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Levantando sospechas

Cena de amigos. La conversación transcurría con normalidad (yo asegurándome de que nadie pase por alto que los Borbones son de origen francés), cuando de pronto, inesperadamente, el tema giró y nos encontramos hablando de amores. Yo me irrité, es muy deprimente hablar de amores cuando tienes un par de parejas homosexuales delante. Porque sí, lo confieso, tengo envidia de los homosexuales, y del modo en que van escalando posiciones en el panorama sentimental.

Antes, lo que una envidiaba de los gays, era el sexo libre y frecuente. Los gays siempre parecían tener una facilidad para arrejuntarse con cualquiera en cualquier lado, aún recuerdo mi estupefacción cuando mi compi de piso en Madrid salió un día a correr por el parque, y volvió tan contento porque había ligado con otro corredor, y ambos se lo habían montado felices como conejos tras unos matorrales. Yo cuando salgo a entrenar lo único que consigo es mala conciencia por lo pronto que me canso, además de que me ladren los perros con que me cruzo… Pero había un monopolio que las heterosexuales detentábamos sin discusión y era el del amor eterno. Los gays follarían mucho, pero a la hora de encontrar una pareja estable, ganábamos. Pues bien, hasta en eso nos ganan ahora: «lo conocí en un almuerzo de trabajo», «fui a una cena de compromiso que me apetecía cero, y acabé conociendo al amor de mi vida», «un día paseando, nos cruzamos por la calle y ya nunca más nos separamos»… sí, todas esas historias dignas de guión de Hollywood, son las historias de amor de mis actuales amigos gays, todos felizmente emparejados, todos protagonistas de historias como las que antes interpretaban Rock Hudson y Doris Day, y que ahora interpretarían… bueno, Rock Hudson y Doris Day, en realidad.

Mientras tanto, las chicas de la cena nos enfrentábamos a nuestra triste realidad actual: «Yo no levantamos ni sospechas» dijo una (no digo su nombre… pero es una amiga argentina, y morocha, y vive en Chile desde hace tiempo… vamos, que era Marisol). «Levantar» en rioplatense = «ligar» en español de España. Y no lo traduzco al chileno, porque no tengo ni flowers de cómo se dice en chileno, lo cual es indicativo de mi vida amorosa en en el Santiago bip!, así que para qué extenderse… Pero en mi caso hay una razón, como quise explicar a los allí presentes: es el pacto que hice con Zeus y el destino, a cambio de tener siempre asegurado encontrar aparcamiento.

A ver, «flashback» al estilo de «Cómo conocí a vuestra madre»: verano de 2010, una noche en La Barra de Punta del Este. Yo en el coche con Ifat y Fabiana, dando vueltas como locas, buscando un lugar en donde soltar el coche. Cualquiera que haya estado en La Barra de Punta del Este en enero, se carcajeará imaginando nuestra situación. Yo juraba en arameo, mientras Fa e Ifi respondían frenéticas a mensajes de texto de tíos que preguntaban por qué no habíamos llegado aún a la fiesta a la que se suponía debíamos llegar. Antes, aquella noche, durante la cena, las tres habíamos intercambiado nuestros deseos para el Nuevo Año, lo típico, como afortunadamente teníamos salud y tampoco es que estuviéramos mal de trabajo, nuestras peticiones se habían centrado en el amor. Pues bien, tras pasar por el mismo sitio por quinta vez sin tener visos de poder soltar el coche en ningún lado, cuando empezaba a plantearme si dejarlo en Montevideo y caminar desde allí a La Barra, lo dije, en voz alta y sonora: «pues mi deseo de Año Nuevo no es encontrar a un tío, es encontrar aparcamiento de una p… vez!!!!» Y entonces, APARECIÓ. El hueco más increíble del mundo, en plena calle principal de La Barra, a pocos metros del lugar de la fiesta. Científicos de la NASA tendrían que haber ido allí para dejar constancia del paranormal fenómeno… y así, se selló mi destino, que empezó aquella misma noche: Ifi y Fa «levantaron» como locas, mientras que yo contemplaba mi coche líndamente estacionado… Decenas de personas posteriormente han podido atestiguar el hecho: parkings atestados de centros comerciales en sábado, calles en horario de cierre de oficinas, barrios en plena efervescencia nocturna, yo siempre encuentro aparcamiento. Aparecen así nomás… y como bien saben mis amigas orientales, mi vida sentimental en Uruguay fue un páramo desolado y aquí en Chile ni siquiera sé cómo se dice «ligar».

«La solución es muy sencilla» apuntaron los comensales de la cena, una vez concluido mi relato. «Sencillamente tienes que renunciar a tu privilegio de aparcamiento»… Yo empecé a temblar, ¡¿renunciar a mi privilegio?! ¿Ahora, que por fin parece que llega mi coche, tras toda una travesía oceánica y un periplo burocrático de casi 5 meses, ahora que desembarcó en Iquique desde donde me manda fotitos saludando, ahora que parece que «al tiro» me llega (un par de mesecitos más, vamos)…? ¡¿Ahora voy a renunciar a mi privilegio?! …

Porque sí, amigos lectores, no se escandalicen ni asombren: pertenezco a una generación de mujeres descreídas, que ya hemos superado la fase del cuento de hadas y del reloj biológico, y a estas alturas, con una mochila de situaciones embarazosas y de relaciones que una jura no haber tenido en realidad, de llamadas de teléfono y mensajes de texto sin respuesta, de puñadas certeras al corazón y de llantos frustrantes, de confusiones y señales mal entendidas, pues bien, una ya no sueña con que la espere en casa el Príncipe Azul de Cenicienta, sino, como bien dice mi amiga Maria Inés, el mayordomo de Batman.

Que obviamente era gay, pero eso ya no importa.

 

Enero a mil

Pasó mi primer enero en Santiago, me habían avisado ya de que el mes era muy animado (nada que ver con Montevideo, aquí el equivalente del agosto español es febrero), pero la realidad ha superado con creces mis expectativas. Dos hechos han contribuido a ello: primer lugar, la buena tanda de visitas que han cruzado los Andes para estar conmigo, y segundo, la estupenda oferta cultural, empezando sobre todo con el conocido festival de teatro Santiago a Mil, que este año cumplía 20 años y que al parecer debe su nombre a sus primero tiempos, cuando la entrada costaba mil pesos (chilenos, unos dos dólares, difícil de imaginarse…).

La primera obra la fui a ver con Gerardo y Gastón, a una adaptación de una obra de Eugène O’Neill, «Distinto», nos la recomendó MªInés porque el director (Alfredo Castro) es una institución en el teatro chileno. A mí la historia no me contó mucho, y el montaje me recordó bastante al teatro más institucional uruguayo. En todo caso, mis invitados orientales y MªInés se enamoraron locamente a la salida, es lo que tiene la francofilia, dios cría a estos latinoamericanos que gustan hablar en francés a la primera ocasión, y ellos se juntan…

Ya en seguida empezaron los espectáculos internacionales del festival. Empezó con Sacha Waltz, de la escuela de Pina Bausch, «Travelogue I», en el Municipal de Santiago; fui con G&G además de Violeta, que también pasó esos primeros días del año conmigo. Nada más empezar , Violeta y yo nos miramos con horror pensando que iba a ser un espectáculo de danza moderna soporífero, pero nada más lejos, estuvo genial, unos seres extraños bailando en una habitación en torno a un trozo de pan, una nevera o un pollo congelado, a un ritmo enloquecido pero perfectamente sincronizados. Aunque lo disfrutamos, las dos somos unas ignorantes sin complejos, así que a la salida corrimos a Gerardo a que nos lo explicara todo. Él, magnánimo nos despachó diciendo que era una alegoría de la inmediata y vertiginosa sucesión de eventos de la vida actual, y las dos nos quedamos tan contentas.

El festival este año tenía participación española, un espectáculo callejero de Carres de Foc (los organizadores creen en el futuro de los montajes callejeros) y dos obras de Roger Bernat, un catalán que ha trabajado mucho espectáculos sin actores, con la interacción con los públicos. Fa y Robert apenas tuvieron tiempo de dejar las maletas, en seguida estábamos camino del teatro a ver «Pendiente de voto», una idea muy inteligente, nos daban unos aparatitos con los que el público podía votar y se convertía en una suerte de parlamento, que tras conformarse en soberano y negarle el voto a los «extranjeros» (los que habían llegado tarde), eligió presidente, ejército, tribunal constitucional y votó sobre toda suerte de temas. La premisa de Bernat era sugerente, «los políticos llevan décadas haciendo teatro, ahora los teatreros nos dedicaremos a la política», y el resultado tuvo momentos muy buenos, yo disfruté particularmente el momento en que nos hicieron cambiar de sitio y nos colocaban por parejas, con aquella persona del público con la que habíamos coincidido más en la primera tanda de votos… las «parejas» resultantes eran curiosas, a mí me tocó con un veinteañero de indumentaria hippy que creó se cuestionó toda su ideología al ver que había votado lo mismo que yo. A la salida, comentamos la obra con Alejandra, que trabaja en Minera Escondida, la principal auspiciante del festival. Ambas estábamos de acuerdo que la uniformidad que mostró el público (en cosas como el pago de impuestos, la sanidad pública, el aborto o la cuestión mapuche), hubiera sido radicalmente distinta si la obra no se hubiera representado en una sala de la Universidad de Chile, sino en un teatro como el Municipal de las Condes. Lo resalto porque Bernat comentó luego en una entrevista que le hicimos en la radio del Centro, que le había sorprendido la homogeneidad de las decisiones, cuando en realidad yo cada vez veo más que chilenos y españoles nos parecemos muchísimo en nuestros alineamientos divisorios radicales, nuestra derecha y nuestra izquierda más extremista tiene su espejo al otro lado de los Andes. Seguí con esa idea con la siguiente obra:»El año que nací», en la que once hijos hablan de sus padres, cada uno representando un segmento sociopolítico distinto desde Patria y Libertad (el partido fascista chileno) hasta el MIR (la izquierda revolucionaria). Exilados políticos, económicos, simpatizantes de Pinochet, todos hablaban y sacaban a relucir sus recuerdos, divertido cuando hablaban de los apagones provocados (somos el único país del mundo que tiene un color llamado «paquete de vela»...). Lo más destacable era que los actores eran los hijos reales, es decir, que hacían de sí mismos, con lo que la cercanía era increíble, terminaban contando cómo se sentían ahora que habían compartido con el público su experiencia, desde el que mostraba a su propia hija orgulloso, a la que reconocía que su madre le ha retirado el saludo… A esa obra pude entrar de milagro, porque por entonces empezaba la Semana de Programadores, yo estaba acreditada y tenía reserva para determinados espectáculos, pero aún así, ¡había overbooking!… qué felicidad, overbooking para ir al teatro…

Siguieron mas obras, una argentina, «Qué me has hecho, vida mía», sobre una actriz peronista, Fanny Navarro, que al caer Perón fue condenada al más horrible de los ostracismos. El sectarismo cultural que se observa en su triste historia da bastante miedo porque, como me comentaban algunos programadores argentinos (y venezolanos) a la salida, la situación dista mucho de ser cosa del pasado… Llegó otro de los platos fuertes del festival, «El centauro y el animal», de la compañía francesa Bartabas. Francia era país invitado del festival y había debutado con un espectáculo callejero impresionante, unas jirafas gigantes desfilando por Providencia y la Alameda. Esta obra en el Municipal de Santiago era  una especie de diálogo entre un hombre y un caballo, o algo así, era un espectáculo visual hermoso, pero bueno, a la salida era un poco como con la trilogía de Kieslowski, unos pocos flipando a gritos de la profundidad del mensaje y el resto calladito temiendo reconocer que se le había hecho largo… Hasta que apareció Roser Bru, toda ancianita, agarrada del brazo de sus nietas, que con la tranquilidad que debe de dar haber salido por patas de la España postguerra, recorrido el Atlántico en el Winnipeg y llegado a un país desconocido, para aquí convertirse en una de las mejores artistas plásticas de su generación, declaró que se había aburrido porque la obra no contenía elementos de sorpresa. Y ahí ya el resto nos atrevimos a expresar en voz alta nuestra verdadera opinión…

Llegó ya mi último invitado de enero, Leandro, que obviamente venía con unas ganas locas de ver teatro. Con él fui al último estreno de Guillermo Calderón, «Escuela», para el que había una gran expectación. Se trataba de una clase, teórica y práctica, a unos terroristas, que adivinas están en la dictadura pinochetista, pero que al final te parece pudieran estar en cualquier otra banda armada. Yo iba con cierta aprensión, porque a un programador peruano le había molestado (como peruano, me cuesta ver el terrorismo como se ve en otras partes de América Latina), y una de las actrices de hecho había renunciado en el último momento, aparentemente por razones morales, por lo que el propio Calderón había tenido que sustituirla. Pero me gustó, quizá porque yo la vi bajo un prisma tristemente burlón, sentías una mezcla de asco y compasión por ese grupo miserable de desgraciados iluminados recibiendo clases sobre la plusvalía, y pude imaginarme perfectamente a unos niñatos de la «kale borroka» en esa misma situación. ¿Qué pasará cuando ganemos? preguntaba un «alumno». Nada, como no nos gusta el poder, acabaremos volviendo a rebelarnos, porque está en nuestra naturaleza luchar contra el poder, el que sea… Quizá le faltó un golpe de efecto final, que los alumnos hubieran hecho amago de disparar a la audiencia, a modo de recordatorio de que esas escuelas al final en definitiva, lo que forman es a meros asesinos.

Y con Leandro cerré el festival con una toda una aventura. Resulta que habíamos conocido a Héctor Noguera en una recepción en la Embajada de Francia, una verdadera institución de la escena chilena, y que estaba con una obra de Koltès, «La soledad de los campos de algodón». Leandro se moría de ganas de verlo en escena, y además haciendo una obra de un autor que él también había interpretado en Montevideo («Roberto Zucko»). Yo en cambio no tenía la más mínima gana, porque Koltès me aburre soberanamente y el teatro estaba en Peñalolén, una municipalidad allí donde ni Zeus se pasea, pero Lean me agarró del brazo y allá que fuimos. Recorrimos durante media hora en el coche de una amiga que nos dejó en los límites de Peñalolén, caminamos perdidos, agarramos un bus, y luego un taxi destartalado que nos paseó por calles de chabolas que hicieron temblar al Leandro criado en el Casavalle de Montevideo… Llegamos al fin, preguntándonos cómo narices íbamos a salir de allí por la noche (luego resultó que había una furgoneta de la organización que te acercaba a la estación de metro), y provocamos la sorpresa de la taquillera al enseñarle mi acreditación de programadora. Mira, son así las acrecitaciones, no había visto ninguna… Es decir, que ningún programador o invitado se había plantado allí, solo yo. Como dice Gerardo, ay nena, lo que te tira el pueblo… Pero eso sí, el teatro lleno hasta los topes y Noguera estuvo genial.

No obstante, la obra que más me ha gustado estaba fuera de Festival, porque ya lleva muchas temporadas, y viajado mucho: «Las niñas araña». Se representaba en un teatro muy divertido, en un puente sobre el río Mapocho, y se basaba en una historia real, unas adolescentes de extracción muy humilde, que escalaban los edificios de barrios residenciales para entrar en los apartamentos. Pero no era con ánimo de robar: comían y bebían, chusmeaban la ropa, ponían música y quizá se llevaban alguna chuchería que les había llamado la atención. Las pillaron varias veces, pero como eran menores, volvían a la calle, y reincidían, convirtiéndose al final en una atracción mediática. La obra tenía momentos maravillosos, aunque se hacía difícil de seguir en ocasiones porque era en argot chileno muy cerrado, pero era hermoso escuchar los monólogos (¡en décimas!) de esas niñas que con su escalada física buscaban evadirse metafóricamente de su mundo. Pucha, decía una contemplando la vista desde las alturas, estas casas están más cerca del cielo, cuando Dios cuando mira para abajo, esto es lo primero que mira… Por eso la gente que vive acá es más creyente… La historia no cuenta qué fue de aquellas niñas.

Y a modo de conclusión, dedico esta entrada a mi amiga MªInés, a la que han nombrado hace poco para un puesto destacado del mundo del teatro acá en Santiago. Le sobra cualificación para desempeñarlo, pero aún así ha sido una gran sorpresa. Desde aquí quiero desearle toda la suerte del mundo.

Don Juan y mi bicicleta rosa

Vale, ya hablé del Don Juan en el cementerio que organizamos en Montevideo, el éxito tan grande que tuvo, y lo bonito que fue mostrar nuestra propia tradición de Día de Difuntos (odio el p… Halloween de las narices). Así que fue desembarcar en Santiago, y yo ya tenía claro que me apetecía hacerlo también aquí. Se lo propusimos a Jesús, que es un director y profesor de teatro, que llegó hace años a Chile de casualidad y aquí se quedó, pero él me hizo ver que en tan poquito tiempo no podíamos hacer una cosa decente, así que decidimos que por este año haríamos una versión breve, «esencial», una mesa coloquio sobre el mito, y que haríamos otra función en la Feria del Libro, que justo empezó la semana pasada. Le comenté a Jesús que no se le ocurriera poner a un niñato mono de Don Juan, que el Burlador de Sevilla ante todo tiene que ser un hombre y él me envió fotos del elegido, que me comentaron salía en una telenovela chilena con mucho éxito, «Soltera otra vez». Yo lo ví, me pareció que era el tipo de hombre por el que dejas los hábitos y perdonas que haya matado a tu padre (perdóname, papi, tú me entiendes), y ya dejé el tema donjuanesco, porque tenía que concentrarme en otras cosas (mi vitrina, por ejemplo). Eso sí, a veces me acerqué de puntillas al teatro del Centro a verlos ensayar, los versos de Zorrilla me siguen emocionando, y mira que son ramplones!!

Pero bueno, hoy me levanté decidida a comprarme una bicicleta. A pesar de la polución, o quizás por ello, Santiago es una ciudad de bicicletas, muchas calles tienen ciclovías, y es habitual que los santiaguinos utilicen la bici como medio de transporte, los grandes centros comerciales y los restaurantes suelen tener aparcamientos adecuados en la entrada, el mismo Centro Cultural tiene su sitio para bicis. Así que tenía ganas de tener una. En su día me habían recomendado ir a la calle San Diego con Copiapó, y allí que me planté. En efecto, decenas de tiendas de bicicletas se alineaban a ambos lados de la calle, la recorrí durante un rato, entré a preguntar en un par, los dependientes me hablaban de las excelencias de cada bici, que si las marchas, que si las llantas, que si los frenos, pero yo tenía un requerimiento específico: ¿la tiene rosa?

Porque sí, queridos lectores, yo quería una bici rosa. Para mí, una bici rosa es una declaración de principios: para ir por la calle con una bici rosa hace falta muchísima personalidad, y si hay algo que a mí me sobra (aparte de los kilos), es personalidad. Así que quería mi bici rosa, y finalmente la encontré, blanca y rosa, lindísima, y pedaleando feliz me encaminé al Barrio Italia, donde había quedado con David y Carmen a almorzar. David y Juancho salieron a mi encuentro. Encadené la bici, y le saqué la cesta rosa desmontable (que mola que lo flipas), mientras David me preguntaba si era consciente de que en una cesta rosa así sólo caben lechugas y tomates orgánicos. Entro con mi cesta a la galería cubierta en donde estaba la cafetería y me topo con Paulo, el actor que hace de Don Juan. Lo saludo, me comenta que va a ensayar, y me dirijo a la mesa en que nos esperaba Carmen, que me recibe con ojos de furia: «te odio»

Ya sé, Carmencita, lo sé, es duro asumir que tienes una amiga con tantísima personalidad que puede ir por la vida con la cesta rosa de su bici blanca y rosa, pero ella me interrumpió, «subnormal, que te odio, porque le acabas de plantar dos besos a Paulo…, qué hombre más guapo» Yo estaba un poco mosca de que mi cesta rosa no le hubiera causado la más mínima impresión, pero sonreí con suficiencia: «si alguno se molestara alguna vez en ver la programación de nuestro Centro Cultural, quizá os habríais enterado de que va a ser nuestro Don Juan…» Y es que mis amigos no vienen nunca al Centro Cultural, bueno, miento, Carolina sí que fue, se chupó un diálogo de Ulises con Electra, Medea y Antígona (qué duro es el teatro contemporáneo a veces), pero el resto nunca va. Carmen se volvió loca, se puso a taggearnos en el Facebook, puso los convenientes «me gusta» a nuestro post de la actividad, mientras David trataba de matar su entusiasmo: «es gay, seguro…» Y en esto que suena el teléfono y, ¿quién es? Pues nuestro Don Juan, que iba con Jesús y me llamaba con su móvil. Yo me emocioné pensando que quería alabarme por mi bici rosa, pero no era por eso (¡¿es que en esta ciudad nadie es capaz de apreciar el mensaje de pedalear sobre una bici rosa?!), era que se había dado cuenta que se había dejado algo en el restaurante. Al teléfono me iba explicando donde se había sentado, «al lado de la mesa de tu amiga» (Carmen: «¡¡Paulo me vio, sabe que existo!!)… la que estaba sentada con tu amigo (David: «¿Ves? Se fijó en mí, es gay») … que estaban con un perro muy lindo…» Y ahí quedó claro que el único que le había causado impresión del grupo era Juancho.

En fin, que al final Don Juan desplazó en protagonismo a mi bici rosa, increíble e imperdonable, pero aún así estoy contenta e impaciente, no sé qué versos habrá seleccionado Jesús para el «Don Juan esencial», pero seguro me inspirará y recordaré de nuevo… si es que de ti desprendida llega esa voz a la altura, y hay un Dios tras esa anchura por donde los astros van, dile que mire a don Juan llorando en tu sepultura…

 

Juancho, Darling, San David y yo

“Señora MaEugenia, hice el jugo de piña y fregué las estanterías y los platos de los armarios, como me dijo. Dígale por favor a Don David que hace falta jabón y suavizante para la ropa, pero dígale bien la marca, que él al final siempre compra uno muy malo que es el que estropea ropa” Darling lo tiene super claro: por encima de 200 años de lucha por la igualdad de sexos, en una casa quien manda es la mujer, aunque esta sea una mera invitada, y el hombre es quien pone el dinero, y así que es como el pobre (San) David se encontró el otro día al llegar a casa con que Darling, la “nana” (empleada/asistenta) que él paga, me escribe ya las notas con instrucciones a mí…

No soy la única presencia femenina que ha irrumpido en el pacífico hogar de Valdivia Norte de David, también está Noah, la “polola” (novia) de Juancho, una hermosa gos d’atura gris, cuya dueña quiere cruzarla para tener una camada de peludos pastorcitos catalanes, que es una raza bastante inusual en Chile. Juancho se enamoró de Noah al segundo de conocerla, y ahora se le nota nervioso ante la perspectiva de su primera noche de amor.

Mientras tanto, yo continúo instalándome en el Santiago bip! Ya soy persona, tengo RUT, y sigo a lo mío con mis (nunca suficientemente odiados) corredores inmobiliarios. Gracias a ellos me voy aprendiendo las calles de Santiago a base de ir a ver apartamentos (alguien me aseguró al llegar que los corredores te van a buscar y te llevan a los departamentos que van a enseñarte, pero yo estoy convencida de que eso es una leyenda urbana: la única excepción fue una corredora que fue a buscarme en coche al grito de que su mejor amiga es española, el resto, me cita en el apartamento en cuestión, y a veces ni aparecen). Gracias a ellos voy aprendiendo pequeños detalles de la sociedad chilena: por ejemplo, ninguno puede comprender que una diplo no quiera vivir en el alejado, escasamente conectado por transporte público y residencial Vitacura, con la de jardines, parques, colegios y grandes avenidas que tiene, con la de familias que viven allí… yo trato siempre de explicarles que estoy soltera sin hijos, y que por trabajo me viene mejor estar cerca del centro, pero ellos no hacen acuso de recibo, insisten en llevarme a hermosos apartamentos en urbanizaciones a las afueras, así que yo ya no sé si es que lo que no se creen, es que España deje que una soltera sin hijos deambule por el mundo defendiendo sus intereses, cualquiera sabe. “Hágame caso” me insistía uno, “será muy feliz en este hermoso departamento silencioso y tranquilo frente a un parque lindo”. “No” le respondí yo, “seré desgraciada, me deprimiré y me suicidaré y mi muerte pesará sobre su conciencia”. Ya fuera porque no tenía sentido de la ironía, o porque cargar con el peso de mi muerte le tocaba un pie, pero el caso es que el tipo aún siguió intentándolo durante media hora… Otro detalle, las cocinas: he visitado lindos apartamentos en edificios señoriales con cocinas sencillamente cochambrosas. Cuando me quejo, los corredores sonríen: “usted cocina, ¿no?” asumiendo que tienen una cordon bleu delante y no una pobre chica a la que le gusta desayunar en la cocina. A mi amiga (santa) Carmen le pasaba similar cuando buscaba piso (Carmen es santa entre otras cosas, porque me dejó un montón de vestidos para que eligiera qué llevar a la inauguración del SANFIC, probablemente la única actividad con etiqueta que me va a tocar en todo este tiempo y que justo tuvo que caer cuando mi ropa sigue en el contenedor en Montevideo), y ella que también se quejó recibió la siguiente clarificadora respuesta: “¿pero por qué le preocupa la cocina, si tendrá una nana que se ocupará de todo y usted no tendrá que entrar nunca?”

Voy conociendo nuevos barrios: Lastarria/Bellas Artes, en el centro, muy moderno y cultureta, que me dio ganas de sumarme a la moda de vivir en el centro, pero mi búsqueda de apartamento por esa zona resultó infructuosa: el único que pude ver, en un edificio años 40 precioso sobre un «Emporio la Rosa», una cafetería famosa con sucursales, no tenía calefacción, y yo seré muy moderna, independiente, soltera y sin hijos, pero también puse a Zeus por testigo que nunca más volvería a pasar frío, como bien saben mis lectores más antiguos. Otra opción fallida fue el Barrio Italia, una especie de Palermo Viejo santiaguino, aún en sus primeros balbuceos, pero con perspectivas: casas antiguas reconvertidas en coquetas galerías de tiendas de diseño, anticuarios, talleres de artesanía, cafés y restaurantes estilosos… pero la cosa aún está muy centrada en un día a la semana, la mañana de los sábados, el resto del tiempo la zona está muy cerrada, tan sólo permanecen abiertos los talleres mecánicos en un ambiente desolado, así que ni me molesté en ir a ver las dos casas que se ofertaban allí en alquiler, que como dice la bruja de Juego de Tronos, for the night is dark and full of terrors…

En fin, que poco a poco voy construyendo mi rutina en la ciudad al otro lado de los Andes, aunque por ahora es en torno a Juancho y Darling. Y a David, claro. David y yo conformamos una amistad moderna: hacemos la cena juntos (él cocina todo y yo pongo los dos platos y las servilletas), y a continuación nos sumergimos en nuestros respectivos iPads, para pasarla poniendo “me gusta” en nuestras actualizaciones y fotos de Facebook, y retuiteando nuestros mensajes. Alguien podrá decir que es un ejemplo de la alienación de las redes sociales modernas, pero eso es una chorrada, toda persona moderna actual sabe que las redes sociales virtuales se disfrutan doblemente con alguien que tienes al lado. Luego me voy a dormir y Juancho me acompaña, estos días prefiere dormir conmigo antes que con David, sospechamos que es el inminente encuentro carnal con Noah, que le hace proclive a la cercanía del sexo femenino. A Juancho no le gusta el tono new age de la aplicación despertador del iPad, así que en cuanto suena se pone a ladrar. Dormir con Juacho en un seguro. No porque la noche sea particularmente oscura y terrorífica, sino porque vamos, es que es seguro que te despiertas…

Sin RUT no eres nada en el Santiago BIP

Días antes de llegar, San David me comentó que me iba a dejar una «tarjeta VIP», para que pudiera usarla. Yo me puse muy contenta, pensé que sería algo similar a mi antigua tarjeta de los (nunca suficientemente añorados) VIPs de Madrid, o algo similar en atención a lo megaimportante y divina que soy. Ja, ilusa yo, se trataba de una tarjeta bip!, que se usa fundamentalmente para pagar en el transporte público de Santiago, llamada así por el ruidito bip que hace al pasarla por la máquina.

En Santiago todo hace bip!, en realidad. Desde que una pone el pie en la calle, empieza a escuchar el puñetero sonidito, suena en el micro (autobús), en el metro (que por cierto cuesta lo mismo todos los santos días, sin posibilidad de abono semanal, mensual o ticket reducido de 10 pasajes, nada, un bip! de las narices de 600 pesitos chilenos cada vez que te subes. También hace bip! la autopista, el coche suena cada vez que pasas por los invisibles peajes automáticos, mi nueva amiga Carolina (sobrina de Jenny, la Internacional Oriental, que funciona muy bien) me contaba que una vez con su marido que se equivocaron de salida y se tuvieron que recorrer la Costanera antes de poder dar la vuelta, cada bip! les iba recordando lo cara que les iba a salir la bromita…
Otra cosa que tiene el Santiago de hoy es el RUT, el equivalente de nuestro DNI, pero que va mucho más allá, porque aquí nuestro DNI o nuestro número de pasaporte se la trae al pairo, lo único que te aceptan es su RUT, que te dan junto con la residencia legal, y que la Cancillería chilena aún no me ha dado. Sin RUT no abres una cuenta bancaria, no te dan una línea de teléfono, no compras por internet, y muchos de mis (nunca suficientemente odiados) corredores inmobiliarios me histeriquean (aún más) ante la ausencia del numerito de marras…

Pero más allá del eterno bip!, el no tener RUT, y los histeriqueos de los corredores inmobiliarios, estoy contenta con el balance de estas dos primeras semanas en Santiago. Llueve sin parar, algo rarísimo según me cuentan todos, y estoy anhelando que amanezca soleado para poder disfrutar al fin de la vista de la cordillera sin polución.

Voy conociendo gente interesante: los responsables del Centro Cultural Estación Mapocho (su director,Arturo Navarro, una institución en gestión cultural, me habló de lo que marcó la exposición Letras Españolas, que el Ministro Solé Tura montó para la Feria del Libro del Francfort del 92, y que luego Felipe González quiso llevar al Chile que reiniciaba su democracia), a los organizadores de la XVIII Bienal de Arquitectura

También vi una peli chilena muy interesante, que volvió premiada de Cannes: «NO». Relata la campaña publicitaria que realizó la Concertación, durante el referéndum que Pinochet convocó para ganar pero finalmente perdió. Un publicista (al parecer ficticio) que interpreta Gael García Bernal, convence a la gente de la Concertación de que sólo podrían ganar con un mensaje positivo, alegre, de confianza en el futuro, en vez de recrearse en las ya conocidas imágenes de los horrores de la dictadura, y esa línea optimista va ganando adeptos en la población, que poco a poco van arrinconando a la campaña plúmbea y acartonada del SI. Fui con el grupo de David, y (San) Carlos decía a la salida que había sido una vuelta a su infancia, a aquellos anuncios felices del NO con su canciocilla pegadiza que todo el mundo tarareaba y al arcoiris que poco a poco la gente se atrevió a ponerse de pin o de camiseta. Fue divertido escuchar al público chileno reírse ante las imágenes, sobre todo ante el video de cierre de la campaña del SI, con un Pinochet sonriendo a la cámara: «si algo hice mal, pido perdón…»

En realidad, la película enseña cómo hasta la izquierda más radical dentro de la Concertación acabó aceptando las reglas del merchandising más básico en un sistema de libre mercado… de ahí al Santiago bip!, sólo había un paso…