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Forever 21…?

Al fin lo conseguí. Mis lectores que me conocen bien, saben el miedo pavoroso que me inspira cualquier peluquera, así que entenderán muy bien la felicidad que me embarga estos días de cumpleaños.

Esta semana me planté en mi peluquería actual, que ya ha tomado posesión de mí y hace conmigo lo que quiere, ante mi completa y absoluta pasividad. Fue en ese espíritu que a principios de año, con el verano austral, decidieron que mi color era muy “fome” (aburrido en terminología chilena) y me hicieron unas mechas rubias.  Me cobraron una pasta, pero nuevamente, tuve que reconocer que habían acertado, me gustaban a mí cómo quedaban mis rizos bicolores con destellos rubios al sol. Así que esta semana me planté para que me repasaran las raíces, y mi grito de saludo fue lo muchísimo que me gustaba mi nueva tonalidad…

Empiezo a sospechar que hay un punto sádico dentro de toda peluquera, y que en el fondo disfrutan torturándonos. Pues esta vez lo que hicieron fue ponerme un baño de color que me oscureció automáticamente las mechas. Cuando me secaba, le comenté (tímida y temerosa, claro), “¿no está muy oscuro el pelo?” Por dios, para nada, me habían dado un tono de refuerzo, en cuanto se secara al sol, lo vería igual, y con sonrisa malvada, me despacharon. En casa, frente al espejo, tras esperar largas horas, cuando ya realmente no había duda que el pelo estaba seco, y bajo el foco de distintas y variadas luces, certifiqué el nuevo tono monocolor y oscurecido de mi pelo…

A mi cabeza llegaron todas las veces que he llorado a la salida de una peluquería, todas las veces que he decidido no volver a una concreta; cómo esa decisión la tomaba siempre en secreto, temiendo que me descubrieran, cambiándome de acera para no pasar por delante de la puerta; todas las veces que he dicho que quería una cosa y me han hecho otra, y no me he atrevido a protestar; todas las veces que me han cobrado el sueldo de un mes por tratamientos estúpidos e inútiles, y por supuesto, todas las veces que me han cortado el pelo al grito de recortarme las puntas. Creí que iba a llorar, pero no, no lo hice. Respiré hondo, muy hondo, y al final, sonreí.

Al día siguiente me planté nuevamente en la peluquería y pedí hablar con la encargada de los tintes. Con mucha calma, le dije que no estaba contenta. Iba preparada para todo. Para relatar mi disgusto porque me hubieran cambiado el color del pelo sin consultarme, por actuar en mi cabeza como si yo no tuviera nada que decir al respecto. Estaba dispuesta a llevar testigos. Estaba dispuesta a hacerle el análisis económico que me había producido su decisión. Yo estaba preparada para resistirme a todos sus tratamientos, mascarillas, suavizantes, reconstituyentes con vitaminas, serum vivificadores, y refuerzos varios, contra todo eso venía preparada. Pero no hizo falta: “siéntate, por favor, en un momento te lo arreglamos, el baño no es definitivo, se puede arreglar… ¿te apetece un refresco mientras esperas?” Y luego más tarde, con mis rizos bicolores recuperados, añadió, «no te quedes nunca disconforme, si no te gusta algo, pues vuelves, no hay problema».

Soy ME, escribo bajo el seudónimo de Bronte, y esta semana fue mi 41 cumpleaños. Hace unos meses el hijo ya casi universitario de un amigo subió a Facebook, una foto mía con él de chico. En seguida llegaron los piropos de los buenos amigos, sigues igual, no has cambiado, el tiempo no pasa por ti. Pero yo me miré detenidamente y sí, si pasa. Había una tersura impoluta en mi piel y un pelo sin cana alguna. También me pareció ver una expresión distinta en mi sonrisa ingenua, ahí tintineaba ese destello tímido e inseguro de la veinteañera que por supuesto no sabe que es imposible ser joven y fea, y busca ocultar los miles de defectos que ve en su cuerpo, en su cabeza, en todo su ser. Sí, estaba distinta: era 20 años más joven. 

Pero a cambio de las líneas de expresión (que no arrugas, claro está) y de las canas, esta nueva década de mi vida en la que entro, me ha traído un regalo increíble. La seguridad para plantarle cara a una peluquera.

Y sólo por eso, a Zeus pongo por testigo que no volvería ni atada a los 21.

Feliz cumpleaños para mí 🙂

Reflexión de cumpleaños

Así era a los 21

11 de febrero, 40 años

11 de febrero.

Es una fecha redonda. Es el día que la Virgen de Lourdes eligió para aparecerse a la pastora Bernadette. Es el día en que Pedro Valdivia e Inés Suárez decidieron que el valle del Mapocho era un buen lugar para fundar una ciudad y llamarla Santiago (lo que hicieron en efecto al día siguiente). Es el día en que cayó el Sha de Persia. Es el día en que nació gente muy distinta: Jennifer Anniston y Antonio Machín, Thomas Alba Edison y Sheryl Crow, Sarah Palin y Gabriel Boric Font. Feliz cumpleaños, Jennifer, no te operes más la cara, te vas a estropear con lo linda que eres; feliz cumpleaños, diputado Boric, me toca un pie como vaya vestido al parlamento, pero por favor haga algo para que pavimenten la Carretera Austral.

Y sí, es que una tiende a ver la fecha de su cumpleaños con cierta aureola mágica, yo suelo detenerme en la última media hora de cada 10 de febrero, como si pudiera paladear los últimos minutos de una edad concreta de mi cuerpo, que está a punto de cambiar, y como si el paso del minutero realmente tuviera efectos palpables en mi persona, del minuto 59 al 00, mi cuerpo evoluciona, cambia, madura. No es una transformación simbólica: en un minuto se concentra todo el paso del tiempo, en un minuto soy un año más vieja, en un minuto soy un año más sabia, en un minuto me alejo un año más de la bebé regordeta y rubia (sí, rubia) que llegó en un momento olvidado de la noche. Mis padres pragmáticos no tuvieron el más mínimo interés en memorizar la hora exacta, en abierto desafío a astrólogos, quirománticos y adivinos de cualquier pelaje, pero desde luego fue pasada la cena y antes del desayuno de mi madre, porque nací con hambre, un hambre ruidosa que durante horas las tontas matronas del hospital trataron de acallar con biberones de manzanilla, hasta que finalmente alguien tuvo la inteligencia suficiente de empotrarme un biberón de leche que tragué con furia, furia reivindicativa y suficiente, quiero creer, la suficiencia de la que recibe lo que en justicia cree merecer. No he cambiado, reivindico con ruido mis derechos y los recibo rumiándolos con orgullo, para que quede claro, me lo das porque es mi derecho, no porque sea tu privilegio.

Los 30 me pillaron ya con la oposición aprobada, y recuerdo el alivio con que festejé, trabajo tachado, una cosa menos de la lista, ahora a dedicarme los próximos 10 años al resto de la lista, esa lista que adoptamos todos sin saber muy bien por qué, nadie es consciente, pero todos la tenemos, las mujeres desde luego, así que mi lista supongo incluía los clásicos, casa, marido, hijos… no pensé en ese momento que al colocar el trabajo primero yo ya había invertido la lista, y quizá por eso me salí de ella y nunca más le hice caso. Hoy lo pienso por primera vez: no he conseguido nada más de esa lista imaginaria tontamente autoimpuesta. Pero tengo un coche. Y un microondas, que mis compañeros de promoción de la Escuela Diplomática me regalaron en mi 30 cumpleaños y que ahí sigue.

Si la fecha de nacimiento tiene ya magia de por sí, cuando se le suma el cumplir una cifra redonda, es ya un festejo completo, un frenesí de reflexión contemplativa, qué soy, adonde voy, qué quiero… Una década después de haber agradecido a gritos alegres mi microondas, he construido un hogar en dos ciudades a miles de kilómetros de mi Granada natal, dos ciudades que conocí de niña por referencias literarias sin pensar que acabaría viviendo en ellas. En ambas he conocido a gente de todo tipo, he amado y odiado, me han juzgado para indistintamente condenarme o absolverme, me he perdido mil veces, he hecho los mejores amigos, he perdido a algunos, y para luchar contra la ausencia, empecé a consolarme con el tópico nos reencontraremos en algún lugar, he insistido en tropezarme con la misma piedra hasta desgastarla, he emprendido viajes reales e imaginarios, he mantenido mi fascinación por los pasos de frontera, y he aprendido cosas que nunca imaginé, por la pura simpleza de su existencia obvia.

Y conforme paladeaba la última media hora de cada 10 de febrero que pasaba, me iba haciendo de nuevos propósitos, este año seré más paciente, este año me indignaré menos, este año no me tomarán tanto el pelo, este año seré menos despistada, este año escribiré un libro… y conforme divisaba la llegada de la nueva cifra redonda, complicaba los propósitos, cuando cumpla 40 tendré un perro, o un gato, o un koala, cuando cumpla 40 tendré clara mi vida, cuando cumpla 40 viajaré a los confines de la tierra, cuando cumpla 40 empezaré a quitarme años, cuando cumpla 40 habré escrito un libro, cuando cumpla 40 me operaré las tetas, cuando cumpla 40 seré una señora.

Y ahora, pasada esa media hora mágica, un año más vieja, un año más sabia, un año más lejos de aquella bebé hambrienta, pienso que mi Thermomix me da más alegrías y menos problemas que un koala, que he escrito un libro, que 40 es una cifra demasiado bonita como para ocultarla, que sigo enrabietándome, que sigo despistada, que mis tetas están perfectas, que todavía no sé lo que quiero, sólo lo que no quiero, que he viajado a los confines de la tierra, pero que aún me quedan otros por conocer, y que dentro de 10 años, en el 11 de febrero, solo quiero ser una señora con el sentido del humor suficiente para reírme a las carcajadas de este manifiesto que hoy escribo, con tanta seriedad.

11 de febrero