Rumbo a las reducciones jesuíticas (IV): recorriendo

Iniciamos nuestro periplo jesuítico-guaraní un poco desordenado, porque las primeras misiones se establecieron en Paraguay, luego ascendieron hacia el actual Brasil, pero fueron bajando por la orilla del Río Uruguay huyendo de los «bainderantes» que atacaban las misiones para llevarse a los indios y venderlos como esclavos, llegando así al actual lado argentino del Río Paraná (mucho más abajo de las cataratas del Iguazú, la película «La Misión» localizó las escenas allí por razones estéticas obvias), y ya al final  terminaron de nuevo en el actual lado paraguayo del Paraná, en donde muchos casos de hecho ni dio tiempo a acabarlas.

Es el caso de nuestra primera misión, la de Jesús de Tabarangüé («la que no pudo ser»), que aún no estaba terminada cuando se emitió el decreto de expulsión de los jesuítas. Nuestra guía Cinthya nos lleva por las ruinas muy bien restauradas, con toda la cartelería con el símbolo de la AECID. Es la única misión en la que puede verse más apoyo a la reconstrucción, porque el ambicioso proyecto de cooperación española para las misiones (que lideró mi jefa) fue más allá de la mera rehabilitación, buscó crear un circuito en la que colaboraran Paraguay, Argentina y Brasil, con sinergias de formación conjunta e intercambio. En Argentina nos contarán los guías lo muchísimo que significó para ellos un viaje a cargo del proyecto que hicieron para conocer las misiones del lado paraguayo y ver lo que se hacía allí… Cinthya nos explica el trazado básico de toda misión, que incluía la iglesia, claustro, campanario (la campana de Jesús se escuchaba en San Ignacio, ahora en Argentina) y una plaza: «cada pueblo tiene junto a la iglesia una plaza, muy grande y hermosa, para espectáculos públicos de 400 pies de ancho y lo mismo de largo» relata el Padre Antonio Sepp en el XVIII. En esas plazas se entrenaba el ejército (de nuevo, «La Misión» falta a la realidad histórica porque cada misión tenía su ejército para defenderse de los ataques exteriores). Las misiones también tenían una zona privada de los jesuítas (dos por misión, más el «padre miní», «pequeño» en guaraní, que era el padre indígena que servía de intérprete) que incluía un huerto (pues los guaraníes no eran de comer frutas y verduras), pequeños lujos como una especie de sauna que vemos en Jesús, y las plantaciones (las misiones eran autosuficientes cultivando mate, azúcar y algodón); también estaban las escuelas (niños y niñas recibían una educación básica que incluía leer y escribir más las cuentas), los talleres (recordemos que eran los guaraníes los que construían las misiones, los jesuítas les enseñaban, y además hacían instrumentos, aprendían música, hacían cerámica, pintaban, esculpían…) y finalmente, las viviendas. Con las viviendas se ve la inteligencia del espíritu jerárquico castrense jesuítico, que respetó las jerarquías guaraníes, y cuidó a los caciques, que vivían en zonas especiales, lo que garantizó su éxito (además de quitarse de encima a los líderes religiosos… esto se ve al principio de «La Misión», Jeremy Irons toca la flauta en la selva y un indio la rompe, es el líder religioso que ve el peligro, y llega después el cacique, encantado con la música, que intenta arreglar la flauta y saluda ya con cariño al sacerdote).

Debió ser una vida alegre y apacible la de las misiones:  “La mañana de Resurrección es cosa de la gloria» relata el Padre Cardiel, «al alba ya está toda la gente en la iglesia. Por las calles, plazas y pórticos, todo está lleno de luces; todo es resonar de cajas y tambores, tamboriles y flautas, tremular banderas, flámulas, estandartes y gallardetes…»

En Trinidad, la segunda misión, podemos ver la ambición a veces podía a los jesuítas y guaraníes, que quisieron construir una imponente bóveda representando el firmamento que finalmente se derrumbó probablemente por error en el diseño de la estructura: «La iglesia de la S.Trinidad, cuenta el Padre Oliver, es la mayor y mejor de las misiones. Toda de piedra, con bóveda muy hermosa… la hizo un hermano coadjutor, gran arquitecto, y no tiene pilares, sino que está hecha al modo de Europa…»

Y finalmente, San Cosme y San Damián, la única que no tiene la categoría de Patrimonio de la Humanidad por una razón muy sencilla: el pueblo («la comunidad» nos dice la guía) nunca dejó de utilizarla, celebran misas, catequesis, talleres, procesiones… periódicamente le hacen arreglos que quizá no respetan arqueológicamente la construcción, pero que les permite seguir dándole el uso para el que fue pensada, así que resulta bonito ver una misión aún con vida… además en San Cosme y San Damián  los paraguayos han instalado un modesto pero digno centro astronómico, porque fue allí donde trabajó el Padre Buena Ventura Sánchez, primer astrónomo de América Latina, con sus propios instrumentos y telescopios con lentes de cuarzo, y donde escribió el «Lunario de un siglo, 1741-1840» (vemos una edición facsímil reeditada hace poco por la AECID), una impresionante obra en la que este jesuita se atrevió a establecer cómo estaría el firmamento en el siglo siguiente, y la leyenda dice que Gaspar Rodríguez de Francia («doctor Francia» como lo llama el guía), se fijo en cómo estaría la luna en los días de mayo de 1811 en que Paraguay inició su andadura para la emancipación, para así saber qué noches serían las más oscuras…

El guía nos cuenta las leyendas guaraníes que rodeaban a las estrellas, de las estrellas Tapecue, que consideraban eran las fogatas que sus ancestros habían dejado al descender del cielo para que ellos algún día pudieran encontrar el camino de vuelta, o del Tigre azul que periódicamente se comía a la luna o al sol, dejando todo en oscuridad, por lo que los indios lanzaban flechas al cielo hasta que el tigre soltaba su presa y volvía la luz… y nos podemos imaginar al Padre Buenaventura escuchando a sus guaraníes contar esas historias, y luego volver a sus notas, con sus rudimentarios instrumentos, para, desde aquel rincón perdido del mundo, predecir todo un siglo. Con la modesta grandeza de nuestros antepasados jesuitas…

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