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La ceremonia de entrega de credenciales

Hoy tenemos cartas credenciales en el Ministerio. Es la ceremonia en la que los embajadores recién destinados en Madrid entregan sus credenciales a SM el Rey. Las cartas credenciales es el documento oficial que los acredita como representantes de sus respectivos países. En todos los países los embajadores entregan las credenciales al Jefe del Estado. Pero no en todos lo hacen con una ceremonia tan bonita y tan antigua como la que tenemos aquí en España.

Puede leerse todo el relato de la ceremonia en la página del Ministerio. También hay un video en la cuenta de YouTube oficial. Destaca el hecho de que el embajador concreto tiene que ir acompañado de un diplo español. A mí me tocó varias veces hace años y fue de las experiencias más bonitas y divertidas de mi vida profesional. Para empezar, tienes que ir a buscar al embajador a su residencia (o a su hotel, si no es residente), y para ello va un coche oficial a tu casa, con policía. Aún recuerdo la primera vez que llegaron a mi casa de alquiler de entonces, en el barrio de la Florida. La reacción del portero fue alucinante: por el automático me anunció que había venido un policía a buscarme. Y en voz baja añadió: “Oye, que no le he dicho que estés y que no creo que sepan que el edificio tiene otra puerta…” Su cara fue un poema cuando me vio salir del ascensor vestida de princesa. Porque sí, esto es lo bonito del día. Que te puedes vestir de princesa, porque vas al Palacio Real. Los diplos se ponen el uniforme, pero como el uniforme de las diplos lo diseñó una mujer fantástica, pero con unos gustos muy masculinos en lo que a moda se refiere, pues al final ninguna se lo pone, y sencillamente, dejamos volar nuestra imaginación con la sola exigencia de llevar los brazos cubiertos y la falda larga hasta el suelo. Princesa total. Yo ya he explicado mi relación con el tema de ser princesa, y asumo que la inmensa mayoría de las mujeres que me leen estarán, pública o secretamente, de acuerdo conmigo. Vestirse de princesa mola un montón.

Lo habitual es que te empolles cosas del país del embajador que vas a buscar, para que no te falte tema de conversación. A mí una vez me tocó embajadora de país exótico con una presidenta entonces cuyo apellido se me atragantaba, así que fui todo el camino repitiéndolo en voz alta… al final, opté por hablar de «su presidenta», para no correr riesgos… Tras recoger al embajador de turno, te vas con él hasta el Ministerio, en la sede de Santa Cruz. Oí decir que hace tiempo, siglos, para llegar al Ministerio, se hacía un recorrido fijo, que incluía una calle, hoy llamada Calle de Embajadores. Pero ahora se toma el camino más corto que sea. En el Palacio de Santa Cruz esperas en el Salón de Embajadores a que sea tu turno y ya bajas la escalera principal. Tengo una foto maravillosa de una vez en que el vuelo de mi falda se amplió y juro por Zeus que parezco Escarlata O’Hara bajando por la escalinata de Tara. Allí esperas en la puerta. En frente, está la Guardia Real formada, y el oficial al mando saluda al embajador y se pone a sus órdenes. El protocolo dicta que el embajador debe de hacer una inclinación en silencio, pero aquella vez con la Embajadora de país exótico, que llevaba un traje regional ligero, y yo a mi vez vestida de princesa, pero de princesa en primavera veraniega, en un día invernal, y las dos aguantando todo el ritual ateridas de frío;  así que confieso que me pasé todo el momento rogando por lo bajini, “por dios que le pida un caldo caliente, anda, pídele que nos traiga un caldo calentito, que se ha puesto a tus órdenes…”.

A continuación, te subes a la carroza que te lleva al Palacio Real, el otro momento diez de la jornada. No hay nada que mole más que subirse vestida de princesa a una carroza del S.XVIII, escoltada por una guardia a caballo con trajes de época, desafío a cualquiera a mencionar algo más chulo que eso. En ese momento, si el embajador de turno tenía alguna duda de que lo han destinado al país más alucinante del mundo, se le disipan del todo. Una vez fui con uno que suspiró asegurando que era el día más feliz de su vida. Ese fue el mismo que al llegar a la Plaza Mayor, se puso a saludar como un loco a un par de señores que miraban la carroza. Me sorprendió porque era de un país famoso por su contención de gestos, y ahí estaba él, saludando frenético. “Son mis amigos, el Embajador de EEUU y el de Sudáfrica, han venido a verme, ya me avisaron de que me lo iba a pasar muy bien…”. Con otro Embajador, que no era tímido para nada, en cambio al llegar a la Plaza le dio por ponerse a saludar a la gente en plan real. Y yo para no ser menos, claro está, me puse a saludar también. Vivan los novios, gritó algún desubicado incluso.

Y llegas al Palacio Real, en donde la banda toca el himno nacional del país del embajador. Ahí cuando estaba con el Embajador saludador, él me enseñó en un plisplas las palabras del estribillo y entramos los dos cantándolo emocionados. En cambio con el Embajador de país contenido en gestos, me tuve que poner a calmarle los nervios que me había confesado tenía, de pensar que se iba a entrevistar con un rey. Venía, claro está, de una República. Popular.

Te bajas de la carroza (que es muy chula, pero también bastante incómoda, menos mal que el trayecto no es muy largo) y ahí espera un funcionario de Casa Real, que te dirige a la Cámara Oficial, en un camino sólo interrumpido por el oficial de la guardia que vuelve a ponerse a las órdenes del embajador. Y llegas a la Cámara Oficial, y ahí el embajador entrega las cartas credenciales a SM el Rey, acompañado del Ministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación. Tú te quedas atrás, y no acompañas cuando entran a otra habitación, en la que hablan de los asuntos bilaterales (hay todo un trabajo previo de varios días de los departamentos que llevan la relación con ese país, por cierto, para preparar esa entrevista). Aún recuerdo la sonrisa del Embajador nervioso cuando salió. “Su Majestad es un caballero de los de verdad”, me dijo.

Y ya lo escoltas a su casa, pero esto en el vehículo oficial de al principio, saliendo del Palacio Real mientras suena el himno de España. Con el Embajador saludador lamenté más que nunca que no tengamos letra.

Pero la mejor anécdota de aquellas jornadas de cartas credenciales, llegó semanas después. Telemadrid hizo un programa especial sobre el Palacio Real, e incluyó imágenes de la ceremonia, de un día que acompañaba yo, así que salí vestida de princesa subiendo a la carroza precedida de la Guardia Real, que reitero es lo más alucinante que te puede pasar. Al día siguiente llegué a mi gimnasio de barrio, y uno de los fortachones me recibió a gritos mientras dejaba caer las pesas que sostenía. “¡¡¡¡Tíaaaaaaa, que te he visto en la tele!!!!!”, escuché en medio del estruendo de dos mancuernas de 50 kilos cayendo al suelo. Y a continuación cogió su móvil y me obligó a hablar con su madre para confirmarle que, en efecto, era yo la de la carroza. Porque la buena señora no se creía que aquella princesa fuera al gimnasio de barrio al que iba a su hijo… pero yo tan orgullosa de ser una princesa de barrio, que conste. Del barrio de la Florida, para ser más exactos.

cartas credenciales

Peucayal

Mi colega en Berlín ha escrito un artículo en su blog, Farewell Seasonque recomiendo leer porque resume muy bien el estilo diplo de despedidas. Los diplos tenemos protocolos hasta para despedirnos, pero es que nos pasamos la vida despidiéndonos, qué remedio… No obstante, mi colega se refiere únicamente al protocolo diplo y no entra en más detalles personales, es un blog institucional al fin y al cabo. Pero como este blog mío sí que es personal, un espacio en el que mostrar algunos de los muchos cuartos de mi corazón, me puedo permitir ampliar algo más sobre este proceso.

 

Como decía, los diplos nos pasamos media vida despidiéndonos. Es la vida que elegimos y es la vida que tenemos. Y nuestro protocolo particular incluye varios eventos en los que se espera que des discursos. Yo he perdido la cuenta de los discursos que he soltado en las últimas semanas, pero en todos he intentado ser más personal que como lo relata mi colega. Mi Embajador, en uno de los suyos (porque a ellos también les toca echar sus correspondientes parrafadas durante la temporada), me incluyó en el grupo de diplos «que se enamoran de los países a los que son destinados». Fue una buena definición, y que yo completé en mi discurso a continuación, rememorando aquel consejo que me dio un diplo viejo: que no me apegara mucho a los sitios, «porque luego te despides y se te rompe el corazón». Es impresionante hasta qué punto no he seguido el consejo, en Uruguay cultivé afectos para toda la vida, y en Chile me he enamorado hasta las trancas. Y claro, ahora tengo el corazón roto. Pero es un justo precio a pagar, si se piensa bien.

 

Curiosamente, lo que más me duele ahora mismo no es tanto las despedidas de los amigos o de los rincones favoritos de la ciudad. A mis amigos tengo claro que voy a volver a verlos, y si no, estos tiempos de Zuckeberg permiten la conexión para siempre. Y a la ciudad voy a volver, así que podré volver a pasearla. Incluso nada impide que alguna vez pueda volver a ser destinada en este país, por lo que volvería a compartir con muchos de los actuales colegas de trabajo. Son otras cosas las que me duelen: me duele despedirme de mis entornos cotidianos, de las rutinas. Lógicamente, no volveré a contemplar el amanecer desde el que ha sido mi dormitorio estos cuatro años, ni volveré a darle las buenas noches al simpático portero nocturno, que tantas veces me ha recibido con una sonrisa paternal. Me he despedido de mi peluquería, de mi entrenador, del vecino de enfrente. Me he despedido de la rutina matinal de escuchar el programa «Mujeres» de la Radio USACH, y también de leer a Gonzalo Rojas cada miércoles en El Mercurio. Ahora que finaliza mi acreditación diplomática en Chile, lo puedo decir: he leído su columna con fruición para maravillarme de lo facha que puede llegar a ser este país.

 

Y luego, sobre todo, me he despedido de objetos. Los seres humanos somos acumuladores por naturaleza, yo estoy segura de que la cueva de Altamira, en su época original, la tenían llena de trastos y por eso pintaron los techos. Y el cambiar de casa y de país  cada poco, no hace sino acrecentar el fenómeno. He vistos casas de diplos que son verdaderos bazares. Pero aún así, incluso si aceptas vivir rodeada de cacharros, las dimensiones de nuestras casas tienen un límite, sobre todo cuando, como yo ahora, volvemos a Madrid. Porque los diplos no somos millonarios, a pesar de que tengamos esa fama, vivimos en apartamentos como todo el mundo, y la mudanza que nos paga el Ministerio (¿recuerdan mis desventuras con la subdirección de Viajes?) está limitada, así que, periódicamente, no queda otra que deshacerte de la mitad de tus cosas. Yo lo he hecho ahora. Yo odio mi apego a las cosas materiales, y odio mi capacidad de acumularlas (la escena más repetida en estos últimos días ha sido abrir un cajón, ver su contenido, y llorar a gritos mientras me preguntaba: 1. qué narices era aquel trasto, y 2. por qué demonios lo había guardado). Así que ha sido un proceso liberador. Pero por otro lado, los objetos son necesarios. Ayer me preguntaba uno de los trabajadores de la mudanza si podía empacar la cocina completa, si tenía lo que yo necesitaba para la noche. Sí, respondí segura con mis vasos y tenedores de plástico… luego, cuando mis amigas llegaron a tomar un picnic entre cajas, casi tenemos que romper el cuello de la botella de vino, y cortamos el queso con unas tijeras. Y los objetos tienen su historia, todos la tienen. He regalado kilos de ropa a amigas, y mientras ellas miraban las bolsas, yo me explayaba: ese bolso lo compré en la India, en un ratito libre que nos dieron al policía del Ministerio y a mí… ese pañuelo me lo regaló un colega irlandés… esa falda la compré con fulanita en un mercado en Buenos Aires… He vendido y regalado muebles, y al verlos salir he rememorado momentos: mis primeros muebles para mi primera casa alquilada en solitario, qué tarde me pasé en Ikea, y luego qué horror para montarlos… Conforme salían los trastos, tenía visiones fugaces de mi vida, no todas necesariamente felices, pero sí con un fuerte contenido emocional. Así que estoy liberada, pero también exhausta.

 

Escribo estas líneas sentada en el suelo, sobre una caja, los operarios de la mudanza se van llevando mis cosas, miran el monstruo empaquetado de mi vitrina con temor, pero yo los animo (con retranca, claro está). Mi corazón está tan picoteado que ya ni siente ni padece. Mis amigos deben de pensar que no me afecta el último abrazo, pero es que ya no me quedan lágrimas. Cuatro años, que han pasado como un suspiro, alguien me dijo que los diplos servimos para no olvidar el paso del tiempo (¿ya te toca irte? ¡pero si llegaste ayer!).

 

(La foto es de una pintada que me dejaron los chicos de mi equipo en el Centro Cultural, tiene despedidas y saludos de bienvenida a mi sustituta. Ella ahora se enfrenta al respectivo protocolo de bienvenida. Y así pasa la vida, como un eterno retorno. «Peucayal» es adiós en mapudungún).

 

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Mi pulsera de lapislázuli

Llevo unos días mirando mi pulsera de lapislázuli. Es simple, sencilla, muy bonita. Los chilenos siempre asumen que la he comprado aquí, porque se precian de que Chile es el único productor de lapislázuli. Pero se equivocan. Hay lapislazuli en otro lugar remoto del planeta. Como llegué a tener una joya de lapislazuli proveniente de ese recóndito país, es una historia que se remonta a mis años de Madrid, cuando estaba en el departamento de recursos humanos del Ministerio, cuando mi vida laboral transcurría en un despacho, sin luz natural y algo decadente, de nuestra sede ministerial en un edificio patrimonial histórico, y consistía muchas veces en horas de teléfono y cientos de correos electrónicos con todas nuestras representaciones en el exterior…

(1)
Yo: Hola Javier, al fin te localizo, nunca contestas al teléfono.
Javier: Bueno, querida, disculpa, estoy en la capital de…, las conexiones no son muy buenas, no son las de Madrid.
Yo: ya lo sé, Javier, soy consciente, y de eso quería hablarte justamente, que hemos recibido queja de Oficialía, que se les han quejado los GEOs, que dicen que pasas de ellos y que sales de paseo por allí como si estuvieras en el Rastro de Madrid
Javier: qué gracia que mi seguridad les preocupe a los GEOs y a Oficialía, te hago ver que esa preocupación es intermitente, y se activa a ratos, concretamente, cuando el Embajador se va de vacaciones y yo quedo de Encargado de Negocios. Cuando soy una simple Segunda Jefatura les toca un pie que me vaya solito a pasear…
Yo: tampoco es así, Javier,  son los protocolos de seguridad establecidos, el titular máximo de la representación está particularmente amenazado y de ahí la necesidad de la escolta personal
Javier: ¿te estás escuchando? Mi cuello es el mismo que cuando soy Segunda Jefatura, no se hace de oro cuando me quedo de Enai, es ridículo que solo le preocupe entonces a los GEOs
Yo: tu cuello les preocupa siempre, y particularmente cuando ven que te has largado a pasear por ahí sin consultarles, al mercado que te fuiste el otro día, que me han contado…
Javier: caray, para eso sí que sirven nuestros servicios de información, para contarte que estuve haciendo mandados, salí a hacer la compra, qué pasa, tenía la nevera vacía, me gusta comer, incluso aquí en…, incluso cuando no estoy de Encargado de Negocios, cuando soy una simple Segunda Jefatura…
Yo: mira Javier, que te den, ¿vale?

(2)
Yo: Hola Javier, yo de nuevo, tengo a tu operador de cifra atrincherado en la puerta de mi despacho
Javier: Ex-operador, lo habéis cesado, ¿no te acuerdas?
Yo: ¡claro que me acuerdo! lo hemos cesado porque no parabais de quejaros
Javier: y no parábamos de quejarnos porque era un inútil, menudo mastuerzo que nos habíais enviado…
Yo: Javier, el tema es que nadie le ha dicho que está cesado, así que vino a buscar su billete de vuelta a… tras su licencia, y se encuentra con la noticia, ¿no se lo podíais haber dicho?
Javier: es que el cese llegó cuando él estaba ya fuera, qué se suponía que teníamos que hacer, ¿llamarlo de vuelta para decirle que no volviera más?
Yo: y le tenemos que comunicar el cese nosotros, ¿no? Esto lo hace el jefe superior, oséase, tú
Javier: pero seguro que tú lo haces mejor que yo, se te dan mejor estas cosas…
Yo: mira Javier, que te den, ¿vale?

(3)
Yo: Javier, yo nuevamente, me da la impresión que pasas de mi…
Javier: no sé qué te hace pensar eso, acabas de sacarme de una reunión de alto nivel con los americanos, nos estaban contando su nuevo plan de seguridad…
Yo: no me lo cuentes por teléfono… ¡y te saqué porque llevo ya un día entero dejándote mensajes!
Javier: no los había escuchado… y tranquila, si alguien nos escucha, son los yanquis, no te iba a contar nada que no supieran ya…
Yo: Javier, aún no nos has dicho qué puesto para el año que viene te interesa, en compensación a tu trabajo en…, sabes que tienes cierta preferencia al elegir.
Javier: Ah, sí, pues mira, no me senté a pensarlo todavía, he estado trabajando mucho estos días
Yo: tu compa de embajada ya lo hizo
Javier: mi compa no ha hecho otra cosa desde que puso el pie aquí, lleva meses decidiéndolo, yo he preferido hacer mi trabajo, disculpa
Yo: sin ironías, que yo también intento hacer el mío, pero si tú no eliges ya, no podemos avanzar…
Javier: bueno, te prometo que ya lo miro… ¿pero me dejas volver a la reunión? Es que me parece mal dejarlos plantados para irme a elegir puesto por haber trabajado aquí…
Yo: haz lo que quieras… y que te den, ¿vale?

Tiempo después, un día en que como siempre estaba sentada al teléfono en mi despacho, sin luz natural y algo decadente, de sede ministerial en edificio patrimonial histórico, entró Javier de improviso. Con barba. Cubierto de polvo. Daba la impresión de que venía directo de las montañas de…. Le hice señas para que esperara a que  terminase de hablar, pero él negó con la cabeza, me dejó un paquete encima de la mesa y se fue. Cuando pude abrirlo, allí que estaba la pulsera de plata y lapislázuli, muy simple y preciosa, con una notita:

Querida…: paseaba el otro día por el mercado en…, y me acordé que sigo sin mandarte mis preferencias de puesto, que creo se te siguen quejando los GEOs, y que tienes a un antiguo empleado nuestro haciendo huelga de hambre en la puerta. Espero que aún así estés bien. Vi esta pulsera y me apeteció que la tuvieras, para que te acuerdes de mí también por algo bonito. Un abrazo, Javier.


Los diálogos de esta historia no son reales, fueron reconstruidos libremente de recuerdos pasados. Recuerdos que ahora me resulta complicado revivir con nitidez por la pena, mientras miro mi pulsera de lapislázuli. La pena de pensar que nunca más tendré a Javier al otro lado del teléfono o entrando por sorpresa en mi despacho. Porque creo que aquella mañana en mi despacho se ha convertido ya en la última vez que lo vi. Y ahora que nos ha dejado para siempre, este es mi modesto recordatorio de Javier, un diplo como la copa de un pino y una gran persona.