Peucayal

Mi colega en Berlín ha escrito un artículo en su blog, Farewell Seasonque recomiendo leer porque resume muy bien el estilo diplo de despedidas. Los diplos tenemos protocolos hasta para despedirnos, pero es que nos pasamos la vida despidiéndonos, qué remedio… No obstante, mi colega se refiere únicamente al protocolo diplo y no entra en más detalles personales, es un blog institucional al fin y al cabo. Pero como este blog mío sí que es personal, un espacio en el que mostrar algunos de los muchos cuartos de mi corazón, me puedo permitir ampliar algo más sobre este proceso.

 

Como decía, los diplos nos pasamos media vida despidiéndonos. Es la vida que elegimos y es la vida que tenemos. Y nuestro protocolo particular incluye varios eventos en los que se espera que des discursos. Yo he perdido la cuenta de los discursos que he soltado en las últimas semanas, pero en todos he intentado ser más personal que como lo relata mi colega. Mi Embajador, en uno de los suyos (porque a ellos también les toca echar sus correspondientes parrafadas durante la temporada), me incluyó en el grupo de diplos «que se enamoran de los países a los que son destinados». Fue una buena definición, y que yo completé en mi discurso a continuación, rememorando aquel consejo que me dio un diplo viejo: que no me apegara mucho a los sitios, «porque luego te despides y se te rompe el corazón». Es impresionante hasta qué punto no he seguido el consejo, en Uruguay cultivé afectos para toda la vida, y en Chile me he enamorado hasta las trancas. Y claro, ahora tengo el corazón roto. Pero es un justo precio a pagar, si se piensa bien.

 

Curiosamente, lo que más me duele ahora mismo no es tanto las despedidas de los amigos o de los rincones favoritos de la ciudad. A mis amigos tengo claro que voy a volver a verlos, y si no, estos tiempos de Zuckeberg permiten la conexión para siempre. Y a la ciudad voy a volver, así que podré volver a pasearla. Incluso nada impide que alguna vez pueda volver a ser destinada en este país, por lo que volvería a compartir con muchos de los actuales colegas de trabajo. Son otras cosas las que me duelen: me duele despedirme de mis entornos cotidianos, de las rutinas. Lógicamente, no volveré a contemplar el amanecer desde el que ha sido mi dormitorio estos cuatro años, ni volveré a darle las buenas noches al simpático portero nocturno, que tantas veces me ha recibido con una sonrisa paternal. Me he despedido de mi peluquería, de mi entrenador, del vecino de enfrente. Me he despedido de la rutina matinal de escuchar el programa «Mujeres» de la Radio USACH, y también de leer a Gonzalo Rojas cada miércoles en El Mercurio. Ahora que finaliza mi acreditación diplomática en Chile, lo puedo decir: he leído su columna con fruición para maravillarme de lo facha que puede llegar a ser este país.

 

Y luego, sobre todo, me he despedido de objetos. Los seres humanos somos acumuladores por naturaleza, yo estoy segura de que la cueva de Altamira, en su época original, la tenían llena de trastos y por eso pintaron los techos. Y el cambiar de casa y de país  cada poco, no hace sino acrecentar el fenómeno. He vistos casas de diplos que son verdaderos bazares. Pero aún así, incluso si aceptas vivir rodeada de cacharros, las dimensiones de nuestras casas tienen un límite, sobre todo cuando, como yo ahora, volvemos a Madrid. Porque los diplos no somos millonarios, a pesar de que tengamos esa fama, vivimos en apartamentos como todo el mundo, y la mudanza que nos paga el Ministerio (¿recuerdan mis desventuras con la subdirección de Viajes?) está limitada, así que, periódicamente, no queda otra que deshacerte de la mitad de tus cosas. Yo lo he hecho ahora. Yo odio mi apego a las cosas materiales, y odio mi capacidad de acumularlas (la escena más repetida en estos últimos días ha sido abrir un cajón, ver su contenido, y llorar a gritos mientras me preguntaba: 1. qué narices era aquel trasto, y 2. por qué demonios lo había guardado). Así que ha sido un proceso liberador. Pero por otro lado, los objetos son necesarios. Ayer me preguntaba uno de los trabajadores de la mudanza si podía empacar la cocina completa, si tenía lo que yo necesitaba para la noche. Sí, respondí segura con mis vasos y tenedores de plástico… luego, cuando mis amigas llegaron a tomar un picnic entre cajas, casi tenemos que romper el cuello de la botella de vino, y cortamos el queso con unas tijeras. Y los objetos tienen su historia, todos la tienen. He regalado kilos de ropa a amigas, y mientras ellas miraban las bolsas, yo me explayaba: ese bolso lo compré en la India, en un ratito libre que nos dieron al policía del Ministerio y a mí… ese pañuelo me lo regaló un colega irlandés… esa falda la compré con fulanita en un mercado en Buenos Aires… He vendido y regalado muebles, y al verlos salir he rememorado momentos: mis primeros muebles para mi primera casa alquilada en solitario, qué tarde me pasé en Ikea, y luego qué horror para montarlos… Conforme salían los trastos, tenía visiones fugaces de mi vida, no todas necesariamente felices, pero sí con un fuerte contenido emocional. Así que estoy liberada, pero también exhausta.

 

Escribo estas líneas sentada en el suelo, sobre una caja, los operarios de la mudanza se van llevando mis cosas, miran el monstruo empaquetado de mi vitrina con temor, pero yo los animo (con retranca, claro está). Mi corazón está tan picoteado que ya ni siente ni padece. Mis amigos deben de pensar que no me afecta el último abrazo, pero es que ya no me quedan lágrimas. Cuatro años, que han pasado como un suspiro, alguien me dijo que los diplos servimos para no olvidar el paso del tiempo (¿ya te toca irte? ¡pero si llegaste ayer!).

 

(La foto es de una pintada que me dejaron los chicos de mi equipo en el Centro Cultural, tiene despedidas y saludos de bienvenida a mi sustituta. Ella ahora se enfrenta al respectivo protocolo de bienvenida. Y así pasa la vida, como un eterno retorno. «Peucayal» es adiós en mapudungún).

 

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