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El día que Rosa tuvo razón

Vale, me considero una chica austera. Y los lujos y placeres que me permito, que tampoco creo que sean tantos, me los he permitido cuando he podido pagarlos y no antes. Es decir, que nunca me endeudé por tener un par de zapatos, a lo Carrie Bradshaw, o por tener un cuadro caro en el cuarto de baño, a lo politico municipal español. Sin embargo, hay una cosa que luché por tener, incluso cuando compartía piso, no tenía trabajo, y pagar la factura de la luz y el agua era algo triste: una nana (adopto el chilenismo por «empleada del hogar» porque sencillamente me encanta). Porque sí, en mi hogar materno siempre hubo nanas, y ya independizada, en cuanto pude, convencí a mis compas en aquel piso del Paseo de la Florida, y contratamos a una nana, entonces sólo por un par de horas a la semana, luego ya fui subiendo. Este empecinamiento por tener a alguien que me planchara la ropa y limpiara el baño sigue despertando sorpresa entre algunos miembros de mi familia, that shall remain unnamed, y que siempre me dicen que uno debiera poder de arreglar su propio desorden. Desde aquí les digo: no se trata de no poder. Se trata de no querer.

Mi primera nana, Natalia, era ucraniana, y de joven debió ser muy guapa, pero estaba ya baqueteada por la vida, tras huir de un marido abusador, y emigrar a España para sacar dinero con que mantener a sus hijos. Era lista, resolutiva, de ese tipo de personas que sabes que van a salir adelante por puro empeño. Era tan buena en su trabajo, que tenía mucho empleadores, y a veces, cuando tenía más de un compromiso, mandaba sustitutas, y así fue como conocí sucesivamente a Alejandra, Tatiana y Olga. Nunca le di una instrucción a Natalia. Bueno, miento, lo intenté alguna vez, creo que le dije algo así como, Natalia, hoy yo creo que habría que limpiar los cristales, y en respuesta ella me lanzó una mirada azul límpida con calma eslava, no, hoy toca limpiar el frigorífico, provocando que yo tuviera pesadillas con asesinas rubias durante varios días y que obviamente nunca más intentara darle una orden. Consiguió la residencia definitiva en España y se acabó llevando consigo a sus hijos, tras amenazar a su exmarido con un cuchillo en la puerta del juzgado por si se atrevía a negarse. Se despidió de mí suspirando preocupada porque me iba de España sin un hombre al lado. Intenté hacerle ver que su marido abusador no era precisamente buen ejemplo, pero ella me despachó resolutiva: «un hombre siempre es necesario, aunque sea para echarlo después…»

Mi segunda nana fue ya en Uruguay, Elena. Elena era un genio. De verdad, nunca conocí mujer más inteligente, tenía respuestas para todo. Tuvo clarísimo que el Pepe Mujica sería el próximo presidente uruguayo cuando nadie daba un duro por él en plenas primarias, y luego fue la primera en predestinar que su popularidad iba a caer en picado. Cuando se cansó de ver a arquitectos e ingenieros contratados por la comunidad de propietarios esforzándose en encontrar la razón por el olor pestilente que asolaba nuestro edificio, nos informó a todos de que la razón eran las trampillas extractoras de humo de las parrillas, que se abrían con el viento, dejando entrar a las palomas para hacer sus nidos. Si se me estropeaba un electrodoméstico, lo chequeaba antes de que viniera el técnico para asegurarse de que no me engañaba cargando cosas de más en la cuenta, y llegó a saber cocinar con mi Thermomix mejor que yo. Yo soy una buena diplo celosa de la legislación laboral local, así que siempre me preocupé de que estuviera convenientemente dada de alta en el seguro y de pagar los impuestos que me correspondían. Al principio contraté una abogada para que estuviera todo perfecto, pero la verdad es que nunca hizo falta. Al final de cada mes, sin ayuda de abogada alguna, Elena llegaba con una pulcra hoja de cuaderno escolar con preciosa letra de escuela pública uruguaya, sin una falta de ortografía, y en la que estaba perfectamente clarificado su sueldo, con detalle y porcentajes. Cada 6 meses incluía los aguinaldos y las vacaciones, yo una vez llevé el cálculo al contable de la Embajada y él por respuesta me pidió permiso para contratar a Elena para cuando se le rompiera la calculadora. Cuando el sindicato de nanas uruguayas llegó a un nuevo acuerdo con el gobierno, me lo trajo rubicado para justificar los incrementos que iba a incluir en su primorosa hojita escolar. Así que yo me limitaba a firmar y pagar lo que ella me decía sin preocuparme.

Y así, malcriada por nanas mandonas y resolutivas, llegué a Chile y me encontré con Rosa. Mis lectores ya conocen a Rosa. Tras casi un año juntas, nos hemos ido acompasando, y si bien es cierto que es la más pasiva y dócil de mis nanas, discutimos mucho, me estreso si no hay miel en casa, y me enfurezco por su afición a las biblias editadas en mi país, que compra con fruición por internet. Dirán mis lectores que qué me importa a mí sus aficiones, desde aquí les informo: Rosa las compra asumiendo que luego yo se las traeré en la maleta, y así me vine la última vez, cargando casi 5 kilos de estudios levíticos… Pero a pesar de la miel, de las biblias, de sus experimentos para lograr que crezcan tomates en mi balcón, y de que sigue sin saber cómo organizar mi armario, lo cierto es que la quiero mucho, como quise a Natalia y a Elena.

Como sigo celosa de la legislación laboral local, desde el principio he querido pagar todo lo que le corresponde, y mensualmente entro en la completa página web del sistema social chileno, Previred, para hacer la transferencia correspondiente. Pero el caso es que cada mes pagaba una cifra distinta, y me llegaban avisos diciendo que no estaba pagando ni cobrando correctamente las cargas familiares (una ayuda que paga el empleador pero que luego devuelve el Estado). Yo siempre había entendido que las cargas familiares iban comprendidas en el sueldo y que luego yo sumaba algo más por Previred, así que conforme llegaban más avisos, acababa peleándome con Rosa, acusándola de no estar dada de alta correctamente. Rosa no entraba al quite, pero siempre terminaba mirándome con calma mapuche y dictaminaba, yo lo estoy haciendo bien, es usted la que se equivoca, y seguía regando las plantas.

Finalmente, (santa) Alicia, la funcionaria que Zeus (español) envió a nuestra embajada para asesorarnos a los expatriados sobre los matices de la ley chilena, decidió ir de paseo a la oficina local con Rosa y Darling para ver qué pasaba con las cotizaciones sociales. Y desde allí me llamó para echarme la bronca: porque resulta que llevo un año haciendo todo mal. Yo tenía que haber pagado un plus al sueldo todos los meses y luego declararlo en Previred. Por eso Rosa era acreedora mía de las cargas familiares de 10 meses, y el Estado chileno estaba esperando que yo declarara haberlas pagado para reembolsarlas, por lo que Previred tenía un saldo favorable para mí. Mientras (santa) Alicia me echaba la bronca, yo prácticamente podia oir a Rosa cuchichear con Darling, yo se lo he dicho muchas veces, pero estos españoles no escuchan…

Al día siguiente, con dos botes de miel delicatessen y un cheque con las cargas atrasadas, más un aguinaldo en concepto de Subnormalidad Hispana en Semana de la Chilenidad, me disculpé con Rosa. Ella fue magnánima en su victoria, y me dijo que siempre había sabido que yo acabaría dándome cuenta del error, que entonces cobraría toda las cargas juntas, y que llevaba tiempo ilusionada con la cantidad de plata que iba a recibir de una vez… y luego se puso a parlotear contenta como una loca, porque se lo había pasado genial en su paseo con Alicia y Darling, de esta última se había hecho amiguita, estaba muy feliz de tener una amiga en el barrio, y empezó a contarme cotilleos de Juancho… a saber los chismes míos que Darling le estará contando a David… y yo mientras tanto haciéndome las tostadas (porque Rosa no puede trabajar y hablar al mismo tiempo) y suspirando. No por el dinero que le acababa de cascar, que el Estado chileno me va a reembolsar en algún momento, en definitiva (no así el aguinaldo de Subnormalidad Hispana en Semana de la Chilenidad, ese lo sufrago yo solita). Sino porque la puñetera tenía razón y yo me había equivocado.

Y ahora a ver quién la aguanta.

Mi nana Rosa the Pooh

¡No había escrito sobre mi nana! Parecería que Darling ya había agotado el tema de las empleadas domésticas chilenas, pero no, el tema tiene mucha enjundia, y la llegada de Rosa a mi nuevo hogar de Pedro Valdivia Norte es buena prueba de ello.

Rosa tiene apellido mapuche, vino de Concepción con su hija, y cuando fui a España en Navidad me pidió, como único encargo, una biblia especialmente editada en Valencia que había comprado por internet, y que vino a buscar rauda y feliz a mi casa el mismo domingo de mi llegada. Aparte de leer la biblia, a Rosa lo que más le gusta en la vida es hablar, amasar panes y «queques», contarme el precio de las frutas y verduras del mercado de los sábados, y chequear cómo va el huertito que me ha montado en una de las jardineras de la casa. Lo de hablar lo han podido comprobar todas mis visitas de este verano (Violeta jura que la seguía hasta la puerta del cuarto de baño y podía escuchar su charleta mientras se duchaba). Los panes y «queques» los disfrutó sobre todo Leandro, para quien Rosa amasó feliz cada mañana. Y el huertito lo disfruto mientras escribo, que miro por mi ventana la flor que tiene la planta del zapallo, los matorrales de menta y albahaca, y la timidez del cilantro, que al fin se animó a salir. En cambio, a Rosa mi armario le produce reacciones incomprensibles, ha decidido que unos leggins super fashion de Max Mara son en realidad un trapillo para hacer gimnasia, al tiempo que cuelga primorosamente junto con mis trajes de chaqueta, el vestido viejo que me pongo para estar en casa.  Luego Rosa tiene el mismo tic que tienen absolutamente todas las nanas del mundo mundial, la manía de colocar los adornos ladeados. Fue mi amiga Aurora la que me dio la pista, y desde entonces he podido contrastar con distintos amigos: tú pon a una empleada doméstica de Bangkok, Nairobi o Tegucigalpa a limpiar una mesa de café con los típicos librotes de adorno, y ella automáticamente los colocará ladeados, hagan la prueba, no sé porqué no se investiga un hecho globalizador tan asombroso. Pero a pesar de todo ello, me gusta Rosa, hasta me gusta esto de que nada más llegar se sienta a charlar conmigo mientras desayuno (los precios del mercado, que son su obsesión, aunque poco a poco se va soltando con otros temas).

Al poco de que los panes y los queques de Rosa llegaran a mi vida, ocurrió algo asombroso: sus obras panaderas rara vez superaban las 24 horas de vida en mi cocina, y sin embargo mi báscula no me regañaba a resultas de ello. Y es que no era yo quien se comía los panes y los queques. Era Rosa. Yo algo sabía de que en Chile es obligatorio dar de comer a las nanas si las tienes a jornada completa, yo la tengo a media jornada, pero aún así, tampoco me pareció muy grave que Rosa picoteara algo… No pasa nada si come usted algo, Rosa, le dije con el mismo tono con que el obispo de Los Miserables perdonaba a Jean Valjean… No obstante, he de reconocer que el día que llegué a casa molida a las 10 de la noche con la sana intención de cenar un filete y acostarme, y me encontré con que Rosa se lo había zampado, ahí me puse a pensar que Javert el policia tenía su punto de razón al querer enchironar a Jean Valjean.

Al día siguiente, aún hambrienta, cuando Rosa se disponía a contarme que las avellanas en Concepción están mucho más baratas y buenas, la confronté con la verdad de filete. Ella no negó nada. De hecho lo reconoció con cándida sinceridad: «uy, si es que cuando lo vi solo en la heladera, pensé, ¡este filetito para mí…!» Casi diez años de diplomacia activa no me han dado la preparación suficiente para responder a un argumento así… Opté entonces por intentar ordenar la situación, le empecé a sugerir que revisara los tuppers en donde guardo restos de comidas, que yo siempre cocino de más… y ahí tuve una nueva e inesperada revelación: la dieta de las nanas es un desastre. Consulté con amigos, y todos me contaron historias similares. A unos se les comían el embutido, a otros golosinas varias, rara vez un plato decente de cuchara. Vamos, que una se la pasa instruyendo a sus empleadas para que le cocinen verduras y pescado para tener una alimentación sana y equilibrada, pero luego ellas, a la hora de la verdad, arramblan con la bolsa de patatas fritas. Yo tardé un tiempo en averiguar qué comía realmente Rosa, (además de pan y queques), veía vasos de «quesillo» (queso blanco) a medio en la nevera, y finalmente Violeta me dió la pista definitiva sobre el tarro de miel. Fue entonces cuando tuve que asumir la verdad: mi Rosa es la versión chilena de Winnie the Pooh. Yo ya podía cansarme sugiriéndole que se comiera el resto de pollo rehogado, la pasta con carne picada o la sopa de pepino. Sí, si, donde se quede un buen bocadillo con pan recién horneado, quesillo y miel…

Así que por ahora estoy comprando miel y quesillo a granel (eso sí, pasé a comprar de la marca blanca del Jumbo, que la tragaldabas se me zampó en tres días un bote de miel fina de abejas mimadas por no sé qué monjas de clausura de una región inaccesible del Chile natural, que me salió por una pasta). Mejor que se atiborre de miel, sobre todo ahora que llegan mis padres con las provisiones acostumbradas. Que se coma el pan, los queques, la miel, el quesillo… pero la estrangularé con mis propias manos como se atreva con el jamón ibérico.

 
 

Juancho, Darling, San David y yo

“Señora MaEugenia, hice el jugo de piña y fregué las estanterías y los platos de los armarios, como me dijo. Dígale por favor a Don David que hace falta jabón y suavizante para la ropa, pero dígale bien la marca, que él al final siempre compra uno muy malo que es el que estropea ropa” Darling lo tiene super claro: por encima de 200 años de lucha por la igualdad de sexos, en una casa quien manda es la mujer, aunque esta sea una mera invitada, y el hombre es quien pone el dinero, y así que es como el pobre (San) David se encontró el otro día al llegar a casa con que Darling, la “nana” (empleada/asistenta) que él paga, me escribe ya las notas con instrucciones a mí…

No soy la única presencia femenina que ha irrumpido en el pacífico hogar de Valdivia Norte de David, también está Noah, la “polola” (novia) de Juancho, una hermosa gos d’atura gris, cuya dueña quiere cruzarla para tener una camada de peludos pastorcitos catalanes, que es una raza bastante inusual en Chile. Juancho se enamoró de Noah al segundo de conocerla, y ahora se le nota nervioso ante la perspectiva de su primera noche de amor.

Mientras tanto, yo continúo instalándome en el Santiago bip! Ya soy persona, tengo RUT, y sigo a lo mío con mis (nunca suficientemente odiados) corredores inmobiliarios. Gracias a ellos me voy aprendiendo las calles de Santiago a base de ir a ver apartamentos (alguien me aseguró al llegar que los corredores te van a buscar y te llevan a los departamentos que van a enseñarte, pero yo estoy convencida de que eso es una leyenda urbana: la única excepción fue una corredora que fue a buscarme en coche al grito de que su mejor amiga es española, el resto, me cita en el apartamento en cuestión, y a veces ni aparecen). Gracias a ellos voy aprendiendo pequeños detalles de la sociedad chilena: por ejemplo, ninguno puede comprender que una diplo no quiera vivir en el alejado, escasamente conectado por transporte público y residencial Vitacura, con la de jardines, parques, colegios y grandes avenidas que tiene, con la de familias que viven allí… yo trato siempre de explicarles que estoy soltera sin hijos, y que por trabajo me viene mejor estar cerca del centro, pero ellos no hacen acuso de recibo, insisten en llevarme a hermosos apartamentos en urbanizaciones a las afueras, así que yo ya no sé si es que lo que no se creen, es que España deje que una soltera sin hijos deambule por el mundo defendiendo sus intereses, cualquiera sabe. “Hágame caso” me insistía uno, “será muy feliz en este hermoso departamento silencioso y tranquilo frente a un parque lindo”. “No” le respondí yo, “seré desgraciada, me deprimiré y me suicidaré y mi muerte pesará sobre su conciencia”. Ya fuera porque no tenía sentido de la ironía, o porque cargar con el peso de mi muerte le tocaba un pie, pero el caso es que el tipo aún siguió intentándolo durante media hora… Otro detalle, las cocinas: he visitado lindos apartamentos en edificios señoriales con cocinas sencillamente cochambrosas. Cuando me quejo, los corredores sonríen: “usted cocina, ¿no?” asumiendo que tienen una cordon bleu delante y no una pobre chica a la que le gusta desayunar en la cocina. A mi amiga (santa) Carmen le pasaba similar cuando buscaba piso (Carmen es santa entre otras cosas, porque me dejó un montón de vestidos para que eligiera qué llevar a la inauguración del SANFIC, probablemente la única actividad con etiqueta que me va a tocar en todo este tiempo y que justo tuvo que caer cuando mi ropa sigue en el contenedor en Montevideo), y ella que también se quejó recibió la siguiente clarificadora respuesta: “¿pero por qué le preocupa la cocina, si tendrá una nana que se ocupará de todo y usted no tendrá que entrar nunca?”

Voy conociendo nuevos barrios: Lastarria/Bellas Artes, en el centro, muy moderno y cultureta, que me dio ganas de sumarme a la moda de vivir en el centro, pero mi búsqueda de apartamento por esa zona resultó infructuosa: el único que pude ver, en un edificio años 40 precioso sobre un «Emporio la Rosa», una cafetería famosa con sucursales, no tenía calefacción, y yo seré muy moderna, independiente, soltera y sin hijos, pero también puse a Zeus por testigo que nunca más volvería a pasar frío, como bien saben mis lectores más antiguos. Otra opción fallida fue el Barrio Italia, una especie de Palermo Viejo santiaguino, aún en sus primeros balbuceos, pero con perspectivas: casas antiguas reconvertidas en coquetas galerías de tiendas de diseño, anticuarios, talleres de artesanía, cafés y restaurantes estilosos… pero la cosa aún está muy centrada en un día a la semana, la mañana de los sábados, el resto del tiempo la zona está muy cerrada, tan sólo permanecen abiertos los talleres mecánicos en un ambiente desolado, así que ni me molesté en ir a ver las dos casas que se ofertaban allí en alquiler, que como dice la bruja de Juego de Tronos, for the night is dark and full of terrors…

En fin, que poco a poco voy construyendo mi rutina en la ciudad al otro lado de los Andes, aunque por ahora es en torno a Juancho y Darling. Y a David, claro. David y yo conformamos una amistad moderna: hacemos la cena juntos (él cocina todo y yo pongo los dos platos y las servilletas), y a continuación nos sumergimos en nuestros respectivos iPads, para pasarla poniendo “me gusta” en nuestras actualizaciones y fotos de Facebook, y retuiteando nuestros mensajes. Alguien podrá decir que es un ejemplo de la alienación de las redes sociales modernas, pero eso es una chorrada, toda persona moderna actual sabe que las redes sociales virtuales se disfrutan doblemente con alguien que tienes al lado. Luego me voy a dormir y Juancho me acompaña, estos días prefiere dormir conmigo antes que con David, sospechamos que es el inminente encuentro carnal con Noah, que le hace proclive a la cercanía del sexo femenino. A Juancho no le gusta el tono new age de la aplicación despertador del iPad, así que en cuanto suena se pone a ladrar. Dormir con Juacho en un seguro. No porque la noche sea particularmente oscura y terrorífica, sino porque vamos, es que es seguro que te despiertas…