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El olor de nuestra vida (II)

Hoy llegó mi contenedor.

Un diplo expatriado con el olor de cartón recién cortado como olor básico de su vida, experimenta una sensación de alegría y desazón cuando esas palabras se hacen realidad: por un lado, la obvia alegría de poder tener tus cosas de nuevo; por otro, la desazón de saber que pronto tu vida volverá a ser invadida por las sempiternas cajas…

Mi contenedor llegó hoy. Salió de Montevideo tras un periplo inesperado (ingénuamente inesperado, Zeus Todopoderoso me ama y quiere que aprecie la futilidad de lo material asegurándose de que mis mudanzas siempre lleguen con retraso, no sé de qué me sorprendo a estas alturas, leñe), que mirándolo por el lado positivo me ha permitido conocer la diferencia entre un camión exclusivo y otro consolidado (atención, expatriados, NUNCA contratéis un camión consolidado!!!). Atravesó la pampa argentina, y el viernes llegó al Paso del Libertador. Durante este fin de semana los funcionarios de las aduanas argentina y chilena se pasaron por el forro de los calzones el principio de inviolabilidad de los bienes diplomáticos y se dedicaron a abrir un buen número de MIS cajas. El lunes pasó el SAG (el control sanitario chileno), en donde debían estar convencidos de que yo llevaba el jamón de pata negra escondido en la librería, si no, no me explico que abrieran todas las cajas de libros, y dejaran intactas todas aquellas que tenían bien clarito puesto: restos de la despensa (si algún funcionario del SAG me lee, que no se altere, allí sólo iban botellas de vino, permitidas todas…). El martes bajó la serpenteante carretera de bajada de los Andes, despacito porque justo  había nevado muchísimo este fin de semana (Zeus, eres un cachondo mental, así de claro te lo digo), y hoy, ¡llegó a mi nueva casa en Providencia! (nota para no chilenos: Providencia, barrio de Santiago)

El procedimiento es siempre similar, pero aún así, la ilusión permanece intacta: se chequean los sellos de seguridad que certifican que el contenedor es el propio y no hay nada añadido (en mi caso, algo ridìculo, después de que funcionarios argentinos y chilenos se hayan pasado el finde abriéndome cajas, pero bueno, hacía ilusión), y después te dan una hoja con números que vas tachando conforme van saliendo cajas, una tras otra. Así que hoy los tipos iban gritando, «¡la setenta y tres, siete-tres, la cincuenta y seis, cinco-seis…! y yo tachando, y para cuando ya rozábamos la caja 165 (uno-seis-cinco), yo ya no sabía si cantar bingo o echarme a llorar… Señores del TPI, nunca me cansaré de decirlo, urge la tipificación del delito de comercialización de artesanías típicas absurdas… Eso sí, cuando reconocí el bulto que contenía mi guitarrita, el corazón me dio un vuelco de la alegría.

Cuando terminan con las cajas, empiezan los muebles. Ahí los operarios inician su propio ritual, miran el bulto, lo sopesan, lo rodean, miden el ascensor, el hueco de la escalera, niegan con la cabeza repetidamente, y te hacen gestos que una interpreta como «oiga, el sofá este, ¿no le serviría igual en la escalera, de verdad lo necesita dentro de la casa…?» Al final, suben todo, por el ascensor, por la escalera, encaramado con polea por el balcón, y tú los contemplas jadear mientras cargan con tus muebles, a veces incluso sientes la necesidad de explicarles la historia del mueble en cuestión, ese es el sillón de mi abuela, una reliquia, me acompaña siempre… y aunque el tipo te deja bien claro con la mirada que maldito lo que le importa, y que te apartes, leñe, que el p… sillón pesa y lo estoy llevando a cuestas, una sigue, incontinente, y mira que es viejo, pero le tengo mucho cariño, ni siquiera le quiero cambiar la tapicería, con lo desgastada que está, pero me encanta así… Y al fin, cuando parece que ya han subido todo, llega la guinda del pastel, el Mueble Maldito. El Mueble Maldito es ese mueble absurdo, puede ser una cómoda, un canapé, un escritorio, un secreter, heredado o adquirido en momento especial, siempre con una historia emotiva vinculada, y siempre con dimensiones completamente desproporcionadas que ponen en jaque a los operarios. En mi caso, se trataba de una vitrina, mi bendita vitrina, comprada en un momento de debilidad con Aurora en un remate de antiguedades vejestorias en el sector cutre de la Casa Bavastro, restaurada con mimo, esas peleas con El Portugués (el herrero montevideano de nombre verdadero desconocido), para que copiara exactamente las varas de hierro de soporte de las estanterías de cristal… Aún recuerdo lo que fue empaquetarlo, los operarios uruguayos llamando por radio, atención, control, esto no es una estantería como nos dijeron, es una especie de pecera de cristal gigante… Ahora la pecera cruzó los Andes, y los operarios chilenos se enfrentaban al desafío de subirla a mi salón tras constatar que la puerta del ascensor era exactamente 4 centímetros menos alta. Al final subió por la escalera, los 6 operarios cargando con ella, mientras yo les seguía, solidaria, dándoles ánimos mientras les contaba la historia de la vidriera (yo creo que así la subieron más rápido, aunque sólo fuera para que me callara de una vez). Y llegó. Intacta.

Una vez vaciado el camión (hay que comprobar que no queda nada en él y que todos los numeritos se han tachado), empieza la segunda parte: el desembalaje. Ese es el momento en que una sueña en desembalar tranquilamente, dedicando tiempo a cada caja, decidiendo con calma donde colocar cada objeto en el nuevo hogar, dejar amorosamente los cuadros apoyados en las paredes para que cada uno encuentre de forma natural el hueco que va a pertenecerle, dedicar un rato a cada papel, clasificarlo bien de una vez por todas, pensar en formas imaginativas de destruir cada artesanía ridícula comprada en mercadillos del infierno… pero eso es un sueño, por supuesto, en la vida real, los operarios tienen unas horas que dedicarte (y gracias), y si no dejas que ellos abran las cajas, te tocará hacerlo a ti, incluyendo el sacar los kilos y kilos de cartón al basurero. Así que yo hoy me resigné, y traté de conservar algo de orden en medio de la locura, fui colgando mi ropa (¡mi ropa interior me la guardo yo!), me emocioné viendo las notas manuscritas de mi (nunca suficientemente añorada) Elena, que amorosamente había ordenado y clasificado todas las prendas, y mientras tanto trataba de lidiar con el operario-terremoto que en segundos iba sacando mis vajillas y cuberterías en la cocina, señora, ¿esto donde lo pongoooo?, me desesperaba descubriendo los primeros rasguños y bollos de cada mueble (los operarios se apresuran a señalarlos para que luego no los responsabilices), y me iba preocupando conforme veía que los tornillos interiores de la bendita vidriera no aparecían por ningún lado. Y por supuesto, conforme seguía escuchando la bendita pregunta, señora, ¿esto donde lo pongooooo?, empecé a responder con el mayor de los clásicos: déjelo en ese rincón, que ya lo ordenaré yo. Muchas veces, esa caja pasará años sin abrir bajo una cama y así de intacta saldrá para la siguiente mudanza.

Ya se fueron. Mañana vuelven, terminarán de desempacar y un supervisor sacará fotos de las cosas estropeadas. Mi nueva casa está cubierta de cajas, papeles de desembalar, muebles mal colocados, libros apilados y ropa a medio colgar. Yo quería dormir esta noche ya en mi cama, pero (San) David me convenció de que pasar por el martirio de buscar las sábanas y las almohadas en medio de esa locura sería el trago menos recomendable en mi situación mental actual, y que era mejor que me quedara a dormir con Juancho una noche más. Pero mañana tendré que enfrentarme a las cajas: el viernes es el bendito 12 de octubre y tengo que decidir qué abrigo llevar para la ofrenda a O’Higgins y a Colón, que estas cosas suelen eternizarse y siempre me hielo ante los próceres de la patria (señor, esos vientos helados orientales en la Plaza de la Independencia ante Artigas…); y las sábanas tendrán que salir, que el finde llega mi prima Soli de visita (¡mi primera visita en Chile!) y no la voy a mandar a un hotel por no tener sábanas en las camas…

Mañana. Mañana será otro día. Aunque el olor seguirá siendo el mismo. El olor de nuestra vida…

Al otro lado de los Andes: las turbulencias acostumbradas

Cuando estudiaba ingles de niña, tuve un profesor imaginativo que nos ponía juegos para que practicáramos conversación y un día nos hizo imaginar que estábamos en una isla desierta, nos habíamos quedado sin comida y había que designar a alguien del grupo para comérselo. El ejercicio consistía en argumentar por qué uno no debía convertirse en el almuerzo del resto, y yo hice (en un inglés más que aceptable ya por entonces) una encendida, extensa y complete defensa de mi misma, explicando mis importantísimas cualidades humanas, ventajas profesionales, etc etc que sólo podían aportar beneficios al grupo. Todos, por unanimidad, votaron comerme a mí.

Cuando el domingo me encontraba sobrevolando los Andes y el avión empezó a removerse bajo unas turbulencias terribles que me sacudieron hasta el alma, mi vida pasó ante mis ojos, y se quedó en ese recuerdo. Aunque en seguida el piloto se apresuró a explicar que esas turbulencias son muy normales en invierno mientras el avión sobrevuela a 9000 metros unos Andes que rozan los 7000, yo ya no pude quitarme el negro convencimiento de que íbamos a estrellarnos en alguno de esos montes nevados, y que en breve todos los pasajeros supervivientes decidirían incluirme de plato principal para su cena.

El sol brillante que me recibió en Santiago, contribuyó a que mi trauma infantil cediera paso a la ilusión tremenda de haber llegado a la ciudad que deberá ser mi hogar para los próximos años. Con esa alegría, me instalé en Pedro Valdivia Norte, en casa de San David, mi colega de la Embajada, que me la presta aún estando él de vacaciones, con empleada incluída, una empleada que se llama Darling (lo juro) y se dirige a mí como «señora MªEugenia».
Los chilenos son agradables. Esa ha sido mi primera conclusión tras una semana viviendo en Santiago. Tampoco es que haya conocido a muchos, pero contestan amablemente cuando perdida en medio de la calle pregunto por una dirección, me ayudan a cargar la tarjeta bip para el metro en vez de maldecir porque mi ignorancia está creando una cola de kilómetros, y los taxistas en general son honestos, cuando les llevo a las direcciones absurdas en que a veces están los pisos que estoy visitando y ellos se pierden, paran el taxímetro y siguen buscando. Uno incluso me explicó cómo debía de entregar los billetes de 10000 pesos («bien extendido, que se vea»), para que nunca pudieran timarme dándome menos cambio con la excusa de que les había dado un billete menor. Y otro día que hubo una fuga en la casa de San David, y nos cortaron el gas, el técnico que apareció a las 10 de la noche (cuando yo ya empezaba a sufrir los primeros síntomas de hipotermía en una casa que llevaba más de 12 horas sin calefacción en un Santiago muuuuuuuy frío) se quedó un buen rato chequeando que la caldera volvía a encenderse y que seguía teniendo agua caliente. Claro que estos detalles no sé si son amabilidad, o porque yo bordo el papel de «damisela de la Madre Patria, obviamente subnormal» que suele hacer furor en América Latina…

De mi primer juicio positivo de los chilenos, excluyo a una categoría: los corredores inmobiliarios. Una tendería a pensar que una expatriada con ingresos asegurados en búsqueda de vivienda, debería ser el típico manjar por el que las inmobiliarias se pelearan por comérsela (en sentido figurado, va a ser que mi trauma infantil aún sigue). Pues no, en Chile los corredores inmobiliarios son dioses que te hacen el favor de decirte por teléfono la dirección del apartamento que tú has visto en internet, para que puedas ir tú a visitarlo, y luego tienes que llamarlos de vuelta para comunicarles si finalmente te interesa, y así ellos te dicen cómo pagarles su comisión por su esforzado trabajo. Desde la embajada y en el centro cultural me dieron varios contactos de inmobiliarias, yo llamé a todos y por ahora ninguno me contestó. He ido personalmente a algunas para contarles lo que estoy buscando. He escrito decenas de correos a las direcciones que veo en Portal Inmobiliario. Y nada, esa gente me sigue histeriqueando y chuleando al mejor estilo de un divorciado treintañero heterosexual en Montevideo. Y no hay manera de librarse de ellos, ningún propietario alquila directamente su casa, así que nada, tengo que plegarme a su juego si quiero encontrar apartamento.

Los primeros días en Santiago han pasado volando. La ciudad es grande, apabullante, nada que ver con mi plácido Montevideo. La omnipresente cordillera da sentido a sus habitantes, cuando te dan indicaciones siempre dicen, y sigues en dirección a la cordillera, y yo rodeada de rascacielos preguntándome cómo narices voy a saber donde está la cordillera, pero ellos lo saben. También saben muy bien donde está el oriente y el poniente, ellos nunca hablan de este u oeste, así que cuando visito un apartamento siempre pregunto si tiene orientación al norte y al oriente, yo no tengo ni la más remota idea de dónde están ni el norte ni el oriente, pero ya me han dicho que es la mejor orientación en una casa, así que yo pregunto siempre.

Aún tengo tics de Montevideo,  allí sí que sabía siempre donde estaba la rambla. El precioso barrio de Bellavista, lleno de restaurantes y bolichitos me pareció inmenso, lo comparaba con la calle Luis Alberto Herrera. Me sorprendieron las proporciones del Teatro Municipal de Las Condes. Y me agarré un rebote de impresión cuando descubrí en el supermercado del Costanera center (un megashopping cerca de la casa de San David) que aquí no te llevan la compra a domicilio (y como soy una damisela de la Madre Patria, obviamente subnormal, no reparé en que hay una parada de taxis a la que se puede ir con el carrito del supermercado). Así que volví a casa cargada hasta las orejas y agrediendo a todos los santiaguinos que tenían la mala suerte de cruzarse conmigo con el palo del «escobillón» (escoba) que Darling me había pedido.  Yo en otra vida tuve que ser mula de carga, no me cabe duda…

Pero bueno, esto no son más que las turbulencias acostumbradas cuando una cambia de país de residencia, así que en general, todo bien.

Aunque seguro que acabé mis días de mi anterior vida de mula de carga devorada por mis dueños cuando alcancé la vejez…

El olor de nuestra vida

Los diplos somos tuaregs errantes que nos empeñamos en recorrer el mundo con metros cúbicos a cuestas, aprovechando que la mudanza es algo que el Ministerio aún no nos recortó. Nos sometemos pacientemente al suplicio de poner patas arriba nuestros pequeños universos domésticos cada 3-4 años, y aguantamos con paciencia (los ansiolíticos son buenos aliados) el ver desmontada periódicamente nuestra cama y quedarnos sentados en el suelo del que ha sido nuestro hogar, rodeados de paredes frías desnudas…

Mi suplicio empezó el viernes. Recién llegada de España, ya sabía que no tendría tiempo de despedirme nuevamente de mi hogar, tal y como lo conocí en los últimos 4 años, así que antes de irme ya había pasado por la ceremonia del adiós, acompañada de amigos que fueron viniendo en tandas durante toda una tarde. Ellos también tenían que despedirse, de los objetos claro está, de los trastos mudos que durante cuatro años atestiguaron risas, conversaciones, bailes, alguna que otra lágrima y pensamientos. Los trastos nos acompañan, merecen nuestro respeto, yo digo sin rubor que mi lavavadora y mi Thermomix son mis amigas (con el lavavajillas la cosa ha estado siempre en términos más fríos, y de ahí que me decidiera a venderlo antes de irme)… por eso es estresante verlos ser embalados, envueltos, empacados, arrancados de su lugar y puestos en un camión para recorrer miles de kilómetros antes de encontrar un nuevo hueco en nuestro universo doméstico particular.

Los operarios de las empresas de mudanzas son hormiguitas incansables. Yo pensé que pasarían todo el viernes con el salón y comedor, pero en apenas dos horas habían terminado y se dirigieron seguros a la cocina, en donde de nuevo pensé que se quedarían ya el resto del día, y que yo tendría entonces tiempo de enfrentarme con cierta calma a un suplicio añadido: seleccionar lo que nos vamos a llevar en las dos maletas que nos acompañarán en las semanas que viviremos en nuestro nuevo destino sin casa y sin enseres. Pero apenas tuve unas horas, en seguida se acercaron amenazadores a mi zona más privada de la casa, qué embalamos ahora, y poco a poco les tuve que ir dando pedazos de mi vida, como carnaza a leones, ahí podéis empezar con los libros, mi música, mis comics, mi mesa, mis lámparas, mis cuadros, no, no toquéis aún las cajas con ropa, aún no me decidí… pero fue inútil, tuve que ir transigiendo, las cortinas, las fotos, el espejo, las sábanas, las toallas, todo iba desapareciendo en pilas y más pilas de cajas, mientras yo intentaba aún decidir si era muy desubicado aterrizar en Santiago con sólo 5 pares de zapatos… en segundos mi vida era devorada por esas termitas, esto se queda o lo embalamos, preguntaban una y otra vez, y yo desesperada ante el cúmulo de absurdos que uno apila durante cuatro años de vida… (Señores del Tribunal Penal Internacional: ¿para cuándo la erradicación de la faz de la tierra de los mercadillos artesanales…?!!!!)

Señora, gritó uno, mire que la guitarra está muy rota… yo sonreí tiernamente al contemplar mi guitarrita, y con cariño fui a explicarle al muchacho, sabes por qué es normal que esa guitarrita esté para el arrastre… pero me detuvo su mirada franca, el tipo tenía clara la respuesta: «porque te la compraste de niña, y eres vieja», lo que redujo mi ya atribulado ánimo al nivel de las Marianas… menos mal que luego cacé al mismo muchacho aprobando con sonrisa traviesa la caja con mi ropa interior y lanzando miradas fugaces a mis tetas, lo que me alivió un poco.

Y finalmente se fueron. Ya no queda nada, todo envuelto y empacado. Sólo quedó mi cama, último bastión, negociado de antemano con la empresa de mudanzas, que espera hasta el último día para arramblar con ella. Ahora lamento no haberme quedado con unos tacones negros que van con todo, por si tengo algún evento de noche formal en mis primeras semanas de trabajo, pero ya es tarde, las cajas ya están selladas y numeradas, clasificadas amorosamente con colores, y sólo tengo opción a estas alturas de decidirme entre los bolsos y los abrigos. Nada de recuerdos, tengo compañeros que cargan sus maletas de fotos y demás elementos sentimentales, temerosos de que su contenedor acabe en el fondo del mar, o despeñado por un precipicio, unos zapatos siempre pueden sustituirse, la foto de boda de tus abuelos, no. Pero yo soy una optimista nata y quiero pensar que volveré a ver mi guitarrita al otro lado de los Andes en unas semanas, así que sólo llevo ropa en la maleta. Y el portátil y el iPad, obvio, tonterías las justas.

La primera vez que entré en mi casa montevideana, decenas de cajas se apilaban contra las paredes desnudas, eran los trastos de mi predecesora, de quién heredé la casa. Y ahora que me voy, vuelve a acompañarme el mismo decorado. Allá donde haya un diplo, habrá una caja de cartón. Como bien dijo mi amiga Miryam, de paso este finde por este lado del río de la Plata para comprar unas sillas Le Corbusier (más trastos…), este olor a cartón fresco de embalar, es el olor de nuestra vida…

Ruego remita cuarto presupuesto de mudanza…

Vale, si ya mentí (indignamente) una vez con eso de que a mí los desplazamientos periódicos me parecen emocionantes, ahora me toca mentir asegurando que esto de organizar la mudanza es pan comido, algo natural a lo que una ya está acostumbrada…

Y acostumbrada, las narices. Imposible acostumbrarse a la maquinaria burocrática de nuestro ministerio, a ese Servicio de Viajes capaz de lograr que un Larra resucitado volviera pegarse un tiro de puro terror… una siempre empieza la tramitación de la mudanza con una actitud de paciencia (oriental, tanto china como uruguaya), y para ser justos, el Servicio tiene una buena presentación, mandando toda la info e impresos necesarios a tu correo en cuanto se publica tu traslado… pero la cruda realidad es que el empezar a consumir ansiolíticos de forma compulsiva es tan sólo cuestión de tiempo…

Para empezar, hay que presentar tres presupuestos para la mudanza de tres empresas distintas. Buscar a esas empresas no es mucho problema, porque ellas ya te buscan a ti, mucho antes incluso de que sea público que te toca trasladarte… en la ingenuidad, uno pregunta a los compañeros al principio, pero al final dejas de hacerlo, porque cada empresa cuenta en su haber con similar número de defensores y de detractores, todos tienen historias de terror tipo mudanza Riad-Nairobi, en el que el contenedor inexplicablemente se queda varado en el Canal de Panamá durante 3 meses, así que al final uno elige las empresas así como se elige el número de la loteria de Navidad, rogando ínternamente no ser el protagonista de la historia de la semana de la cafetería del Ministerio (¿habéis oído lo del tío ese que tenía su contenedor en el barco que se hundió en el Golfo de Guinea…?). Bien, una vez preseleccionadas las tres empresas estrellas, éstas se plantan en tu casa, chusmean todas tus pertenencias, hasta el último par de zapatos, y de modo cuasi mágico, dictaminan los metros cúbicos. En mi caso, parece que son 38 m… esa soy yo, esa es mi casa flotante, mi valija diplomática… 38 metros cúbicos.

Mientras las empresas cubican, a una le toca hacer el inventario valorado de enseres… afortunadamente, soy más ordenada de lo que siempre creo, y guardaba el inventario que hice en 2008 cuando me destinaron en Montevideo… con una tierna sonrisa, miro la lista de mis muebles comprados en Ikea con Álvaro, mi jefe de entonces, y amigo para siempre, recuerdo las votaciones de Cris, Marta y Sole a la hora del café en la Plaza Mayor (media hora, estipulada por convenio, no se alteren) sobre si debía comprarme el sofá amarillo o naranja, y también los apuros que pasé para valorar el mantón de manila de mi abuela, o cómo sencillamente renuncié a poner precio al sombrerito de terciopelo que me regalaron mis hermanos el día de antes de marcharme a trabajar a Inglaterra… ahora tengo nuevos recuerdos que consignar, esas sillas compradas con Aurora en la feria de Tristán Narvajas, los cojines de piel de vaca de la Patria Gaucha, y de nuevo renuncio a valorar cosas como ese par de zapatos que compré con Jerome en aquella zapateria de Ipanema que parecía la cueva de Aladino…

Las empresas te dan sus presupuestos, todas tratan de sonsacarte sobre los presupuestos de las demás, y una se resiste a sus zalamerías como a los cantos de sirena, y finalmente, con una mezcla de nervios, impaciencia, y alivio, presentas toda la documentación al Servicio de Viajes. La respuesta llega de inmediato: ruego remita cuarto presupuesto de empresa de transportes…

Y es así como el Servicio de Viajes saca a relucir su veteranía y su árbol genealógico que lo enroca con lo más tradicional de la Administración española, esa de los Austrias, de cuando el funcionario del pueblo perdido del Virreinato de Nueva Granada, que desde la cuenca del Amazonas pedía dinero para comprar un juego de café (media hora, ya entonces estipulada por convenio, no se alteren) y se le exigía desde el Escorial que mandara tres presupuestos… y es que si entonces la Administración de Felipe II asumía que el funcionario del Virreinato de Nueva Granada era un jeta (no por tomar café sino por seguro pedir dinero de más para la compra y quedarse con la diferencia), ahora el Servicio de Viajes asume que tus tres presupuestos de tres empresas en realidad son de una sola, que te ha dado los tres amañados, y sobrevalorados. Y sí, es verdad que son muchos los que aceptan que una sola empresa confeccione los tres presupuestos para así quitarse de líos, aún a sabiendas que entonces eso permite que la empresa suba los costos; pero habría que ver si son mayoría con respecto a las desgraciadas como yo, que durante días han soportado a trabajadores de tres empresas de transporte distintas fisgonear en los cajones de mi ropa interior…

Pero da igual, me piden un cuarto, y ya me avisan compañeros que pudiera ser que se me exigiera un quinto… una es tan convencida de lo público que lo tolera con mansedumbre, todo por ahorrarle dinero a la Administración, que es de todos. Así que no es por eso que empecé con los ansiolíticos hoy: es porque el Servicio decidió avisar a la cuarta empresa de mudanzas antes que a mí, así que hoy me desperté con la llamada a mi movil personal, de una tipa desde la oficina en Nueva York de una internacional de transportes, que con desparpajo me pidió mi dirección para ir a «inspeccionar» mi casa…

En fin, paciencia y Lexatin, que esto no ha hecho más que empezar…

El bombo: «siempre nos quedará Madrid»

¿Dije que esto de no saber donde estaré viviendo en unos meses me estimula? Pues mentí, mentí para hacerme la interesante, mentí, lo confieso, porque la verdad es que estoy harta, harta de esta incertidumbre, harta de no tener siquiera una idea aproximada del continente en el que celebraré el próximo 12 de octubre…
La culpa obviamente es de los Secretarios de Primera, que por el momento no sueltan prenda… aunque si hemos de ser justos, ellos pueden defenderse alegando que los Consejeros no soltaron prenda hasta ayer (día en el que según el Reglamento tienen que elegir), y ellos a su vez podrían decir que no hablaron porque los Ministros Consejeros estuvieron calladitos hasta el día de autos… y si hemos de ser lógicos además de justos, habrá que pensar que en estos momentos los Secretarios de Tercera deben de tener un mosqueo de narices acusándonos a los de Segunda de que no estamos dando información alguna. Y es que esto del bombo es como el poema aquel del sabio que tan pobre y mísero estaba que solo se alimentaba de unas hojas que cogía, y que de pronto se da cuenta que por detrás de él hay otro viejo tomando las hojas que él desecha… así es el bombo, siempre tienes a alguien por detrás a quien fastidias con tus elecciones (y tus silencios). Pero yo no voy a ser justa ni lógica, a mí ahora sólo me importa qué poner en mi papeleta de peticiones, ya que así somos los diplos bombeando: siempre con la mirada hacia delante.

En mi vida en este momento sólo existen dos hombres. Vivo pendiente de sus actos, tengo memorizados todos sus teléfonos, leo sus correos con pálpitos acelerados en el corazón… creo que ni el mismísimo Brad Pitt podría provocar el temblor de piernas que experimento al hablar con ellos, en definitiva, las kilométricas colas de hombres esperando a mi puerta para recibir una sonrisa de mis labios (nota para todos: es mi blog, miento y exagero como se me canta el culo), pues nada, tendrán que seguir esperando porque en la actualidad sólo tengo ojos y oídos para mis dos representantes en la Junta. El hecho de que tenga que compartirlos con toda mi categoría (unas cuantas decenas de compañeros), no despierta mis celos porque así somos los diplos bombeando: aceptamos la poligamia de nuestros representantes con naturalidad. Además, un buen representante (y yo he tenido y tengo la suerte de tenerlos) sabe hacerte creer que en el fondo sólo le importas tú… y es que así somos los diplos bombeando: frágiles por nuestras carencias afectivas.

En fin, vuelvo a la realidad, a quién pretendo engañar: esta es la vida que tenemos porque esta es la vida que elegimos, y tan sólo una cosa es segura y cierta… que siempre nos quedará Madrid…

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