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Mi vitrina encuentra su sitio

– ¿Y este monstruo, donde lo dejamos?

Los tres tipos me miran jadeantes, expectantes, se ve que tienen un punto de preocupación de que les suelte un, anda, pero si esto no había que subirlo (preocupación de ver qué narices hacían luego con mi cuerpo, porque yo creo que tendrían clarísimo el asesinato como respuesta a un comentario mío así). Mi reacción no obstante les sorprende: una sonrisa de oreja a oreja y una respuesta clara: «va ahí, en esa pared».

Y a continuación, les hablo de mi vitrina. Porque el monstruo, como claramente habrán adivinado mis lectores habituales, es mi vitrina, que ha llegado a nuestro nuevo hogar. Mi vitrina (les cuento a los operarios y resumo aquí para los que recién aterrizan a este blog): fue comprada en un remate en un anticuario de la Ciudad Vieja de Montevideo, y restaurada con la ayuda de un herrero profesional del que nunca supe su nombre, todos lo llamaban «el portugués». Vivió los años uruguayos en la planta baja de la residencia oficial porque subirla a mi piso noveno del bulevar Artigas costaba tres veces su precio. Los operarios de la empresa uruguaya de mudanzas, al verla, la definieron como una «pecera gigante». Atravesó la cordillera de los Andes en medio de un temporal de nieve, sobrevivió temblores varios, y un terremoto en todo rigor. Y ahora por fin, tras atravesar medio Pacífico, el canal de Panamá y el Atlántico, desembarcaba en Europa.

Los operarios españoles me escuchan con atención, me parece que incluso la miran de otra manera, como dándose cuenta de que no han cargado un armatoste absurdo, sino un objeto con una historia. Vivimos rodeados de objetos con historia, ya lo he contado repetidas veces. Y añadiría incluso que de objetos con personalidad propia. Mi Thermomix es más maja que la de mi hermana y la de mi madre, se le ve a la legua: le ha sentado bien conocer mundo. Hace unas semanas leí el libro de una japonesa, Mari Kondo, que enseña cómo tener la casa ordenada. No es algo tan sencillo, ya que la tipa lleva años viviendo del tema, y publicitando el «método KonMari» (o método MariKon, aunque en el mundo hispano predomina la primera versión, por razones obvias). El método básicamente parte de que tenemos demasiadas cosas y de que hay que tirar la mitad si quieres tener orden en tu casa. ¿Cómo hacerlo? Pues ahí llega lo llamativo: Mari no dice que haya que desechar las cosas en función de su utilidad, sino en función de si te aportan o no alegríaMe conquistó con eso, lo reconozco. Porque así catalogo yo mis cosas. Estoy yo cada vez más feliz contándoles a los operarios la historia de la vitrina, cuando uno de ellos rompe la magia al preguntar, oiga, y esto para qué sirve. Yo lo miro estupefacta: ¿para qué demonios va a servir un monstruo de cristal de media tonelada? ¡Para nada! Pero, ¿y lo contenta que me puse al verla aparecer? Trato de explicarle al tipo, pero ya se ha ido a subir más cajas y renuncio.

La verdad es que los operarios de la empresa española se han distinguido por su actitud concienzuda. Llegaron tempranito y cuando les pregunté si tardarían los dos días que habían tardado antecesores suyos en otras ocasiones, relincharon de la risa. ¡Dos días, si le dijéramos al jefe que vamos a tardar aquí dos días nos despide! Yo no supe muy bien si compadecerlos o felicitarlos, pero en el fondo estaba feliz de que solo fueran a tardar un día (fue menos al final, incluso). Mi felicidad la compartió un colega de la Oficialía Mayor del Ministerio, porque en mi contenedor iba una alfombra de la Embajada que había que restaurar. (Esto no debiera contarlo, pero qué narices, lo cuento para que se sepa mi dedicación a mi Ministerio: conmigo ahorran hasta en el transporte de sus enseres). Y poco a poco, fueron subiendo mis cosas a nuestro nuevo hogar mientras mi corazón se iba llenando de alegría conforme emergían de las montañas de cajas y papeles. Mi Thermomix, mi prensadora de jugos, mi guitarra que no toco, mis bolsos, mis zapatos, mis comics, mis cuadros, mis fotos… Bueno, es un alegría rara, porque la mitad de las cosas no sabes bien en donde narices vas a colocarlas.Yo siempre he pensado que hay cosas que tienen que asentarse y reposar un tiempo, antes de encontrar su lugar. Así que dices la frase mágica, déjelo ahí en esa esquina y luego lo pienso, y cuando te vas a dar cuenta, ya no quedan esquinas, ni pared, ni suelo en donde dejar nada, y lo vas encajando todo en plan tetris. Y así ha quedado mi casa, he hecho la cama para tenerla lista a la vuelta de mis vacaciones (¡dormir en mi cama al fin!), pero antes de salir, mi madrina, hermana y cuñado dictaminan que la vitrina está en el sitio equivocado.

Los miro con desmayo. Si está bien ahí, no tiene otro sitio, y cómo la vamos a cambiar si pesa un quintal… Al final, entre todos la movemos y… lo juro, como si la puñetera hubiera suspirado de felicidad. Había encontrado su sitio.

Genial, ahora ya sólo queda el resto.

vitrina

El olor de nuestra vida (II)

Hoy llegó mi contenedor.

Un diplo expatriado con el olor de cartón recién cortado como olor básico de su vida, experimenta una sensación de alegría y desazón cuando esas palabras se hacen realidad: por un lado, la obvia alegría de poder tener tus cosas de nuevo; por otro, la desazón de saber que pronto tu vida volverá a ser invadida por las sempiternas cajas…

Mi contenedor llegó hoy. Salió de Montevideo tras un periplo inesperado (ingénuamente inesperado, Zeus Todopoderoso me ama y quiere que aprecie la futilidad de lo material asegurándose de que mis mudanzas siempre lleguen con retraso, no sé de qué me sorprendo a estas alturas, leñe), que mirándolo por el lado positivo me ha permitido conocer la diferencia entre un camión exclusivo y otro consolidado (atención, expatriados, NUNCA contratéis un camión consolidado!!!). Atravesó la pampa argentina, y el viernes llegó al Paso del Libertador. Durante este fin de semana los funcionarios de las aduanas argentina y chilena se pasaron por el forro de los calzones el principio de inviolabilidad de los bienes diplomáticos y se dedicaron a abrir un buen número de MIS cajas. El lunes pasó el SAG (el control sanitario chileno), en donde debían estar convencidos de que yo llevaba el jamón de pata negra escondido en la librería, si no, no me explico que abrieran todas las cajas de libros, y dejaran intactas todas aquellas que tenían bien clarito puesto: restos de la despensa (si algún funcionario del SAG me lee, que no se altere, allí sólo iban botellas de vino, permitidas todas…). El martes bajó la serpenteante carretera de bajada de los Andes, despacito porque justo  había nevado muchísimo este fin de semana (Zeus, eres un cachondo mental, así de claro te lo digo), y hoy, ¡llegó a mi nueva casa en Providencia! (nota para no chilenos: Providencia, barrio de Santiago)

El procedimiento es siempre similar, pero aún así, la ilusión permanece intacta: se chequean los sellos de seguridad que certifican que el contenedor es el propio y no hay nada añadido (en mi caso, algo ridìculo, después de que funcionarios argentinos y chilenos se hayan pasado el finde abriéndome cajas, pero bueno, hacía ilusión), y después te dan una hoja con números que vas tachando conforme van saliendo cajas, una tras otra. Así que hoy los tipos iban gritando, «¡la setenta y tres, siete-tres, la cincuenta y seis, cinco-seis…! y yo tachando, y para cuando ya rozábamos la caja 165 (uno-seis-cinco), yo ya no sabía si cantar bingo o echarme a llorar… Señores del TPI, nunca me cansaré de decirlo, urge la tipificación del delito de comercialización de artesanías típicas absurdas… Eso sí, cuando reconocí el bulto que contenía mi guitarrita, el corazón me dio un vuelco de la alegría.

Cuando terminan con las cajas, empiezan los muebles. Ahí los operarios inician su propio ritual, miran el bulto, lo sopesan, lo rodean, miden el ascensor, el hueco de la escalera, niegan con la cabeza repetidamente, y te hacen gestos que una interpreta como «oiga, el sofá este, ¿no le serviría igual en la escalera, de verdad lo necesita dentro de la casa…?» Al final, suben todo, por el ascensor, por la escalera, encaramado con polea por el balcón, y tú los contemplas jadear mientras cargan con tus muebles, a veces incluso sientes la necesidad de explicarles la historia del mueble en cuestión, ese es el sillón de mi abuela, una reliquia, me acompaña siempre… y aunque el tipo te deja bien claro con la mirada que maldito lo que le importa, y que te apartes, leñe, que el p… sillón pesa y lo estoy llevando a cuestas, una sigue, incontinente, y mira que es viejo, pero le tengo mucho cariño, ni siquiera le quiero cambiar la tapicería, con lo desgastada que está, pero me encanta así… Y al fin, cuando parece que ya han subido todo, llega la guinda del pastel, el Mueble Maldito. El Mueble Maldito es ese mueble absurdo, puede ser una cómoda, un canapé, un escritorio, un secreter, heredado o adquirido en momento especial, siempre con una historia emotiva vinculada, y siempre con dimensiones completamente desproporcionadas que ponen en jaque a los operarios. En mi caso, se trataba de una vitrina, mi bendita vitrina, comprada en un momento de debilidad con Aurora en un remate de antiguedades vejestorias en el sector cutre de la Casa Bavastro, restaurada con mimo, esas peleas con El Portugués (el herrero montevideano de nombre verdadero desconocido), para que copiara exactamente las varas de hierro de soporte de las estanterías de cristal… Aún recuerdo lo que fue empaquetarlo, los operarios uruguayos llamando por radio, atención, control, esto no es una estantería como nos dijeron, es una especie de pecera de cristal gigante… Ahora la pecera cruzó los Andes, y los operarios chilenos se enfrentaban al desafío de subirla a mi salón tras constatar que la puerta del ascensor era exactamente 4 centímetros menos alta. Al final subió por la escalera, los 6 operarios cargando con ella, mientras yo les seguía, solidaria, dándoles ánimos mientras les contaba la historia de la vidriera (yo creo que así la subieron más rápido, aunque sólo fuera para que me callara de una vez). Y llegó. Intacta.

Una vez vaciado el camión (hay que comprobar que no queda nada en él y que todos los numeritos se han tachado), empieza la segunda parte: el desembalaje. Ese es el momento en que una sueña en desembalar tranquilamente, dedicando tiempo a cada caja, decidiendo con calma donde colocar cada objeto en el nuevo hogar, dejar amorosamente los cuadros apoyados en las paredes para que cada uno encuentre de forma natural el hueco que va a pertenecerle, dedicar un rato a cada papel, clasificarlo bien de una vez por todas, pensar en formas imaginativas de destruir cada artesanía ridícula comprada en mercadillos del infierno… pero eso es un sueño, por supuesto, en la vida real, los operarios tienen unas horas que dedicarte (y gracias), y si no dejas que ellos abran las cajas, te tocará hacerlo a ti, incluyendo el sacar los kilos y kilos de cartón al basurero. Así que yo hoy me resigné, y traté de conservar algo de orden en medio de la locura, fui colgando mi ropa (¡mi ropa interior me la guardo yo!), me emocioné viendo las notas manuscritas de mi (nunca suficientemente añorada) Elena, que amorosamente había ordenado y clasificado todas las prendas, y mientras tanto trataba de lidiar con el operario-terremoto que en segundos iba sacando mis vajillas y cuberterías en la cocina, señora, ¿esto donde lo pongoooo?, me desesperaba descubriendo los primeros rasguños y bollos de cada mueble (los operarios se apresuran a señalarlos para que luego no los responsabilices), y me iba preocupando conforme veía que los tornillos interiores de la bendita vidriera no aparecían por ningún lado. Y por supuesto, conforme seguía escuchando la bendita pregunta, señora, ¿esto donde lo pongooooo?, empecé a responder con el mayor de los clásicos: déjelo en ese rincón, que ya lo ordenaré yo. Muchas veces, esa caja pasará años sin abrir bajo una cama y así de intacta saldrá para la siguiente mudanza.

Ya se fueron. Mañana vuelven, terminarán de desempacar y un supervisor sacará fotos de las cosas estropeadas. Mi nueva casa está cubierta de cajas, papeles de desembalar, muebles mal colocados, libros apilados y ropa a medio colgar. Yo quería dormir esta noche ya en mi cama, pero (San) David me convenció de que pasar por el martirio de buscar las sábanas y las almohadas en medio de esa locura sería el trago menos recomendable en mi situación mental actual, y que era mejor que me quedara a dormir con Juancho una noche más. Pero mañana tendré que enfrentarme a las cajas: el viernes es el bendito 12 de octubre y tengo que decidir qué abrigo llevar para la ofrenda a O’Higgins y a Colón, que estas cosas suelen eternizarse y siempre me hielo ante los próceres de la patria (señor, esos vientos helados orientales en la Plaza de la Independencia ante Artigas…); y las sábanas tendrán que salir, que el finde llega mi prima Soli de visita (¡mi primera visita en Chile!) y no la voy a mandar a un hotel por no tener sábanas en las camas…

Mañana. Mañana será otro día. Aunque el olor seguirá siendo el mismo. El olor de nuestra vida…

El olor de nuestra vida

Los diplos somos tuaregs errantes que nos empeñamos en recorrer el mundo con metros cúbicos a cuestas, aprovechando que la mudanza es algo que el Ministerio aún no nos recortó. Nos sometemos pacientemente al suplicio de poner patas arriba nuestros pequeños universos domésticos cada 3-4 años, y aguantamos con paciencia (los ansiolíticos son buenos aliados) el ver desmontada periódicamente nuestra cama y quedarnos sentados en el suelo del que ha sido nuestro hogar, rodeados de paredes frías desnudas…

Mi suplicio empezó el viernes. Recién llegada de España, ya sabía que no tendría tiempo de despedirme nuevamente de mi hogar, tal y como lo conocí en los últimos 4 años, así que antes de irme ya había pasado por la ceremonia del adiós, acompañada de amigos que fueron viniendo en tandas durante toda una tarde. Ellos también tenían que despedirse, de los objetos claro está, de los trastos mudos que durante cuatro años atestiguaron risas, conversaciones, bailes, alguna que otra lágrima y pensamientos. Los trastos nos acompañan, merecen nuestro respeto, yo digo sin rubor que mi lavavadora y mi Thermomix son mis amigas (con el lavavajillas la cosa ha estado siempre en términos más fríos, y de ahí que me decidiera a venderlo antes de irme)… por eso es estresante verlos ser embalados, envueltos, empacados, arrancados de su lugar y puestos en un camión para recorrer miles de kilómetros antes de encontrar un nuevo hueco en nuestro universo doméstico particular.

Los operarios de las empresas de mudanzas son hormiguitas incansables. Yo pensé que pasarían todo el viernes con el salón y comedor, pero en apenas dos horas habían terminado y se dirigieron seguros a la cocina, en donde de nuevo pensé que se quedarían ya el resto del día, y que yo tendría entonces tiempo de enfrentarme con cierta calma a un suplicio añadido: seleccionar lo que nos vamos a llevar en las dos maletas que nos acompañarán en las semanas que viviremos en nuestro nuevo destino sin casa y sin enseres. Pero apenas tuve unas horas, en seguida se acercaron amenazadores a mi zona más privada de la casa, qué embalamos ahora, y poco a poco les tuve que ir dando pedazos de mi vida, como carnaza a leones, ahí podéis empezar con los libros, mi música, mis comics, mi mesa, mis lámparas, mis cuadros, no, no toquéis aún las cajas con ropa, aún no me decidí… pero fue inútil, tuve que ir transigiendo, las cortinas, las fotos, el espejo, las sábanas, las toallas, todo iba desapareciendo en pilas y más pilas de cajas, mientras yo intentaba aún decidir si era muy desubicado aterrizar en Santiago con sólo 5 pares de zapatos… en segundos mi vida era devorada por esas termitas, esto se queda o lo embalamos, preguntaban una y otra vez, y yo desesperada ante el cúmulo de absurdos que uno apila durante cuatro años de vida… (Señores del Tribunal Penal Internacional: ¿para cuándo la erradicación de la faz de la tierra de los mercadillos artesanales…?!!!!)

Señora, gritó uno, mire que la guitarra está muy rota… yo sonreí tiernamente al contemplar mi guitarrita, y con cariño fui a explicarle al muchacho, sabes por qué es normal que esa guitarrita esté para el arrastre… pero me detuvo su mirada franca, el tipo tenía clara la respuesta: «porque te la compraste de niña, y eres vieja», lo que redujo mi ya atribulado ánimo al nivel de las Marianas… menos mal que luego cacé al mismo muchacho aprobando con sonrisa traviesa la caja con mi ropa interior y lanzando miradas fugaces a mis tetas, lo que me alivió un poco.

Y finalmente se fueron. Ya no queda nada, todo envuelto y empacado. Sólo quedó mi cama, último bastión, negociado de antemano con la empresa de mudanzas, que espera hasta el último día para arramblar con ella. Ahora lamento no haberme quedado con unos tacones negros que van con todo, por si tengo algún evento de noche formal en mis primeras semanas de trabajo, pero ya es tarde, las cajas ya están selladas y numeradas, clasificadas amorosamente con colores, y sólo tengo opción a estas alturas de decidirme entre los bolsos y los abrigos. Nada de recuerdos, tengo compañeros que cargan sus maletas de fotos y demás elementos sentimentales, temerosos de que su contenedor acabe en el fondo del mar, o despeñado por un precipicio, unos zapatos siempre pueden sustituirse, la foto de boda de tus abuelos, no. Pero yo soy una optimista nata y quiero pensar que volveré a ver mi guitarrita al otro lado de los Andes en unas semanas, así que sólo llevo ropa en la maleta. Y el portátil y el iPad, obvio, tonterías las justas.

La primera vez que entré en mi casa montevideana, decenas de cajas se apilaban contra las paredes desnudas, eran los trastos de mi predecesora, de quién heredé la casa. Y ahora que me voy, vuelve a acompañarme el mismo decorado. Allá donde haya un diplo, habrá una caja de cartón. Como bien dijo mi amiga Miryam, de paso este finde por este lado del río de la Plata para comprar unas sillas Le Corbusier (más trastos…), este olor a cartón fresco de embalar, es el olor de nuestra vida…