El abrazo amplificado (seguimos temblando)

De cómo el terremoto en Chile de 2015 me hizo pasar el miedo más grande de mi vida…

Una consecuencia de vivir en Chile es que la famosa escala sismológica de Richter se simplifica enormemente: hasta 7, la cosa es una simple chorrada, y si te lamentas mucho o exclamas «¡es un terremoto!», le das una alegría al chileno más cercano, que pasará los siguientes minutos pontificando sobre la resistencia nacional a los movimientos telúricos y riéndose de ti con prepotencia de tintes xenófobos. Pero una vez superado el 7, se te permite usar la palabra «terremoto», y no está mal visto reconocer que la cosa te ha hecho menos gracia que una peli de Paco Martínez Soria. La diferencia va mucho más allá de la obsesión chilena por el número 7, hay que reconocerles que tienen un país con el mérito de tener la condición sísmica más alta del mundo. Y es algo que tienes que aceptar si vives aquí. Eso y la cueca, no queda otra.

Mis amables lectores saben que llevo padeciendo temblores desde casi mi primer mes aquí, y que alguno llegó a agitarme el alma, pero nada, repito, nada, se acercó a lo que viví el pasado (y malhadado) 16 de septiembre. Estaba yo encarando el finde largo por los festivos patrios chilenos, tan tranquila viendo una de mis series y haciendo punto en el sofá (planazo, desafío a quien se atreva a dudarlo), cuando todo empezó a temblar. Durante los primeros segundos, tuve la duda de siempre, ¿me levanto o paso que esto no va a durar más de 5 segundos?, pero entonces, la mesa  de mi salita empezó a golpear las paredes. No exagero, no es figurado: la mesa tomó vida y empezó a golpear la pared como loca… entonces agarré mi corazón (o lo que es lo mismo, mi teléfono móvil) y salté a abrir la puerta de mi casa. No es que los dinteles sean necesariamente los puntos más seguros de la casa (leyenda urbana que aprendes a desmitificar al vivir en Chile), de hecho uno tiene que correr a un «triángulo de la vida», que es un punto que todos tenemos que tener localizado en las casas y aprendido a encontrar en minutos; todos menos yo, claro, que siempre me olvido. Yo corrí a abrir la puerta porque sí que me acordaba de que a veces los marcos se desnivelan con el temblor y la gente se queda encerrada en los apartamentos. Y allí me quedé. Durante una hora. Bueno, fue minuto y medio, pero se me hizo una hora. El resto de mi mobiliario también parecía haber cobrado vida, y aquello parecía un poltergeist de librerías, cuadros y estanterías golpeando las paredes, las puertas enloquecidas, sillas desplazándose por el salón, lámparas balanceándose estilo «fantasma de la ópera»… y luego, por supuesto, mi vitrina. Mi puta vitrina.  Desde el dintel la oía rugir como gata en celo, durante esos minutos eternos, yo ya me hice a la idea de pasarme el resto de mi vida recogiendo cachitos de vidrio de la vitrina por el salón. Y al fin, todo paró. Entonces empezó el tintineo del Whatsapp… primero fue el grupo de la Embajada, que es un grupo que el Embajador usa para pasarnos instrucciones (no confidenciales), y el resto para enviarnos memes. El primer mensaje fue del jefe, preguntándonos cómo estábamos. El segundo fue del Ministro Consejero, alertando de que ya en la radio y la tele se confirmaba que habíamos superado con creces la barrera del 7. Y el tercero del Cónsul, avisando de que iniciaba el protocolo de emergencia consular. Y luego ya siguió el resto, con valerosos mensajes tipo «hosti, qué susto mas grande». Yo al mismo tiempo escribía tranquilizando al grupo de mi familia, porque sé que para la prensa española cualquier cosa por encima del 5 ya es terremoto. También alertaba a mi padre de que lo asesinaría como empezara con su acostumbrado «para terremotos, los de Granada» (nota para chilenos: mi ciudad natal es sísmica, sí, pero de ahí a compararnos con Chile, o Japón, o California, es una nueva muestra de la prepotencia hispana, es lo que tenemos, no os quejéis porque lo habéis heredado) Y entonces volvió a temblar. De nuevo el poltergeist furioso. Paró un rato, y luego otra vez. Y otra vez. En los intermedios, me aventuraba con piernas temblorosas a la salita a ver qué decía la tele, pero luego de nuevo al dintel, casi como un mantra, durante unos cinco minutos que se me hicieron eternos. En medio de uno, entró una llamada de whatsapp de mi hermana a la que le lloré a gritos mientras ella me instaba a buscar un sitio seguro.

Y ahí vamos a la clave del tema: mi miedo era completamente irracional. Es decir, no es que temiera por mi vida (no creo que haya cosa más racional que temer por la vida), porque mi edificio es muy seguro, ni una grieta tuvo al día siguiente. Y como mi edificio, la mayor parte de los edificios de las ciudades chilenas, en un país que lleva ya siglos con esta maldición y sabe cómo lidiar con ella. Lo más peligroso son los maremotos posteriores, pero también en eso están preparados, luego supe de amigos que estaban por la costa, fuera de cobertura, y aún así les llegó un mensaje ruidoso al móvil con la alerta del tsunami. Y sí, hubo víctimas, pero contadas con la mano, y muchas por infartos del susto. Vamos, que tienes que tener muy mala suerte para morirte por un terremoto en Chile (es más factible una avalancha; o un incendio; o un loco descuartizador). Ya digo, era un miedo irracional, el de ver mi casa entera cobrar vida, el de no tener control de nada, la impotencia de no poder escaparme de ninguna manera: yo contra la naturaleza injusta y ciega…

Pobrecita, te pilló sola, me decían luego todos. Pues sí, pero lo cierto es que nunca me sentí más arropada. El internet nunca dejó de funcionar y caudales de mensajes llegaban por Whatsapp, Facebook y Twitter; amigos, familia, los trabajadores del Centro Cultural, mensajes interesándose por la española, o  felicitándome porque ya me había graduado de chilena, incluso algún mensaje recibí de Coquimbo, la ciudad que más sufrió los estragos del terremoto (el puerto en el que tan solo hace unas semanas almorcé tan tranquila quedó barrido por las olas), y aún así desde allí algún amigo me mandó un abrazo. Y luego en las horas siguientes entraron mensajes de Uruguay, de España, de Europa, de Latinoamérica… Estos días estoy siguiendo unas lecciones de cultura digital, y el profesor comenta que nuestro mundo digital permite que nuestra mano, nuestra mirada y nuestra palabra se amplifiquen a través de las posibilidades de la Red. Pues bien, yo sentí una ventaja adicional a este universo virtual: un abrazo enorme, desde todos los rincones, que sentí de forma interrumpida en aquellas horas bajo el dintel de mi casa (no es metáfora, fueron horas, es que al final decidí instalarme allí). Un abrazo amplificado. Y estas palabras son un agradecimiento de corazón a todos los que me abrazaron aquella noche, gracias a todos.

Y por cierto, mi vitrina quedó intacta. Una campeona.

Terremoto en Chile de 2015

(la foto es de la costanera de Coquimbo la mañana del 17 de septiembre, sacada del Facebook de un amigo de allí. ¡Así de fuerte fue el terremoto en Chile de 2015!))

 

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