La verdad (criminal) sobre los chilenos

Vale, sigo entregada a mi nueva misión en la vida, que es contarle a los chilenos, y ya de paso al mundo mundial en general, la verdad sobre ellos mismos. Misión que ha generado algunos recelos entre mis amigos chilenos, pero que aceptan finalmente, porque comprenden que no puedo rechazar los designios de Zeus. Pues bien, en las últimas semanas he tenido la oportunidad de adquirir nuevas enseñanzas sobre este pueblo, que a continuación me apresuro a compartir…

Todo ha venido con mi designación como jurado dentro de un concurso de cuentos policiales. Esto vino por una serie de actividades que el Centro Cultural organizó hace unos años, bajo la dirección de un predecessor mío, y que hizo que ganáramos un gran prestigio dentro del mundo de la novela negra en Santiago. Cuando vino la petición de integrar el jurado, decidí aceptar por tanto, y la verdad es que está siendo divertido e interesante, aunque confieso que en estas últimas semanas, frente a la pila de los 369 cuentos que se presentaron finalmente, he tenido varios ataques de arrepentimiento profundo. A mí me gusta mucho el genero policial, porque es un genero muy escapista (esto de estar concentrado preguntándote quién narices es el asesino te ayuda a evadirte de los problemas), pero por otro lado, es uno de los géneros más conectados con la realidad cotidiana del momento, un buen relato «negro» siempre incluirá referencias reales actuales. Así lo dije en una entrevista que me hicieron en Radio Usach (y que para desolación de mis fans, no está en la web), comenté que me apetecía ver qué detalles de lo cotidiano incluían los escritores amateurs… pues bien 369 cuentos después, he adquirido importantes lecciones de los chilenos…

1. La obsesión por los descuartizados:

Lector, si por una desgracia es usted asesinado en Chile, asuma que hay grandes probabilidades de que además sea descuartizado. 87 cuentos con descuartizados dan fe de ello. Y nada de magias, descuartizados con el serrucho de toda la vida. Esto de ir paseando por la calle y encontrarte un pie parece que es de lo más normal…

La historia criminal local es prueba de ello: son varios los casos, me hablan mucho de uno especialmente famoso, el del Descuartizado de Puente Alto, porque al parecer los trozos fueron apareciendo cada día, y la gente ya se sentaba a ver el telediario haciendo apuestas sobre el miembro que tocaba. Pero hay otros, el caso de las Cajitas de Agua, en donde los trozos aparecieron en los filtros para residuos del río Mapocho (las «cajitas de agua»), y que permitieron que todo Chile supiera que la victima tenía gonorrea antes incluso de que se pudiera identificarlo (no me hagan decir a partir de qué parte del cuerpo se dedujo esto…), otro de una mujer que mató al novio que la maltrataba, metió el cuerpo descuartizado en una maleta, que luego se dejó en un taxi (provocando al taxista curioso el susto de su vida a continuación), y otro especialmente sórdido, en el que un torso fue confundido por una señora de un asentamiento, con un pernil de cerdo, y para cuando apareció la policía, la gente en el campamento ya se estaba haciendo unos bocadillos…

2. Poco romanticismo:

Y bueno, parece que hay que asumirlo, Neruda fue la excepción, este pueblo es poco dado a los romanticismos… nada de historias de amor, solo descuartizados, violaciones, abusos, estrangulamientos y envenenados… yo les recomendaría que leyeran a Christie o a Camilleri, para que vieran que un policía resolviendo un caso puede experimentar intensas emociones amorosas al mismo tiempo, pero nada, apenas alguna referencia, un tímido forense enamorado en secreto de una detective, nada más…

3. Las sonrisas aquí también delatan:

En España hubo un caso muy sonado de un adolescente que mató a sus padres y la policia lo descubrió porque sospecharon al verlo esbozar una sonrisa en el funeral… algo similar ocurrio aquí con la protagonista del caso del Martillo de Medea, la peluquera Jeannette, que se vengó de la infidelidad de su marido con una cantante de rancheras matando a martillazos a los hijos, y la policía empezó a sospechar en los primeros momentos, con un marido destrozado llorando a gritos mientras ella lo miraba con una sonrisa de Mona Lisa… el horror en los escenarios domésticos no conoce fronteras…

4. Al final, los malos pagan:

En el Hollywood de antes, las películas de gangsters tenían que terminar siempre con los malos en la cárcel, la censura imponía finales ejemplarizantes para la sociedad. Como en las novelas de Agatha Christie. Luego llegó Hannibal Lecter, dejando feliz a una audiencia tras dejar claro que se iba a comer (literalmente) a su psiquiatra, y ya todo degeneró, ahora uno no sabe muy bien quién es el malo en las historias criminales. Menos mal que nos quedan siempre Montalbano y Wallander como referentes morales, pero fuera de eso, todo es un lío…

Chile se mantiene conservador en ese aspecto, aquí los malos todavía son castigados. Yo creo que no llegan a 5 los cuentos en los que el criminal no es convenientemente atrapado al final.

5. Y la policía es buena:

Y siguiendo con ese orden moral, los chilenos confían en que su policía, más tarde o más temprano, encontrará al criminal de turno. Y eso está muy bien, qué quieren que les diga, que la sociedad no tenga muchos casos con detalles de corrupción policial a los que hacer referencia.

Pero quizá por eso el imaginario popular no olvida el caso los carabineros Topp Collins y Sagredo, los dos últimos ejecutados en el país, acusados de varios homicidios y violaciones que aterrorizaron la Viña de Mar de mediados de los 80, y sobre el que aún pende la duda de si no tuvieron un cómplice más, un heredero de buena familia, cuyas pruebas incriminatorias podrían haber sido amañadas para encubrirlo…

En fin, que ya tengo mis cuentos favoritos seleccionados, a ver qué opina el resto del jurado…

Pedro e Inés, una historia de amor chilena (II)

Vale, nos dejamos a Pedro y a Inés todo ocupados fundando la ciudad de Santiago y decapitando indios. Tras la última incursión de éstos, la ciudad había quedado hecha unos zorros, cuentan las crónicas que sólo quedaban dos chanchos y tres pollos y un puñado de trigo que Inés había guardado. Ella misma, toda hacendosa, se encargó de cultivar el trigo, reservar la cosecha para sacar más y criar a los animales para que se reprodujeran. Mientras tanto, Pedro se dedicaba a conquistar tierras a los araucanos (a treinta años que peleo con diversas naciones de gente e nunca tal tesón he visto en el pelear… relataba él mismo), y fundar nuevas ciudades (La Serena, en honor a su pueblo natal, Valdivia, Concepción…). Luego le escribía al Emperador con las novedades, y en una carta dibuja un entusiasta cuadro de Chile:  

Y para que haga saber a los mercaderes y gentes que se quisieren venir a avecindar, que vengan, porque esta tierra es tal, que para poder vivir en ella y perpetuarse no la hay mejor en el mundo. Dígolo porque es muy llana, sanísima, de mucho contento. Tiene cuatro meses de invierno, no más, que en ellos, si no es cuando hace cuarto la luna, que llueve un día o dos, todos los demás hacen tan lindos soles, que no hay para qué llegarse al fuego. El verano es tan templado y corren tan deleitosos aires, que todo el día se puede el hombre andar al sol, que no le es importuno… 

Corría el chiste en Santiago de que la mejor calefacción era la carta de Valdivia, «esa que dice que aquí en invierno no hace frío…» No hay mención a los temblores, quizá porque Zeus (que, insisto, es español) mantuvo quietita la tierra durante las primeras décadas de los españoles por estos pagos, que sólo tuvieron la fortuna de conocer esta entretenida faceta del país en 1570, con un terremoto sencillo que destruyó por completo la ciudad de Concepción.

Pero lo que estaba claro es que la empresa de Pedro en Chile iba viento en popa, y por fin, tras muchas idas y venidas, acusaciones, viajes a Perú, intrigas y conspiraciones, consiguió ser nombrado Gobernador de Chile… en lógica, Inés tendría que haber sido nombrada «gobernadora», pero eran otros tiempos y de hecho, como fruto de algunas de las inquinas de cortesanos rencorosos con el poder de la pareja, la Iglesia finalmente tomó cartas en el asunto: nadie ignoraba que Inés no era la sirvienta de Pedro, sino que ambos estaban amancebados (me encanta esta palabra), por lo que en un momento determinado, se les exigió que pusieran fin a la situación, y que la esposa legítima de Pedro viajara desde España para instalarse en Chile. Pedro cedió finalmente, y casó a Inés con uno de sus capitanes, Rodrigo de Quiroga. He leído en algún sitio que Pedro obligó a Rodrigo a aceptar una exención de sus derechos conyugales, pero yo no me creo que, tal y como estaba el patio con las autoridades eclesiásticas, pusiera por escrito algo tan contrario a las normas religiosas sobre el matrimonio… sí que me creo en cambio que Pedro le montara a Rodrigo una despedida de soltero en algún «café con piernas» de entonces (nota para los no chilenos: un «café con piernas» es un café típico del centro de Santiago, en el que las camareras llevan minifalda para que los parroquianos puedan verles las piernas al tiempo que se toman un café… sí, como lo leen…) y que en un momento determinado se lo llevara a un aparte y le dijera, oye Rodrigo, guapo, en la noche de bodas, yo te recomiendo vivamente que te vayas a dormir al sofá… y también me creo que Inés se acostara con la espada que usó para decapitar a Quilicanta al lado, por si a Rodrigo le entraba un calentón en mitad de la noche… vamos, que estoy segura de que Pedro e Inés fueron amantes hasta el final.

Porque sí, llegamos al final de esta historia de amor chilena: la muerte de Pedro. Y aquí entra en escena un niño mapuche capturado por los españoles tras una victoria en la Guerra de Arauco: Lautaro. Pedro le tomó cariño y lo hizo su paje personal, lo educó, le enseñó a montar a caballo, a disparar armas, y solía confiarle sus estrategias de combate. Puedo imaginarlo en las largas noches en el campo chileno, contando a ese niño sus planes, confidencias, sueños, proyectos… Lautaro correspondió a estas muestras de confianza y afecto, fugándose y haciéndose proclamar «toqui» de los araucanos, iniciando la ofensiva definitiva contra Pedro. Hay historiadores que resaltan que Lautaro quedó traumatizado tras atestiguar un ataque español contra los araucanos y el modo horrible y cruel con el que castigaron a los prisioneros, pero yo pienso que igual la cosa también pudo ser como Theon Greyjoy criado en Winterfell y rencoroso contra los Starks, que, aunque fueran buenos con él, no dejaban de ser los que lo habían secuestrado y mantenido a modo de rehén en contra de la voluntad de su propia familia. Los niños sacados a la fuerza de su hogar suelen guardar suficientes rencores ya de por sí, sin necesidad de buscar razones añadidas.

El caso es que Lautaro acabó ganándole una batalla definitiva a Pedro (que no la Guerra de Arauco, que se alargó hasta el final de la Colonia española y se mantuvo latente ya con el Chile emancipado), y lo mató. Hay versiones distintas sobre su muerte, se dice que los mapuches le arrancaron el corazón y se lo comieron, pero ahora he conocido a chilenos que me dicen que son historias trasplantadas de los aztecas, que la historia popular tiende a igualar a todos los indios de América, cuando en realidad no se tiene constancia de actos de canibalismo por parte de los mapuches. Pero si es bastante probable que la muerte de Pedro no fuera rápida, sino que tuviera su dosis de tortura previa: los araucanos no estaban precisamente faltos de razones de las que vengarse del líder del ejército de hombrecitos barbudos que habían llegado a echarlos de sus tierras. Pero yo aquí voy a abandonar la corrección objetiva de los buenos historiadores y voy a ser sincera (again!): cuando aprendí esta parte de la historia en el colegio, confieso que toda mi empatía fue hacia Pedro. El responsable de ello es un chileno, Pablo Neruda, que escribió unos versos estremecedores sobre los últimos momentos de Pedro, que se me quedaron grabados:

Pensó en Extremadura pedregosa, en el dorado aceite,
en la cocina, en el jazmín dejado en ultramar.

Reconoció el aullido de Lautaro.

Las ovejas, las duras alquerías,
los muros blancos, la tarde extremeña.

Sobrevino la noche de Lautaro.

Sus capitanes tambaleaban ebrios de sangre,
noche y lluvia hacia el regreso.

Palpitaban las flechas de Lautaro.

De tumbo en tumbo la capitanía
iba retrocediendo desangrada.

Ya se tocaba el pecho de Lautaro.

Valdivia vio venir la luz, la aurora, 
tal vez la vida, el mar.

Era Lautaro.

 
No tengo por tanto mucho interés en indagar cómo fueron los últimos momentos de Pedro, y prefiero no pensar en el dolor de Inés. Veo el Chile actual, en donde es rara la ciudad que no tenga una calle o plaza dedicada a Pedro y son varias las que también recuerdan a Inés… Quizá los chilenos ven en ellos a los dos primeros europeos que creyeron en Chile y en su potencial.

Y yo, que en el fondo soy una romántica incorregible, me quedo con la imagen de Pedro e Inés bajo las estrellas de Atacama. El cielo estrellado de Atacama es el mejor cielo estrellado del mundo, (hay constancia científica de esto, por eso los mejores telescopios están en Atacama), y seguro que ellos fueron de alguna manera conscientes del privilegio de pasear bajo esas estrellas. Los puedo ver, caminando cogidos del brazo, pensando en el largo camino recorrido desde Extremadura, y felices de haber alcanzado, al fin, horizontes de grandeza.

Pedro e Inés: una historia de amor chilena

Esto era una vez un chico llamado Pedro, que conoció a una chica llamada Inés. Se enamoraron al instante, se arrejuntaron, y fueron felices, y conquistaron un nuevo territorio americano para la Corona de España, para lo que atravesaron el desierto más seco del mundo, ahorcaron insurgentes, ganaron batallas con ayuda del Apóstol Santiago, decapitaron indios, se enfrentaron a la Iglesia, y supongo que también comieron perdices. Una historia de amor común y corriente, vamos.

Pedro de Valdivia conoció a Inés Suárez en Cuzco, en torno al 1538, él estaba a las órdenes de Pizarro, y ella había conseguido unos terrenos por ser viuda de un soldado español. Los dos eran extremeños, jóvenes, atractivos y audaces, yo me apuesto que se liaron en seguida, pasando tres pueblos de que Pedro tuviera esposa en España, y a pesar del peso de la religión del momento: América era una burbuja en ebullición, y el océano Atlántico era mucho más grande en aquella época. Por aquel entonces, Pedro había recibido unas minas de plata en el Potosí, en premio a sus servicios, y como dije, Inés también estaba bien establecida, otros se hubieran quedado quietitos explotando sus propiedades, pero ellos estaban hechos de otra pasta, y buscaban más. Pedro, en concreto, se había empecinado en conquistar los territorios al sur del desierto de Atacama, que los indígenas conocían ya como «Chili»… Nadie entendía a Pedro, absolutamente nadie en el Virreinato del Perú veía el más mínimo interés a esta tierra considerada hostil, agreste, sin riquezas conocidas, y que encima se ponía a temblar cada poco. «No había hombre que quisiera venir a esta tierra, de la que como de la pestilencia huían» reconoció el propio Valdivia por carta el Emperador Don Carlos. Pero Valdivia, como buen extremeño terco, insistía en que «Chili» tenía posibilidades de establecer explotaciones agrícolas, y que no estaba enteramente probado que el territorio no contara con riquezas naturales. La realidad era más idealista, lo cierto es que Pedro estaba cansado de ser un encomendador más en Perú, y buscaba hacer Historia con mayúsculas («Dejar fama y memoria de mí«), y las terribles historias que le llegaban del «tan mal infamado» Chile, no hacían sino animarlo: cuanto más complicada fuera la empresa, más mérito para el emprendedor. Así que Pedro se entrampó hasta las cejas, y consiguió finalmente financiación para su aventura, secundado a muerte por Inés, que vendió sus joyas, y se alistó en el grupo en calidad de sirvienta personal del jefe (aunque pasaran tres pueblos de los convencionalismos, las formas había que guardarlas). Y digo «jefe» porque aunque en principio Pedro iba en calidad de ejecutor de los cómodos inversores que se apoltronaban en Perú, y del propio Pizarro, que controlaba esa zona por mandato del Emperador, lo cierto es que Pedro tenía muy claro que él iba a ser gobernador de lo que conquistase.

Y así fue como 153 hombres llegaron en 1540 al Desierto de Atacama, bajando por la Ruta del Inca. Yo que he estado allí y lo he visto, sólo puedo expresar admiración por una gente que se atravesó ese inmenso secarral andando y a caballo, sin tener mucha idea de lo que les esperaba a cada paso, pues lo único que se encontraban eran cadáveres de hombres y animales. Marchaban despacito, en grupos chiquitos (para así dar tiempo a que las escasísimas fuentes de agua pudieran reponerse).  La fe ciega de Pedro e Inés encontraba resistencias a cada poco entre el grupo (sobre todo cuando todos asumieron que en el Reyno de Chile de entonces, por no haber, no había ni shoppings), resistencias que Inés finiquitaba dando golpes en el suelo para hacer brotar una fuente natural de agua (la actual «Aguada de Doña Inés», a unos 20 kms del actual pueblo de El Salvador), y Pedro, ahorcando a los que aún no se convencían. Cada uno en su estilo, vamos.

Y así llegaron al actual valle de Copiapó, tierras de las que Pedro tomó posesión «en nombre del Rey de España» ( y no de Pizarro), las bautizó como Nueva Extremadura, en honor a la región natal de él y de Inés. Con todo esto, Pedro ya dejaba muy claro que él era el que llevaba el chiringuito, que Perú estaba muy lejos, y era él quien se había chupado el desierto de Atacama… Siguieron bajando y llegaron al Valle del Río Mapocho.

Era una zona fértil, extensa y con mucha agua, ideal para instalarse. Lo malo es que el valle tenía ya inquilinos, unos indios a los que no les hizo la más mínima gracia que unos tipos bajitos, con barba y mala uva, vinieran a instalarse a su casa, así que Pedro les envió unos regalitos, y se hizo fuerte, por si acaso, en el peñón de la isla natural que en aquel entonces quedaba entre los dos brazos del río Mapocho, llamado Huelén y rebautizado Cerro de Santa Lucía. Los indios se quedaron con los regalos, y luego, sin más contemplaciones, atacaron a los hombrecitos barbudos que montaban sobre animales extraños. La batalla pronto pintó color hormiga para los españoles, que ya estaban a punto de ser derrotados por el Cacique Michimalonco, cuando ¡chachán!… ¡apareció el Apóstol Santiago! Normalmente Santiago se dedicaba a matar moros, pero en aquella época que en España las cosas estaban muy mal, el santo se había visto obligado a reconvertirse laboralmente poniéndose a matar indios. No se le dio mal, las crónicas hablan de unos indios espantados, perseguidos por un jinete descendido de las nubes sobre un caballo blanco, que cabalgó siguiendo el cauce del Mapocho, guiado por la divina Providencia… Y por eso la ciudad que se fundó en torno al Cerro de Santa Lucía, se llama así, porque los españoles eran gente agradecida con las ayudas del Altísimo (que obviamente es español también, por si alguno le cabe alguna duda). Corría el 12 de febrero de 1541.

Entre tanto, a Pizarro lo asesinan en Peru, lo que aprovecha Pedro para terminar de nombrarse Gobernador de Chile. Ya con el cargo, sigue la ruta hacia el sur. Buscando oro, obvio. Incluso con Pizarro muerto, había muchas deudas que pagar esperando en Perú, pero bueno, también es verdad que a los españoles expatriados de la época no había cosa que les alegrara más la vida que un yacimiento de oro. (Ahora somos más modestos, nos conformamos con que el oficial de aduanas nos deje colar un paquete de embutidos y con encontrar un bar en donde hagan una tortilla de patatas decente y se pueda ver el fútbol…). En sus nuevas correrías, los indios, que eran cabroncetes, al darse cuenta de cómo los tipos bajitos barbudos y mala uva perdían la compostura con la simple mención del oro, pues empiezan a marearlos, oye, que el oro que le dábamos al Inca está ahí arriba, no, más abajo, a la izquierda, más abajo, arriba, no, un poco más a la derecha. La reacción fue inmediata: los españoles se pusieron de peor mala uva, y encima empezaron a conspirar entre ellos para ver quién se quedaba con el oro al final. El cacique Michimalonco aprovechó entonces para empezar a reunir a todos los indios de la zona. Entonces, Pedro tuvo una epifanía, y agarró como rehenes a varios caciques (Quilicanta y otros) de alrededores de la (Región Metropolitana) de Santiago. Pero luego metió la pata: se fue de Santiago con la mayoría de los hombres creyendo ir en pos del grueso de los indios. La ciudad quedó desprotegida tras él…

El 11 de septiembre (historiadores, antropólogos, astrólogos o quien sea, deben investigar qué problema tiene Chile con esa fecha), Michimalonco atacó Santiago con un ejército de 8000 hombres, que avanzaron prendiendo fuego todo lo que veían a su paso. Y con esa seguridad ignífuga, se dirigieron hacia donde Quilicanta y los otros caciques estaban encerrados. Y entonces fue cuando Inés, que hasta ese momento había desempeñado el papel de valiente enfermera en batalla, decidió mostrar una nueva faceta de su personalidad. Se fue hacia la celda en donde estaban los rehenes y ordenó a los guardianes que los mataran. Uno de los guardas respondió, aterrorizado, que cómo se suponía que tenía que matarlos.  Desta manera, exclamó Inés, y agarró una espada y los decapitó ella misma. Y luego se plantó en la plaza en donde se desarrollaba la batalla y enfrentó a los indios con un par de cabezas en la mano, al grito de «¡afuera, auncaes!» (traidores)…

Los indios echaron a correr por respuesta. Los historiadores aún no terminan de asumir que esa fuera la razón de la huida de un ejército tan numeroso. Desde aquí les digo a todos esos historiadores: yo me topo con una mala bestia dando alaridos con un par de cabezas en una mano y una espada goteando sangre en la otra, y echo a correr hasta que se me deshicieran los tendones…

Y es que la Inés era mucha Inés.

 (CONTINUARÁ)

Juro decir la verdad, toda la verdad…

Me acusan algunos lectores de este blog de que no cuento todo y que no siempre me ajusto a la verdad. Porque sí, es un hecho, tengo otros lectores aparte de mis padres y mi hermano (mi hermana no me lee, ella dice que le pasa como a Samantha, la de Sex and the City, que nunca tenía tiempo de leer las columnas de Carrie). A esos lectores, aparte de agradecerles de corazón que dediquen parte de su tiempo a entrar en este blog y leerlo, les aclaro: no cuento todo, porque quiero seguir teniendo un trabajo y amigos, y no es que mienta, sencillamente soy creativa con determinados detalles…

Pero en honor a estos lectores, hoy voy a tener un momento de descarnada honestidad, y contar determinados detalles que en su momento preferí omitir…

Empecemos por el capítulo de los logos. Me reclaman que sólo me centré en los casos en los que las contrapartes escamotean los logos, y no en aquellos en que ocurre justo lo contrario… Bueno, por ahora, yo sólo he tenido un caso, con el auspicio de un rapero español. Esto requiere explicación previa: una declaración de interés general por parte de la embajada de turno permite a los productores de un espectáculo extranjero deducir determinados impuestos. Es una práctica habitual, completamente legal, con la que apoyamos a nuestros artistas en el exterior. Yo aquí normalmente exijo únicamente que el artista tenga un acreditado reconocimiento objetivo en el medio correspondiente, no entro a si me gusta o no porque eso sería censura indebida, y chequeo que luego los carteles promocionales exhiban correctamente nuestro logo, ya está. Y hace unos meses vino un rapero español. Yo no sé nada de rap, pero investigamos, y resultó que el rapero era super seguido y admirado en toda Latinoamérica, nuestro Facebook ardía con citas a sus canciones, así que nada, auspicio concedido. Y unos días después la productora nos pregunta si de verdad queremos que salga nuestro logo en la publicidad. Yo ya me disponía a soltarles mi frase inmortal sobre la importancia del tamaño de los logos, cuando me añaden, “no, si es que como el cantante participa en el Legalize Festival…” Y yo con esta ingenuidad que Zeus me ha dado, pregunto, ¿legalizar el qué, la paz mundial? Pues no, el festival pedía la legalización de la marihuana, y allí que lucía nuestro logo institucional, todo hermoso rodeadito de hojas de cannabis… En fin, que no pusimos el logo (porque una sede diplomática no puede instar cambios legislativos en el país de acogida, para los que aún tengan dudas, que mis lectores son muy diversos).

Luego está aquello que silencié en el capítulo sobre mi dulce nana Rosa the Pooh.  Mis amigos me afean que largara sobre su afición a la miel y callara sobre su incipiente historia de amor. Porque sí, Rosa pinchó en el vecindario (ya me dijeron como se dice ligar/levantar en chileno). Nada más llegar, en realidad, a la segunda semana me confesó con sonrisa pícara que el jardinero de la finca le había dicho de ir a almorzar algún día… sigo con mi descarnada honestidad, lo confieso, mi primera reacción fue de envidia: en una semana la cabrona ya había ligado en MI vecindario mientras que yo, que no levanto ni sospechas, no arrancaba ni una maldita sonrisa de los vecinos con los que raramente coincidía en el ascensor. Pero a la envidia cochina siguió la preocupación, porque me puse a pensar que si la cosa cuajaba entre mi nana y el jardinero, ya tenía yo muy claro cuál iba a ser su nidito de amor… y mira no, yo soy muy liberal y todo lo que quieran, pero eso de que en mi cama se lo monte mi nana con el jardinero, pues como que no. Así que miré muy seria a Rosa y le dije que a mí ese señor no me inspiraba confianza alguna, que seguro que no buscaba nada formal y que le proponía lo mismo a todas las nanas. Yo no sé si fueron mis palabras, pero Rosa no volvió a hablar del jardinero, que diariamente me mira tenebroso e incluso alguna vez me salpicó con la manguera, para mí que sospecha algo… David aún me reprocha que haya puesto el inmaculado estado de mis sabanas de hilo por encima de una posible historia de amor, pero a mí me da igual, porque así soy yo, egoísta y fría por naturaleza.

Y finalmente, está la historia de mi tocaya la emperatriz francesa, que aquí piensan que estoy super eurocéntrica con tantas referencias a batallas entre franceses y españoles, y que ya es hora de que empiece a largar sobre la historia que verdaderamente importa: la latinoamericana. Mis lectores aquí se toman muy a pecho los discursos de Piñera sobre la Alianza del Pacifico y la Unasur… y como yo me debo a mi público, ya me estoy preparando, y en breve, mi primer y sesudo estudio sobre la historia chilena.
Como dicen los orientales: apróntense…

Elogio del cotilleo

Mi nana Rosa (the Pooh) me pregunta mientras se sienta a observar como desayuno: «¿En España es así, la gente no sabe nada de nada del vecino, viven todos apartados…?» Porque aquí en Chile, me relata a continuación, no es así: en su barrio se conocen todos, las casas están todas juntitas y todos saben la vida de todos… Se le nota feliz y satisfecha, y yo me encuentro esta mañana entendiéndola perfectamente.

En España es similar. En mi Granada natal, crecí compartiendo detalles íntimos de mis vecinos, las paredes de papel que nos ha regalado la moderna construcción de mi país, lo permitían sin problema. Y lo que no oíamos a través de las paredes (o el techo), nos enterábamos en el descansillo de cada planta, cada vez que nos encontrábamos los vecinos y nos parábamos a comentar antes de subir al ascensor. Y lo que no nos enterábamos por ahí, nos enterábamos por la portera o portero de turno, que normalmente se las componía para saber vida y milagros de absolutamente todo el mundo. Y si algo se le escapaba al portero, ya estaba allí la tienda de la esquina, toda un centro de información que ya quisiera la CIA, mi padre volvía siempre de la frutería con todo el recuento que le hacía «la Toñi», nada se le escapaba a la Toñi, yo creo que en algún momento el Mossad barajó reclutarla.

En Madrid, toda una capital, conformada por barrios con fuerte personalidad, la vida cotidiana puede podía ser similar, aún recuerdo mi Barrio de la Florida, la china del Todo a 1euro (seguro reclutada por el Kuomingtan) te ponía al día en un plis plas cuando ibas a comprarle un bolígrafo. Y también estaba el bar de la esquina, en el que me informaron puntualmente que la socia (casada) del gimnasio al que yo iba, se había liado con el profesor de salsa; y luego en el propio gimnasio, una vez despedido fulminatemente el susodicho profesor, su sustituto estuvo brujuleando con una de las alumnas y con el monitor de sala, pues, como me comentaban los chicos que entrenaban con las pesas y máquinas, «el muchacho aún no lo tiene muy claro...». Todo esto por supuesto, sin obviar al portero de mi edificio, que sabía TODO, y lo que no sabía se lo inventaba sin mayor problema, y como la invención era tanto más jugosa que la verdad, pues todos tan contentos. En mi calle de la Florida, todos sabíamos de las razones que habían llevado a Nelly, la indigente sin techo que vivía allí, a acabar en esa situación y negarse en redondo a acudir a un albergue, y cuando finalmente un invierno se murió, los del bar de la esquina compraron una corona de flores, que colocaron en la marquesina del bus en la que ella solía dormitar las borracheras.

Ya en Uruguay, al principio pensé que los orientales eran más reservados, pero pronto tuve oportunidad de conocer a la buena señora Castillo, de mi edificio, que sobre una humeante taza de té con pastas te hacía partícipe de todos los vericuetos de mi (añorada) cuadra de la Avenida Artigas. Y lo que se le escapaba a la señora Castillo, me lo completaba mi grupo de pilates, o las chicas con las que compartía el champú en la ducha del gimnasio, como las extraño a todas.

Y ahora me encuentro aquí, bendiciendo las paredes de papel, a los vecinos que aporreaban al techo, a las horas muertas de charleta en el descansillo con la puerta del ascensor abierta. A las confidencias en las corralas, plazas y piscinas comunitarias. A las tiendas de la esquina, a los bares de la esquina, a los gimnasios de barrio. A las chinas de los «Todo a 1 euro«, a las Toñis, y a los porteros de todo el mundo mundial. Porque si por un casual a un vecino degenerado le diera por encerrar a su hija en un sótano, o secuestrar a unas adolescentes, con la simpática intención de convertirlas en sus esclavas sexuales, esa increíble ingeniería de información lo harían imposible en la práctica. Y por eso, esas cosas horribles que una lee en la prensa, en general siempre suceden allá, y nunca acá.

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