La ciudad cercana al Olimpo

«¿Va a La Paz? Tiene que salir por nacional, no por internacional» Miro al policia de inmigración chileno un tanto escandalizada, caray, córtense un poco, cómo se pasan ustedes de chulos, estoy a punto de decirle, mira que considerar La Paz como un destino nacional… pero nuevamente me traiciona mi disponibilidad a creer cualquier situación surrealista en lo que a pasos de frontera latinoamericanos se refiere. No es que los chilenos consideren La Paz un destino nacional, es que los trámites de inmigración se hacen en Iquique, ciudad en la que el avión hace escala. Cuando compré el billete, pensé que la pésima conexión se debía a las rara vez cordiales relaciones diplomáticas entre ambos países, luego veré que la capital chilena tiene de las mejores conexiones con su equivalente boliviana de la zona: mis colegas de Argentina, Paraguay y Uruguay llegarán tras periplos de horas, mayormente nocturnas, y largas esperas en Santa Cruz de la Sierra.

Viajo a una reunión de directores de Centros Culturales de la zona, y por los escasos vuelos semanales que oferta LAN, que ya digo que luego veré es una oferta comparativamente buena, tengo que ir dos días antes. Es poner un pie en La Paz, y darme cuenta de que dos días de aclimatación igual no es algo tan malo… una oye hablar del mal de altura, del apunamiento, las distintas historias, y luego simplemente aterrizas a más de 4000 metros de altura, que es donde está el aeropuerto de El Alto, y te das cuenta de que el tema es mucho más serio de lo que te habían advertido. Te subes al taxi para bajar a La Paz, que está más abajo que El Alto (suerte de ciudad dormitorio sobre las cumbres de la capital), pero todavía a más de 3500 metros, por lo que el tema apenas remite. Qué narices estaban pensando mis antiguos compatriotas colonizadores para plantar una ciudad allí, es algo que se me escapa. Y de hecho la colocaron aún más alto, en pleno altiplano, se bajaron tras vivir allí una semana, con un frío espantoso y una climatología que impide que crezca absolutamente nada. Un guía me explicará que les interesaba la locación por el oro del río, pero yo no termino de entender la ventaja de encaramarse tan arriba. Porque, sepan mis estimados lectores, que la altura afecta. Y cuando digo que afecta, es que afecta. Durante los siguientes días, caminaré cual viejita asmática, me enfrentaré a las cuestas de la ciudad o a cualquier escalera como si del Everest se tratara, y me quedaré sin aire y con taquicardia a cada poco.

En los primeras horas de trance me acompaña Gastón, el director del Centro en Rosario. Temblorosos y jadeantes llegamos al lindo hotelito de arquitectura colonial en el centro de la ciudad, junto a la iglesia de San Francisco, y con nuestras menguadas fuerzas nos sentamos a tomar el primero de los cientos de mates de coca que tomaremos durante la semana. Algo más respuestos, gatearemos por la empinada vecina calle, llena de tiendas turísticas, y de casas de cambio, para luego bajar (en La Paz no se camina en realidad, se sube o se baja) al hermoso edificio restaurado que ocupa el Centro Cultural de España en La Paz. El recorrido nos mantiene en una permanente sensación de caos ruidoso, lidiando con un tráfico endiablado que nunca remite (cruzar la calle es un ejercicio de alto riesgo), y siempre con miriadas de personas deambulando a todas horas, un día que finalmente logramos trasnochar un poco comprobaremos que la afluencia no baja. Población variopinta, muy joven de media, que combina a encorbatados ejecutivos con «cholas» con mil refajos, trenzas y un absurdo sombrero tipo bombín que sostienen en un admirable equilibrio. Luego me contarán que los refajos fue una imposición de los españoles, que consideraron que el verdadero traje típico, una falda que dejaba las piernas al aire, era poco decoroso; para el bombín hay cientos de teorías, siendo la más curiosa la que afirma que a las costas bolivianas, cuando aún Bolivia tenía costa, llegó una vez un barco cuya mercancía incluía bombines, que se tiraron al descubrir que habían llegado estropeados, para ser recogidos con emoción por las lugareñas.

Llegamos al Centro Cultural en un estado jadeante lamentable, y el equipo hispano-bolivianos nos contempla con la superioridad que otorga una sangre con glóbulos suficientes… aunque acaban reconociendo que aclimatarse del todo, uno no termina de hacerlo, si no has nacido allí: el cuerpo se acostumbra, sí, pero las taquicardias, la mala calidad del sueño, las pesadillas, las dificultades para concentrarse, el quedarse sin aire, es algo que, de alguna manera, se mantiene latente. De nuevo, no sé en qué estaban pensando nuestros antiguos compatriotas colonizadores, con lo listos que estuvieron en Santiago o en Montevideo…

Y sin embargo, en los siguientes días, acabaré encontrándole su aquel a La Paz, esa ciudad cercana al Olimpo, que pareciera hubiera sido planteada para semidioses, y no para simples mortales…

La Paz

 

11 de febrero, 40 años

11 de febrero.

Es una fecha redonda. Es el día que la Virgen de Lourdes eligió para aparecerse a la pastora Bernadette. Es el día en que Pedro Valdivia e Inés Suárez decidieron que el valle del Mapocho era un buen lugar para fundar una ciudad y llamarla Santiago (lo que hicieron en efecto al día siguiente). Es el día en que cayó el Sha de Persia. Es el día en que nació gente muy distinta: Jennifer Anniston y Antonio Machín, Thomas Alba Edison y Sheryl Crow, Sarah Palin y Gabriel Boric Font. Feliz cumpleaños, Jennifer, no te operes más la cara, te vas a estropear con lo linda que eres; feliz cumpleaños, diputado Boric, me toca un pie como vaya vestido al parlamento, pero por favor haga algo para que pavimenten la Carretera Austral.

Y sí, es que una tiende a ver la fecha de su cumpleaños con cierta aureola mágica, yo suelo detenerme en la última media hora de cada 10 de febrero, como si pudiera paladear los últimos minutos de una edad concreta de mi cuerpo, que está a punto de cambiar, y como si el paso del minutero realmente tuviera efectos palpables en mi persona, del minuto 59 al 00, mi cuerpo evoluciona, cambia, madura. No es una transformación simbólica: en un minuto se concentra todo el paso del tiempo, en un minuto soy un año más vieja, en un minuto soy un año más sabia, en un minuto me alejo un año más de la bebé regordeta y rubia (sí, rubia) que llegó en un momento olvidado de la noche. Mis padres pragmáticos no tuvieron el más mínimo interés en memorizar la hora exacta, en abierto desafío a astrólogos, quirománticos y adivinos de cualquier pelaje, pero desde luego fue pasada la cena y antes del desayuno de mi madre, porque nací con hambre, un hambre ruidosa que durante horas las tontas matronas del hospital trataron de acallar con biberones de manzanilla, hasta que finalmente alguien tuvo la inteligencia suficiente de empotrarme un biberón de leche que tragué con furia, furia reivindicativa y suficiente, quiero creer, la suficiencia de la que recibe lo que en justicia cree merecer. No he cambiado, reivindico con ruido mis derechos y los recibo rumiándolos con orgullo, para que quede claro, me lo das porque es mi derecho, no porque sea tu privilegio.

Los 30 me pillaron ya con la oposición aprobada, y recuerdo el alivio con que festejé, trabajo tachado, una cosa menos de la lista, ahora a dedicarme los próximos 10 años al resto de la lista, esa lista que adoptamos todos sin saber muy bien por qué, nadie es consciente, pero todos la tenemos, las mujeres desde luego, así que mi lista supongo incluía los clásicos, casa, marido, hijos… no pensé en ese momento que al colocar el trabajo primero yo ya había invertido la lista, y quizá por eso me salí de ella y nunca más le hice caso. Hoy lo pienso por primera vez: no he conseguido nada más de esa lista imaginaria tontamente autoimpuesta. Pero tengo un coche. Y un microondas, que mis compañeros de promoción de la Escuela Diplomática me regalaron en mi 30 cumpleaños y que ahí sigue.

Si la fecha de nacimiento tiene ya magia de por sí, cuando se le suma el cumplir una cifra redonda, es ya un festejo completo, un frenesí de reflexión contemplativa, qué soy, adonde voy, qué quiero… Una década después de haber agradecido a gritos alegres mi microondas, he construido un hogar en dos ciudades a miles de kilómetros de mi Granada natal, dos ciudades que conocí de niña por referencias literarias sin pensar que acabaría viviendo en ellas. En ambas he conocido a gente de todo tipo, he amado y odiado, me han juzgado para indistintamente condenarme o absolverme, me he perdido mil veces, he hecho los mejores amigos, he perdido a algunos, y para luchar contra la ausencia, empecé a consolarme con el tópico nos reencontraremos en algún lugar, he insistido en tropezarme con la misma piedra hasta desgastarla, he emprendido viajes reales e imaginarios, he mantenido mi fascinación por los pasos de frontera, y he aprendido cosas que nunca imaginé, por la pura simpleza de su existencia obvia.

Y conforme paladeaba la última media hora de cada 10 de febrero que pasaba, me iba haciendo de nuevos propósitos, este año seré más paciente, este año me indignaré menos, este año no me tomarán tanto el pelo, este año seré menos despistada, este año escribiré un libro… y conforme divisaba la llegada de la nueva cifra redonda, complicaba los propósitos, cuando cumpla 40 tendré un perro, o un gato, o un koala, cuando cumpla 40 tendré clara mi vida, cuando cumpla 40 viajaré a los confines de la tierra, cuando cumpla 40 empezaré a quitarme años, cuando cumpla 40 habré escrito un libro, cuando cumpla 40 me operaré las tetas, cuando cumpla 40 seré una señora.

Y ahora, pasada esa media hora mágica, un año más vieja, un año más sabia, un año más lejos de aquella bebé hambrienta, pienso que mi Thermomix me da más alegrías y menos problemas que un koala, que he escrito un libro, que 40 es una cifra demasiado bonita como para ocultarla, que sigo enrabietándome, que sigo despistada, que mis tetas están perfectas, que todavía no sé lo que quiero, sólo lo que no quiero, que he viajado a los confines de la tierra, pero que aún me quedan otros por conocer, y que dentro de 10 años, en el 11 de febrero, solo quiero ser una señora con el sentido del humor suficiente para reírme a las carcajadas de este manifiesto que hoy escribo, con tanta seriedad.

11 de febrero

 

La Carretera Austral (III): la pavimentación como derecho

Desde el Rio Baker, en un hotel maravilloso al borde del río (Borde Baker se llama de hecho) que podías ver en el momento que abrías un ojo desde la cama por la ventana, emprendimos la que iba a ser la excursión más al sur de nuestro viaje, y con una buena dosis del ripio en la carretera austral: Caleta Tortel.

En puridad, la Carretera por ahora termina en Villa O’Higgins, ya más abajo lo que tiene es un campo de hielo como una catedral. A su izquierda tiene, como no, a la Argentina, pero no hay una carretera, el paso es un camino, que un autoestopista muy simpático que venía haciendo dedo desde Torres del Paine, en donde había trabajado de camarero, nos confirmó que lo había atravesado andando y en barcaza, pasando por una especie de poblado (llamado Candelario Mancilla por un poblador que se empecinó en quedarse allí para que los argentinos no se apropiaran de la zona). Allí entras en una zona aislada de narices, que tengan gasolinera es ya un avance que requiere travesías de hasta tres días de camiones de Copec, y encima con un pasado reciente de mal rollo máximo con Argentina, pues estás a un paso de la Laguna del Desierto y del Chaltén, que, como recordarán mis lectores (de nuevo me autoreferencio, jejjee), tiene su historia…

Quedamos preocupadas por el paso fronterizo de Villa O’Higgins por unos mochileros israelíes, una parejita que apenas farfullaba español y que se paseaban con un mapita que parecía sacado de un libro de texto infantil. Se dirigían a Villa O´Higgins para pasar a Argentina, y nos preguntaron, se puede, no? Los dejamos en la parada de bus de Cochrane, y nos quedamos con mal cuerpo de que realmente no tuvieran ni idea de cómo se pasaba a Argentina por allí. Estos mochileros sabras son un clásico de la Carretera: aprovechan una especie de año sabático entre su servicio militar y la universidad para recorrer mundo con una mochila y poco más, ahora suelen elegir la Carretera como destino, y es habitual que acaben siendo la pesadilla consular de mis colegas diplomáticos israelíes porque se pierden, se accidentan, se quedan varados sin dinero, los detienen por encender fuego en zonas prohibidas, etc, etc…

Nosotras habíamos decidido no llegar hasta Villa O´Higgins, nos comentaron que ese último tramo de carretera estaba mal de verdad, y que luego el pueblo tampoco aportaba mucho más de lo visto hasta entonces (algo que me reiteraron varios chilenos por el camino, que no se me alteren los 500 habitantes de Villa O’Higgins), por eso habíamos decidido ir a Caleta Tortel, que es un desvio posterior a Cochrane, el último pueblo importante al sur de la Carretera. Desde nuestro hotel al borde del Baker, el mapa señalaba unos 130 kilómetros. En la realidad, fueron 5 horas de carretera de ida y 5 de vuelta, atravesando un camino lastimoso y polvoriente en el que casi volcamos en un momento determinado. Caleta Tortel es un pueblito sobre una caleta, una especie de Cudillero (guiño para mis lectores españoles) que ha optado por pasarelas de madera como solución a su orografía inclinadísima y pronunciada, de otro modo sería imposible caminar entre las casitas de madera que no sabes bien como no se deslizan hacia el mar. Y bueno, es simpático, pero es lo que a partir de ese punto del sur tiene la Carretera Austral, que el ripio empieza a pesar en el ánimo del conductor, y acaba afectando cualquier juicio. Luego más adelante que subiríamos hacia el norte, hacia Puyuhuapi, la belleza del fiordo Queulat quedaba velada por lo pesado de una carretera en obra permanente (se corta la carretera por las explosiones con las que están horadando la montaña).

El ripio, ay el ripio. La Carretera me ha enseñado que la pavimentación es un bien básico, casi un derecho, me atrevo a decir. Nos contaron que aquí muere gente porque no logra llegar la ambulancia, porque no hay cobertura para avisar de emergencias por teléfono, porque se quedan aislados durante días y días de largo invierno. Conducir siempre en ripio es un horror, cuando piensas que este es un país con las mejores autopistas, es polvo, es lentitud, es un ruido permanente (qué silencio, exclamamos junto con una pareja de autoestopistas argentinos cuando volvimos al pavimento en Cerro Castillo)… me acordé de cuando visité la Patagonia argentina y las amigas que hice me comentaban sonriendo que los Kirchner tampoco tuvieron que hacer tanto para ser amados en su provincia, se limitaron a pavimentar la ruta…

Y es de justicia encontrar un equilibrio ecológico que permita a los habitantes de la Carretera vivir mejor durante todo el año.  A A soportar mejor este eterno ripio en la Carretera Austral. ¿Cómo es vivir aquí en invierno? le habíamos preguntado al único autoestopista residente permanente, no de estación, que encontramos. El chico no pudo ser más suscinto y claro en su respuesta: «Helado…» Y es una gente tan encantadora… Nunca conocí gente más amable, más buena, de una bondad natural, te hacían los mayores favores y cuando les agradecías casi te miraban sorprendidos, como diciendo, ¿pero que esperaba usted, que no le ayudara…? Y esa bondad se contagia a los cientos y cientos de turistas mochileros que vas cruzándote, hay una buen rollo generalizado, sonriente y feliz, quizá porque es verano y están contentos de tener visitantes y de que haya sol, pero en definitiva, atravesar la Carretera es un deleite de belleza y buena onda.

ripio en la carretera austral

La Carretera Austral

 

La Carretera Austral (II): la Patagonia en perspectiva

Aterrizamos en la mitad de la carretera austral, aeropuerto de Balmaceda. Hay muchas formas de llegar hoy día a la Carretera, que empezar, empieza en Puerto Montt. Desde allí tienes tres opciones: conducir hacia Hornopirén, pero el tema es que no se conduce mucho, porque en realidad vas tomando una serie de ferries hasta el Chaitén. La segunda opción es quitarte los ferries, salir a Argentina hacia el bello Bariloche, aprovechar esa insultante llanura de la Patagonia de los vecinos y bajar sin sobresaltos hasta volver a entrar por Futaleufú. Una tercera posibilidad es pillar un ferry en Puerto Montt que te lleve (24 horas) hasta Puerto Chacabuco (creo que en breve también te podrán llevar a Caleta Tortel).  La información es confusa, ese quizá es el principal problema de la Carretera, que guías y mapas quedan incompletos ante una naturaleza que igual provoca que 10 kilómetros signifiquen 2 horas de carretera y que llegues tarde a pillar el único ferry que puede sacarte de un pueblo en mitad de la nada.

Nosotras al final, para ahorrar tiempo, pillamos el avión de Santiago hasta Balmaceda, que tiene un aeropuerto chiquito en mitad de un páramo hermoso, a casi metros de la frontera argentina. El viento es fortísimo, el encargado de la agencia de alquiler de coches nos recomendó que nunca abriéramos las puertas en dirección contraria, porque éstas podían volar sencillamente. Luego un autoestopista que venía de las Torres del Paine nos confirmó que allí vio coches sin puertas…

Desde Balmaceda puedes tirar hacia Coyhaique y al norte, hacia el mar en Puerto Aysén o hacia el sur. Emma y yo acabamos tirando hacia el sur, tras dormir la primera noche en Puerto Chacabuco. Al día siguiente tomamos la carretera hacia el sur, hacia el Río Baker, en donde teníamos reservada habitación para la siguiente noche en un lodge al borde del río. Así que condujimos hasta Villa Cerro Castillo, en donde se acaba la buena vida pavimentada y empieza el ripio. A la sombra del impresionante Cerro Castillo fuimos bordeando los ríos Ibáñez y Murta, de aguas azules y verdes clara por recibir agua de deshielo de glaciares, hasta el impresionante Lago General Carrera. Por el camino cuando comentábamos que íbamos a hacer esos casi 300 kilómetros en un día, que en principio no parecen tanto, nos miraban sorprendidos. Luego entendimos: en la Carretera, 300 kilómetros es mucho. La perspectiva. Viajar te hace ver siempre las cosas en perspectiva, te hace adquirir la sabiduría de colocarte siempre en el punto de vista del otro. Pero la Patagonia le da una dimensión adicional a la perspectiva, nunca la sentí con tanta fuerza como en esta región, que de hecho debe su nombre a un error de perspectiva: los españoles llamaron “patagones”, por el gigante Patagón de una novela de caballerías, a unos indígenas a los que veían enormes, pero la realidad es que los indígenas tenían una talla que hoy veríamos como normal, eran los españoles los que eran muy chiquitos.

La belleza se juzga en perspectiva en la Patagonia. Me cuesta encontrar una palabra que defina el paisaje. Hermoso, bello, impresionante, son palabras que quedan cortas. Son todo postales de cuento, de esas que se envían en cadena por internet con una musiquita de fondo: cascadas cristalinas, lagos azules con montes nevados al fondo, valles verdes sembrados de flores coloridas… la belleza te acaba embotando, y te hace mezquino en los juicios estéticos: bueno, este lago es lindo, pero no tiene las aguas turquesas claro, y las flores son sólo de un color… así que lo más terrible que te puede pasar a lo largo de la carretera es que el paisaje no sea “tan” lindo como el anterior… belleza en perspectiva. Más adelante, explicándoles a una pareja de profesores argentinos de La Plata que recogimos en un camino, cómo podían seguir hacia el norte evitando los ferries, estos chicos del interior argentino suspiraron con las ganas que tenían de subirse a un ferry en el Pacífico. Cuestión de perspectiva.

Otro ejemplo de perspectiva lo tuvimos con las “catedrales de mármol”, unas cuevas de mármol excavadas por el agua en rocas sobre el lago, una excursión simpática, y muy conocida, posiblemente la más comercializada de la zona, pero que algún amigo había juzgado con cierta displicencia, tampoco son para tanto, y llegamos a la conclusión que había dicho eso porque había acabado harto de que todos te pregunten si has visto las dichosas cuevas, como si fuera lo único que vale la pena hacer allí, y en cambio no te pregunten si no te has quedado media hora contemplando el verde claro de las aguas del Murta… En todo caso, Emma y yo disfrutamos el paseo en lancha hacia las susodichas catedrales, conducida por un señor que presumió de ser hijo del primer marino que hizo paseos turísticos hasta las rocas y que exhibió su pericia paseándonos entre las cuevas, algo que luego supimos no hacían otros navegantes del lago. El lago General Carrera es binacional, en la parte chilena se llama así, y en la parte argentina Lago Buenos Aires. La binacionalidad del lago fue de las primeras reivindicaciones de soberanía que realizara Chile, y por eso se apresuró a llamar a su parte de otra forma. Ni argentinos ni chilenos pensaron en mantener el nombre original tehuelche, Chelenko, que fue el nombre que consignó en su mapa el español Juan de la Cruz Cano, el primer occidental en dar noticia de esta zona allá por el siglo XVIII. Hace unos meses, la Municipalidad de Santiago convocó un referéndum para plantear, entre otras cuestiones, el cambio del nombre del Cerro Santa Lucía, bautizado así por Pedro de Valdivia, a su original mapuche “Huelén”. Los ciudadanos de Santiago optaron por mantener el nombre que hace honor a la santa que perdió sus ojos con tal de mantener su virginidad, pero no ya que estaban preguntando, igual se podría haber planteado el tema desde una perspectiva global y simplemente volver a todos los nombres toponímicos indígenas del país, dejando en este caso de honrar al General Carrera, para llamar al lago como lo llamaron los tehuelches…

Los carteles también se deben leer en perspectiva: unos inmensos que incluían la dirección de correo electrónico de un «inspector fiscal global austral» para que se reportara cualquier «reclamo, sugerencia, consulta o aviso» sobre el «estado del camino, obras y accidentes». La primera vez pensamos que era una broma, con retranca, que ese fuera el único cartel visible en kilómetros a la redonda mosqueaba un poco (señor inspector global austral: que haya una sola carretera y por tanto escasa posibilidad de perderse, no quita utilidad a esos lindos carteles que dicen cuánto te falta para llegar a un sitio…); luego, cuando vimos que eran en serio, alucinamos, incidencias sobre el estado del camino, where shall I begin??  ¿Por los miles de hoyos, por las cuestas pronunciadas acabadas en curvas cerradas con nula visibilidad, por los estrechos caminos al borde de un acantilado terminado en lago con pinta de ser profundo…? Pero luego entiendes, perspectiva, ese es el estado normal de la carretera, fuera de eso, ¿algo extraordinario que reportar?, pregunta el inspector fiscal global austral… los otros carteles cachondos son los que avisan que hay huemules en la zona y que ojo con atropellarlos. Nosotras no vimos, lamentablemente, ninguno, pero sí que nos cruzamos con cientos de ciclistas, héroes, los veías pedalear subiendo cuestas interminables, cargados, envueltos en la polvareda del camino… al parecer es una especie de rito iniciático entre los jóvenes chilenos, ya que no tienen que dejarse la vida abriendo la carretera con pico y pala, ahora se la pedalean. Pues bien, ni un solo cartel, ni uno, avisando de que hay ciclistas y que cuidado con atropellarlos. Y es nuevamente cuestión de perspectiva: ciclistas hay muchos, pero que les atropelles al simpático ciervito que tienen en el escudo nacional, en peligro de extinción,  ahí sí que la cosa se pone grave.

Llegamos finalmente al río Baker, que allí pronuncian españolizado, “Báquer”, y que es un impresionante caudal de aguas azul turquesa, muy conocido entre los aficionados a la pesca. También es el segundo río más caudaloso de Chile. Lo que no es tan conocido es que también es el río en el que casi se ahoga Pinochet: fue en una de sus visitas periódicas a chequear el avance de la obra, que el coche se colocó sobre un terraplén recién construido y que se desmoronó, dejando la mitad del camión en el que viajaba suspendido sobre el agua. Veinte soldados se colgaron del otro extremo del vehículo para hacer contrapeso mientras sacaban a Pinochet por la puerta del conductor. Leí la anécdota en una entrevista de The Clinic al antiguo jefe del Cuerpo Militar de Trabajo,  y el hombre seguía defendiendo toda el proyecto de construcción de la carretera, más allá de la dureza extrema que sufrieron los soldados obreros con el siguiente argumento: “si no se hubiera construido, el Estrecho de Magallanes hubiera caído en manos de la Unión Soviética, y la Guerra Fría no se habría terminado”

La Patagonia no agota nunca sus diversas perspectivas…

carretera austral

La carretera austral


La carretera austral

1240 km de Puerto Montt a Villa O´Higgins. Más de 20 años de trabajo, 10000 trabajadores (en su mayoría, soldados) que se abrieron paso, en unas condiciones climáticas extremas, con pico y pala, a través de los Andes patagónicos, lagos helados y ríos turbulentos, campos de hielo y glaciares. Un pueblo enfrentado a la naturaleza más salvaje. La gran obra civil de la dictadura de Pinochet (algunos la han llamado “la pirámide del general”). Un proyecto que excede a la ingeniería y entra en los límites de la política internacional y la defensa del territorio. La Carretera Austral.

La primera vez que supe de la Carretera Austral fue en 2011, cuando viajé a la Patagonia argentina, y me topé con la compleja relación fronteriza entre los dos países patagónicos. En aquel entonces tuve que lidiar con mapas que variaban en función de la nacionalidad, y con sentimientos aún a flor de piel. Recuerdo aún la mirada turbia que me lanzaron mis encantadoras amigas argentinas del Calafate cuando comenté, como quien no quiere la cosa, que había leído en Wikipedia que los mapas que habíamos dejado  los españoles y el principio “uti possidetis” (que prima, en los procesos de descolonización, las fronteras dejadas por los antiguos colonizadores, para que las nuevas naciones puedan empezar su vida sin ponerse a guerrear con sus vecinos), daban la razón a Chile… La verdad es que hablaba con ligereza, no tenía mucho conocimiento del tema. Nuestros antepasados españoles, esos que subieron a Cuzco, navegaron el Amazonas, y cruzaron el desierto de Atacama, cuando iban bajando y divisaron los glaciares y campos de hielo de la Patagonia debieron pensar, y bueno, pues hasta aquí hemos llegado, y lo cierto es que no pisaron mucho la zona. Sí que navegaron sus costas, obvio, la región de Magallanes no se llama así de casualidad, y le dieron nombre a las regiones, Patagonia por el gigante Patagón, de las novelas de caballería, y la Tierra de Fuego, porque los tehuelches y resto de pueblos originarios avisaban de la proximidad de los barcos con grandes hogueras, que los navegantes españoles divisaban a lo largo del litoral, pero no tuvieron el grado de asentamiento de otras zonas de Latinoamérica, así que la delimitación de qué era Reyno de Chile y qué era Virreinato del Río de la Plata, no quedó precisamente clara. En el siglo XIX, Argentina miró hacia al sur antes que Chile, y allí que mandaron al Perito Moreno, entre otros, que como hormiguita iba contando cumbres y lagos y marcándolas en el mapa como argentinas. Sería con el Presidente Alessandri (que los chilenos aún recuerdan como el “león de Tarapacá”) cuando Chile empezaría a protestar y a defender su soberanía sobre la zona. Y así empezaron las broncas, que se extendieron durante todo el siglo XX y que llevaron en más de una ocasión a la guerra entre ambos países, como relaté en su día en este mismo blog (AMO autoreferenciarme, jejeje).

El problema fundamental es que en el reparto más o menos aceptado por todos, a Chile le tocó la Patagonia más salvaje y abrupta, mientras que Argentina disfrutaba de kilómetros y kilómetros de llanura. Eso llevó a que la Patagonia argentina tuviera una linda carretera (su famosa ruta 40, que surca todo el país, llega hasta el sur), mientras que a la Patagonia chilena estaba fundamentalmente conectada al mundo a través de Argentina, pues desde el mismo Chile sólo se accedía a ella por avión o barco. Y así se llegó al último tercio del siglo XX, con proyectos de trazado de los gobiernos de Frei y de  Allende, pero nada iniciado. La región de Aysen (que me cuentan es una españolización de la expresión inglesa “ice end/fin del hielo”) era un territorio muy poco poblado, pero sus habitantes eran chilenos apenas, toda su supervivencia pasaba por Argentina, y he leído que incluso las mujeres de los carabineros cruzaban los pasos fronterizos para dar a luz.  En esto llegan las dictaduras al Cono sur, que sí, mucho Plan Condor, pero que en lo que a la Patagonia se refería, mal rollito máximo. No es de extrañar que Pinochet viera claramente que el trazado de una carretera 100% chilena que conectara a esas poblaciones con el resto de su país, era un tema estratégico de defensa nacional (algunos hagiógrafos del dictador comentan que era un proyecto que le obsesionaba desde su juventud), y que encomendara al Ejército la construcción de la misma.

Durante toda la dictadura, miles de jóvenes chilenos cumpliendo el servicio militar obligatorio fueron enviados a construir la Carretera. Una obra faraónica que Pinochet supervisaba en persona, y que se relata con tintes de leyenda, pero que ahora esos soldados rememoran como una verdadera pesadilla: unas condiciones de trabajo espeluznantes, extremas, en régimen de semiesclavitud. Con escasos medios técnicos, a puro pico y pala, en los meses de invierno más fríos, con medidas de seguridad básicas brillando por su ausencia. Así se abrieron camino a través de montañas, lagos, ríos y bosques. Trabajaban por períodos de tres meses ininterrumpidos para lograr un permiso de 10 días, que muchos aprovechaban para desertar y no volver. No he encontrado datos sobre el número de personas que murieron en los 20 años de construcción, pero pinta que tuvieron que ser muchas. Se avanzó expropiando terrenos a los habitantes locales, que leo todavía muchos se quejan de que no se les dio ni de lejos lo prometido.

En 1996, ya en democracia, el Cuerpo Militar de Trabajo entregó la mayor parte del trazado actual, de Puerto Montt a Villa O´Higgins, la ruta Ch-7. Asfaltado sólo en la parte central, el resto sigue estando en ripio, y en condiciones desiguales, que varían cada poco en función del clima. Se supone que debería seguir avanzando hasta Puerto Natales, ya en la región de Magallanes, frontera de la Antártida chilena, pero la geografía lo hace muy complicado, se habla de proyectos que podrían concluir en 2040… La zona además todavía es sencillamente pobre, una pobreza que no he visto en otras partes de Chile, te preguntas de qué vive la gente en medio de una naturaleza tan exuberante y extrema.

Esa es la carretera que he recorrido por algunos tramos en los últimos días, dejando una fuerte impresión en mí. Ha sido un viaje soñado que me planteé como rito de celebración de mi próximo 40 cumpleaños. Voy a relatarlo, sin objetivo alguno de exhaustividad ni rigor histórico, y de hecho invito a todos a corregir los errores que puedan encontrar. Pero nadie podrá corregir la fuerte nostalgia que me ha quedado tras mi semana patagónica. Eso es algo mío.

 

Estimados lectores: con ustedes, la Carretera Austral.

 
la carretera austral 

 
5 of 20
123456789