diario, de que la primera exposición en el Centro Cultural de España en Santiago este año fue una exposición del Instituto Etxepare y que ahora inauguramos otra del Instituto Aragonés de Arte Contemporáneo; que los gallegos de la colectividad española en Chile usan regularmente nuestras instalaciones para mostrar cosas como que las calabazas de Halloween tienen orígenes gallegos; y que si conozco a tanto dramaturgo catalán, es porque me la paso promocionando el teatro de Cataluña. Contaría que esto lo hago porque tengo instrucciones de mi ministerio para promocionar culturalmente una imagen de España plural y diversa, y que esa instrucción la tuve también cuando nos gobernaba el PSOE. Contaría cómo me siento orgullosa de mostrar nuestra diversidad en el extranjero. Cómo creo, por encima de todo, de que en España cabemos todos. Absolutamente todos.

También reconocería que ser español es muy agotador. Se lo escuché hace unos meses en una comida a un periodista (bastante conocido, pero… bueno, qué narices, era Iñaki Gabilondo). Somos un país intenso, rabioso, amante del melodrama barato, repetitivo y terco. Y además, no nos conformamos con las medias tintas. Como dijo Gabilondo en ese mismo almuerzo, los españoles, si no podemos ser los primeros en algo, «no nos contentamos con menos que ser los últimos». En el exterior hemos defendido un papel conciliador y moderado, y dentro de casa parecemos incapaces de tener una conversación civilizada.

Pero sí, tengamos la charla de una vez. Pero no agritos, con los argumentos cortoplacistas de líderes que con cada acto demuestran hasta qué punto no merecen ser llamados así. Sin los tremendismos de políticos que lo único que temen es que nos demos cuenta de que la vida seguirá igual, o mejor, en cuanto los echemos del cargo. Pero lo más importante, tengamos la charla a todos los efectos, una vez que hayamos hablado desde el corazón, entremos de lleno en la cuestión legal, sin medias tintas, tratando sin reservas de lo que sería un divorcio, de los efectos de la separación de bienes, con datos reales basados en la legalidad internacional y nacional. Hay que desmontar los argumentos demagogos que aseguran que el cónyuge divorciado se irá a vivir a un ático de lujo con piscina y sin gastos de comunidad ni hipotecas, cuando en la vida real (esa que los griegos han conocido una semana después de su referéndum), lo que suele suceder es que el divorciado acabe yéndose a vivir a casa de sus padres y con un sueldo aún más recortado por la pensión para los hijos.

Hablemos, aunque nos aburra y exaspere, hablemos, antes de que sea demasiado tarde. Porque ahora mismo estamos protagonizando un culebrón, de esos en los que uno de los personajes una noche se levanta y sorprende al marido en mitad de la cocina arramblando con lo que encuentra en la despensa y la calderilla de su monedero, mientras una pelandusca espera en la puerta con el motor del coche encendido. La actriz del culebrón agarraría la escoba y se liaría a golpes, o quizá se arrodillaría humillada suplicando para que se quedara. Pero nosotros debemos sacar el melodrama barato de nuestras vidas, respirar con calma y decir: «así no se divorcia la gente. Comportémonos con dignidad y respeto a nuestra historia común. Si me quieres dejar, déjame. Pero no te vayas así. Así, no»

 

Así, no Així, no

Te regalo el metro marino que quizás me pertenece de esta larga culebra oceánica…

… pequeño niño boliviano, te puedo contar como conocí la gigante mar, y daría todo para que esta experiencia no te fuera ajena. Incluso, te regalo el metro marino que quizás me pertenece de esta larga culebra oceánica. Tanta costa para que unos pocos y ociosos ricos se abaniquen con la propiedad de las aguas. Por eso , al escuchar el verso neo patriótico de algunos chilenos me da vergüenza, sobre todo cuándo hablan del mar ganado por las armas…

(Pedro Lemebel, Carta a un niño boliviano que nunca vio el mar)

Que no se me sulfure nadie antes de tiempo. Tengan todos claro que no voy a consignar aquí ni una defensa ni un ataque a la demanda de Bolivia contra Chile frente al TIJ de La Haya. Y no voy a hacerlo, porque no puedo hacerlo, porque los diplos no podemos opinar sobre cuestiones internas de los países en los que trabajamos, y este es un asunto interno entre Bolivia y Chile. Pero que no pueda tener opinión pública, no significa que el tema no me interesa. Muy al contrario: me fascina. Los lectores de esta bitácora conocen de sobra mi obsesión cuasi fetichista con las fronteras, las delimitaciones, y, sobre todo, los pasos de frontera. Deformación profesional, quizá, cualquiera sabe.

Aclarado esto, informo a los no chilenos (los chilenos lo conocen de sobra), que he iniciado esta entrada con un párrafo de un artículo del escritor chileno Pedro Lemebel, fallecido hace unos meses. Elegí esta frase para ilustrar que hay chilenos que defienden que se le dé mar a Bolivia. Pero eso sí, aunque no he visto ninguna encuesta, creo que puedo afirmar que esta es una opción minoritaria dentro del país. Lo que no sé es hasta qué punto es minoritaria, o si queda diseminada dentro de una mayoría indiferente a la que el tema en realidad les trae al pairo. O quizá no, quizá son mayoría los que creen que esa «larga culebra oceánica» es suya y dejémonos de tonterías. Creo que saber esto es tan difícil de saber como el porcentaje real de bolivianos honestamente preocupados por la cuestión, si no habrá muchos que encuentran muy aburrido el tener que participar en la multitudinaria marcha anual por el Día del Mar (multitudinaria, que quede claro, porque la asistencia es obligatoria para  funcionarios, estudiantes, a las empresas públicas, etc). O quizá no, quizá son mayoría los que no se olvidan de que Chile les quitó la costa tras una guerra. En Chile son muchos los que me han dicho que eso demandarte ante La Haya «no son formas». ¿Lo son acaso arrebatarle a un vecino territorio por la fuerza…? he respondido con cara inocente (falsa como Judas).Y ahí los chilenos normalmente me cambiaban de conversación. Ojo, no todos. Un periodista chileno escribía en el diario digital «Mejor que la televisión» «una vez más nos encontramos en este escenario, un vecino que nos pone al día de que vivimos en un barrio en el que, admitámoslo, no queremos vivir… (···) Sí, somos latinoamericanos. Sí, vivimos al lado de Bolivia, Argentina y Perú. Y sí, somos los peores vecinos que se puede tener…»

Pero hay que ser justos con los chilenos. Sí, es cierto, emprendieron sucesivas guerras contra sus vecinos del norte (la primera, para impedir que los dos se unieran para formar una confederación), y se expandieron con el objetivo de ser dueños de las riquezas mineras de la región, no hubo peticiones de anexión por parte de la población local, los tranquilos aymara, que realmente pasaban de ambos países. Pero mientras los chilenos guerreaban al norte, en el sur estaban los argentinos en plan, uy, qué lindo lago, lo vamos a llamar Lago Argentino y es nuestro, uy, qué lindo glaciar, lo vamos a llamar Glaciar Perito Moreno, y es nuestro, y así sucesivamente… y recordemos, de acuerdo con los mapas españoles, en el momento de la emancipación, la Patagonia era TOTALMENTE chilena. Así, tal cual, nada de divisiones, todo era Chile. Y ahora miremos el mapa y veamos como está… En definitiva, sin querer entrar a enjuiciar de forma anacrónica la historia latinoamericana del XIX, lo que está claro es que las nuevas naciones, impulsadas muchas veces por los nunca objetivos ni desinteresados británicos, pasaron de los mapas heredados, y jugaron a la expansión hasta donde los dejaron los vecinos. En ese juego, hubo perdedores claros (Paraguay y Bolivia), pero luego hubo varios que acabaron en tablas, y realmente, si nos ponemos a contar kms ganados al norte, y perdidos al sur, Chile quizá no puede considerarse de los ganadores absolutos.

En todo caso, en estos días de presentación de alegaciones ante el TIJ en La Haya, si uno escuchaba o leía los medios, la impresión era de previa de final de Mundial de fútbol. Algo así como la época del juicio de Argentina contra Uruguay por la planta Botnia ante el mismo tribunal. Y así, el chileno medio ha seguido en directo la presentación de argumentos del equipo chileno, se ha familiarizado con conceptos jurídicos como «acceso soberano al mar», y me he encontrado con algún taxista que me ha reclamado por el hecho de que el coordinador de los abogados de Bolivia fuera español. Por tanto, no me extrañó nada el día que mi Rosa me contó que había estado viendo por la tele una de las sesiones. Después de 10 minutos se quedó dormida (que nadie la juzgue, yo no hubiera aguantado más de 5), y al abrir los ojos, se encontró con Evo Morales plantado en medio de su salita de estar. «Era un sueño», me aclaró Rosa (aclaración nada gratuita: con Rosa, nunca se sabe). El Evo Morales del sueño de Rosa era muy callado, no abrió la boca, y de hecho ella se animó a preguntarle si no le prestaría algo de dinero para que ella pudiera ir a visitar La Paz. A modo de respuesta, él se limitó a mirarla con unos ojos cargados de profunda tristeza. «Tendríamos que darles un poquito de mar, tenemos mucho, no hay que ser avariciosos» concluyó. Le he contado este sueño a unos cuantos amigos chilenos, varios de ellos de talante progresista, todos lo encontraron muy divertido, pero cuando quise ahondar en plan, «y tú, estás de acuerdo con Rosa?», la respuesta fue muy clara, no, imposible, antes quizá, pero ahora que nos han llevado a juicio, nones, que esto no son formas

Abandoné La Paz cuando las taquicardias ya empezaban a disminuir y respiraba mejor. Esperando a mi avión en el aeropuerto de El Alto, pegué la hebra con una pareja, él boliviano, ella chilena, que claramente pertenecían al grupo que en la ciudad cercana al Olimpo, pueden elegir vivir más cerca de la tierra. Con ella me hice super coleguita al segundo de enterarnos que éramos las dos clientes de Iván, el diseñador de alpaca, y estuvimos un buen rato de confidencias. Me contó que llevaba 20 años casada y viviendo en La Paz, pero que aún así, cada vez que volvía de unas vacaciones fuera, nuevamente sufría el mal de altura como si fuera la primera vez. «Hay que haber nacido aquí para no alterarte, no hay otra». Caminamos juntas al avión, y pronto empezamos a jadear. El acceso era una cuesta de varios metros. Hay que ser un verdadero cabrón para diseñar un acceso en cuesta en un aeropuerto a más de 4000 metros de altura. En un momento, ella giró a ver cómo iba su marido, y él respondió a su preocupación con suficiencia viril (aunque jadeaba un poquito, que conste): «nada, estoy bien, soy boliviano, esto no me afecta…». Entonces ella se rió, y se colgó de su brazo: «bueno, pues no presumas tanto, que te fuiste a casar con una chilena…»

Y pensando que igual acababa susurrándole un «te regalo el metro marino …»,  me subí al avión y abandoné La Paz.

(Foto de un trozo de pared de un bar en La Paz)

 

te regalo el metro marino

El Altiplano: la coca es sagrada

El Lago Titicaca (o Titikaka, como lo veremos escrito en la mayor parte de los carteles bolivianos), es el lago más grande del continente y el más alto del mundo. El Titicaca abre una brecha en la cordillera de los Andes, que desciende desde el Perú hecha una sola cadena y la divide en varios cordones montañosos. Entre esos cordones, se extiende el Altiplano, una inmensa llanura cuya altitud  alcanza los 5000, y que en Bolivia está enmarcada por las tres ramas andinas que recorren el país. Es un paisaje desolador y agresivo, de clima helado, escasas precipitaciones, y frecuentes salinas y desiertos…

Ilusiona contemplar algo que estudiaste una vez hace mucho tiempo en un libro de geografía, en aquellos tiempos lejanos en los que los niños españoles estudiaban Geografía Universal. Ahora no la estudian, por supuesto, aprenden la geografía de su pueblo y de su comunidad autónoma, algo mucho más útil que estudiar una llanura desolada y lejana, muy lejana. Sin embargo esta lejanía no impidió que un grupo de absurdos antepasados, emigrados al Nuevo Mundo, se plantearan instalar una ciudad. La Paz se supone que se llama así porque se fundó tras años de guerras intestinas de los españoles en el seno del Virreinato del Perú, pero yo pienso que fue más bien que se instalaron en el Altiplano, se quisieron matar tras una semana allí, se bajaron unos metros, dibujaron el mapa básico de la plaza de armas y la catedral, y luego se sentaron jadeando: «¿Bautizar la ciudad? Déjame en paz, yo me voy a dormir… solito, que el corazón ya no me da más, dame que mastique eso que rumian estos indios todo el día, dios mío qué mesecito que llevamos, con lo a gusto que estaba yo cuidando ovejas en Extremadura…que no, que no puedo pensar ningún nombre ahora, ¡que me dejéis en paz!!!»

Por supuesto, no es eso lo que nos cuenta Celso, el conductor que nos alcanza al Titicaca, aprovechando el día libre que aún tenemos antes de empezar las reuniones. Él habla y nosotros escuchamos, porque él es un semidios con glóbulos en las venas, y nosotros unos pobres mortales con taquicardias. Celso se compadece de nosotros y nos compra hojas de coca, que él también toma, después de santiguarse: «la coca es sagrada» nos explica. Vaya si lo es, nunca estuve más de acuerdo con otro ser humano. Primero recorremos El Alto, por una única calle de doble sentido sin asfaltar. Celso se despacha con el alcalde, cercano al gobierno de Evo: nos dice que no ha hecho nada de nada, como el de La Paz, y que la gente está furiosa con ambos (pronto veríamos que tenía razón, en las elecciones municipales que se celebrarían unos días después, la oposición le arrebatará el gobierno de ambas ciudades al oficialismo). Por el camino vemos unas construcciones kitch bastante curiosas, una especie de palacetes recargados, de grandes cristaleras coloridas de clara inspiración indígena. Son los «cholets», las mansiones que la ya cada vez más empoderada burguesía aymara se construye. Las casas de los «cholos» nuevos ricos, que incluyen salones de baile en la primera planta, de alquiler para bodas y fiestas de 15. La denominación tiene un poso obviamente insultante, pero en un alarde de profundo sentido del humor, muchos se han adueñado del término, y lo usan con orgullo. Se puede encontrar muchos artículos en internet sobre la arquitectura de los «cholets», cada vez más populares y reconocidas en el extranjero.  Luego nos adentramos en el inmenso y sobrecogedor Altiplano, que es uno de los paisajes más impresionantes que he visto en mi vida. El Titicaca también impresiona, aunque no nos dio tiempo a llegar al punto en que todo el horizonte es agua y solo agua, y tienes realmente la impresión de encontrarte ante el océano, y no ante un lago. Como el Río de la Plata en Montevideo, vamos.

En los días siguientes, ya empezamos las reuniones, pero en los huecos y cenas, aún tuvimos tiempo de observar detalles de una nueva ciudad que empieza a despertar, como los locales y restaurantes de diseño en el bohemio y cuidado barrio de Sopocachi. Vamos encariñándonos con detalles como las «cebras», funcionarios municipales disfrazados de cebras que cómicamente tratan de regular (un poco) el caótico tráfico diario. Aunque la mayor apuesta para arreglar el tráfico, sin duda es el impresionante Teleférico, diseñado a partir de un estudio financiado por la AECID (momento de promoción institucional, jejeje). No se queda en una simple atracción turística, es un proyecto de metro aéreo, con (por ahora) tres líneas que conectan los principales puntos de la ciudad, y coordinado con la red de buses. Todos recomiendan la línea amarilla, que atraviesa Sopocachi, hasta el sur, en donde están los barrios acomodados. Los ricos se las arreglan siempre para vivir mejor, y en la Ciudad Cercana al Olimpo, se vive mejor lejos de éste, mas pegado a la tierra, a menor altura. Los ricos, por tanto, viven a una media de 3000 metros: puro lujo, se nota nada más bajar del teleférico. Allí me desplacé buscando a Iván, el Artezzano, un diseñador local que logra resultados espectaculares y modernos en la clasiquísima y tradicional alpahaca. Una sugerencia de Clara (las buenas diplos siempre logran este tipo de datos), que se plasmó en una mutua admiración, cuando Iván comprendió que yo estaba más que dispuesta a dejarme seducir por nuevas formas y colores.

Volví a subir, contemplando desde el teleférico el mar de construcciones encaramadas hasta lo más alto de los cerros, como si quisieran llegar hasta el mismísimo Huayna Potosí, el alto cerro que parece vigilar que la ciudad no sobrepase sus 6000 metros… porque más allá, pasado el Altiplano, sólo queda el Olimpo…

Y uso la palabra «mar», en esta Bolivia mediterránea, porque justamente de eso tratará el tercer y último capítulo de mi periplo en La Paz…

Altiplano

(Nota para españoles: en Latinoamérica, la palabra «mediterráneo» define a los dos países sin mar, Bolivia y Paraguay, y por tanto «en medio de la tierra»… otro conocimiento perdido con la desaparición de la Geografía Universal de nuestros planes de estudio…)

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