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La Carretera Austral (III): la pavimentación como derecho

Desde el Rio Baker, en un hotel maravilloso al borde del río (Borde Baker se llama de hecho) que podías ver en el momento que abrías un ojo desde la cama por la ventana, emprendimos la que iba a ser la excursión más al sur de nuestro viaje, y con una buena dosis del ripio en la carretera austral: Caleta Tortel.

En puridad, la Carretera por ahora termina en Villa O’Higgins, ya más abajo lo que tiene es un campo de hielo como una catedral. A su izquierda tiene, como no, a la Argentina, pero no hay una carretera, el paso es un camino, que un autoestopista muy simpático que venía haciendo dedo desde Torres del Paine, en donde había trabajado de camarero, nos confirmó que lo había atravesado andando y en barcaza, pasando por una especie de poblado (llamado Candelario Mancilla por un poblador que se empecinó en quedarse allí para que los argentinos no se apropiaran de la zona). Allí entras en una zona aislada de narices, que tengan gasolinera es ya un avance que requiere travesías de hasta tres días de camiones de Copec, y encima con un pasado reciente de mal rollo máximo con Argentina, pues estás a un paso de la Laguna del Desierto y del Chaltén, que, como recordarán mis lectores (de nuevo me autoreferencio, jejjee), tiene su historia…

Quedamos preocupadas por el paso fronterizo de Villa O’Higgins por unos mochileros israelíes, una parejita que apenas farfullaba español y que se paseaban con un mapita que parecía sacado de un libro de texto infantil. Se dirigían a Villa O´Higgins para pasar a Argentina, y nos preguntaron, se puede, no? Los dejamos en la parada de bus de Cochrane, y nos quedamos con mal cuerpo de que realmente no tuvieran ni idea de cómo se pasaba a Argentina por allí. Estos mochileros sabras son un clásico de la Carretera: aprovechan una especie de año sabático entre su servicio militar y la universidad para recorrer mundo con una mochila y poco más, ahora suelen elegir la Carretera como destino, y es habitual que acaben siendo la pesadilla consular de mis colegas diplomáticos israelíes porque se pierden, se accidentan, se quedan varados sin dinero, los detienen por encender fuego en zonas prohibidas, etc, etc…

Nosotras habíamos decidido no llegar hasta Villa O´Higgins, nos comentaron que ese último tramo de carretera estaba mal de verdad, y que luego el pueblo tampoco aportaba mucho más de lo visto hasta entonces (algo que me reiteraron varios chilenos por el camino, que no se me alteren los 500 habitantes de Villa O’Higgins), por eso habíamos decidido ir a Caleta Tortel, que es un desvio posterior a Cochrane, el último pueblo importante al sur de la Carretera. Desde nuestro hotel al borde del Baker, el mapa señalaba unos 130 kilómetros. En la realidad, fueron 5 horas de carretera de ida y 5 de vuelta, atravesando un camino lastimoso y polvoriente en el que casi volcamos en un momento determinado. Caleta Tortel es un pueblito sobre una caleta, una especie de Cudillero (guiño para mis lectores españoles) que ha optado por pasarelas de madera como solución a su orografía inclinadísima y pronunciada, de otro modo sería imposible caminar entre las casitas de madera que no sabes bien como no se deslizan hacia el mar. Y bueno, es simpático, pero es lo que a partir de ese punto del sur tiene la Carretera Austral, que el ripio empieza a pesar en el ánimo del conductor, y acaba afectando cualquier juicio. Luego más adelante que subiríamos hacia el norte, hacia Puyuhuapi, la belleza del fiordo Queulat quedaba velada por lo pesado de una carretera en obra permanente (se corta la carretera por las explosiones con las que están horadando la montaña).

El ripio, ay el ripio. La Carretera me ha enseñado que la pavimentación es un bien básico, casi un derecho, me atrevo a decir. Nos contaron que aquí muere gente porque no logra llegar la ambulancia, porque no hay cobertura para avisar de emergencias por teléfono, porque se quedan aislados durante días y días de largo invierno. Conducir siempre en ripio es un horror, cuando piensas que este es un país con las mejores autopistas, es polvo, es lentitud, es un ruido permanente (qué silencio, exclamamos junto con una pareja de autoestopistas argentinos cuando volvimos al pavimento en Cerro Castillo)… me acordé de cuando visité la Patagonia argentina y las amigas que hice me comentaban sonriendo que los Kirchner tampoco tuvieron que hacer tanto para ser amados en su provincia, se limitaron a pavimentar la ruta…

Y es de justicia encontrar un equilibrio ecológico que permita a los habitantes de la Carretera vivir mejor durante todo el año.  A A soportar mejor este eterno ripio en la Carretera Austral. ¿Cómo es vivir aquí en invierno? le habíamos preguntado al único autoestopista residente permanente, no de estación, que encontramos. El chico no pudo ser más suscinto y claro en su respuesta: «Helado…» Y es una gente tan encantadora… Nunca conocí gente más amable, más buena, de una bondad natural, te hacían los mayores favores y cuando les agradecías casi te miraban sorprendidos, como diciendo, ¿pero que esperaba usted, que no le ayudara…? Y esa bondad se contagia a los cientos y cientos de turistas mochileros que vas cruzándote, hay una buen rollo generalizado, sonriente y feliz, quizá porque es verano y están contentos de tener visitantes y de que haya sol, pero en definitiva, atravesar la Carretera es un deleite de belleza y buena onda.

ripio en la carretera austral

La Carretera Austral

 

La carretera austral

1240 km de Puerto Montt a Villa O´Higgins. Más de 20 años de trabajo, 10000 trabajadores (en su mayoría, soldados) que se abrieron paso, en unas condiciones climáticas extremas, con pico y pala, a través de los Andes patagónicos, lagos helados y ríos turbulentos, campos de hielo y glaciares. Un pueblo enfrentado a la naturaleza más salvaje. La gran obra civil de la dictadura de Pinochet (algunos la han llamado “la pirámide del general”). Un proyecto que excede a la ingeniería y entra en los límites de la política internacional y la defensa del territorio. La Carretera Austral.

La primera vez que supe de la Carretera Austral fue en 2011, cuando viajé a la Patagonia argentina, y me topé con la compleja relación fronteriza entre los dos países patagónicos. En aquel entonces tuve que lidiar con mapas que variaban en función de la nacionalidad, y con sentimientos aún a flor de piel. Recuerdo aún la mirada turbia que me lanzaron mis encantadoras amigas argentinas del Calafate cuando comenté, como quien no quiere la cosa, que había leído en Wikipedia que los mapas que habíamos dejado  los españoles y el principio “uti possidetis” (que prima, en los procesos de descolonización, las fronteras dejadas por los antiguos colonizadores, para que las nuevas naciones puedan empezar su vida sin ponerse a guerrear con sus vecinos), daban la razón a Chile… La verdad es que hablaba con ligereza, no tenía mucho conocimiento del tema. Nuestros antepasados españoles, esos que subieron a Cuzco, navegaron el Amazonas, y cruzaron el desierto de Atacama, cuando iban bajando y divisaron los glaciares y campos de hielo de la Patagonia debieron pensar, y bueno, pues hasta aquí hemos llegado, y lo cierto es que no pisaron mucho la zona. Sí que navegaron sus costas, obvio, la región de Magallanes no se llama así de casualidad, y le dieron nombre a las regiones, Patagonia por el gigante Patagón, de las novelas de caballería, y la Tierra de Fuego, porque los tehuelches y resto de pueblos originarios avisaban de la proximidad de los barcos con grandes hogueras, que los navegantes españoles divisaban a lo largo del litoral, pero no tuvieron el grado de asentamiento de otras zonas de Latinoamérica, así que la delimitación de qué era Reyno de Chile y qué era Virreinato del Río de la Plata, no quedó precisamente clara. En el siglo XIX, Argentina miró hacia al sur antes que Chile, y allí que mandaron al Perito Moreno, entre otros, que como hormiguita iba contando cumbres y lagos y marcándolas en el mapa como argentinas. Sería con el Presidente Alessandri (que los chilenos aún recuerdan como el “león de Tarapacá”) cuando Chile empezaría a protestar y a defender su soberanía sobre la zona. Y así empezaron las broncas, que se extendieron durante todo el siglo XX y que llevaron en más de una ocasión a la guerra entre ambos países, como relaté en su día en este mismo blog (AMO autoreferenciarme, jejeje).

El problema fundamental es que en el reparto más o menos aceptado por todos, a Chile le tocó la Patagonia más salvaje y abrupta, mientras que Argentina disfrutaba de kilómetros y kilómetros de llanura. Eso llevó a que la Patagonia argentina tuviera una linda carretera (su famosa ruta 40, que surca todo el país, llega hasta el sur), mientras que a la Patagonia chilena estaba fundamentalmente conectada al mundo a través de Argentina, pues desde el mismo Chile sólo se accedía a ella por avión o barco. Y así se llegó al último tercio del siglo XX, con proyectos de trazado de los gobiernos de Frei y de  Allende, pero nada iniciado. La región de Aysen (que me cuentan es una españolización de la expresión inglesa “ice end/fin del hielo”) era un territorio muy poco poblado, pero sus habitantes eran chilenos apenas, toda su supervivencia pasaba por Argentina, y he leído que incluso las mujeres de los carabineros cruzaban los pasos fronterizos para dar a luz.  En esto llegan las dictaduras al Cono sur, que sí, mucho Plan Condor, pero que en lo que a la Patagonia se refería, mal rollito máximo. No es de extrañar que Pinochet viera claramente que el trazado de una carretera 100% chilena que conectara a esas poblaciones con el resto de su país, era un tema estratégico de defensa nacional (algunos hagiógrafos del dictador comentan que era un proyecto que le obsesionaba desde su juventud), y que encomendara al Ejército la construcción de la misma.

Durante toda la dictadura, miles de jóvenes chilenos cumpliendo el servicio militar obligatorio fueron enviados a construir la Carretera. Una obra faraónica que Pinochet supervisaba en persona, y que se relata con tintes de leyenda, pero que ahora esos soldados rememoran como una verdadera pesadilla: unas condiciones de trabajo espeluznantes, extremas, en régimen de semiesclavitud. Con escasos medios técnicos, a puro pico y pala, en los meses de invierno más fríos, con medidas de seguridad básicas brillando por su ausencia. Así se abrieron camino a través de montañas, lagos, ríos y bosques. Trabajaban por períodos de tres meses ininterrumpidos para lograr un permiso de 10 días, que muchos aprovechaban para desertar y no volver. No he encontrado datos sobre el número de personas que murieron en los 20 años de construcción, pero pinta que tuvieron que ser muchas. Se avanzó expropiando terrenos a los habitantes locales, que leo todavía muchos se quejan de que no se les dio ni de lejos lo prometido.

En 1996, ya en democracia, el Cuerpo Militar de Trabajo entregó la mayor parte del trazado actual, de Puerto Montt a Villa O´Higgins, la ruta Ch-7. Asfaltado sólo en la parte central, el resto sigue estando en ripio, y en condiciones desiguales, que varían cada poco en función del clima. Se supone que debería seguir avanzando hasta Puerto Natales, ya en la región de Magallanes, frontera de la Antártida chilena, pero la geografía lo hace muy complicado, se habla de proyectos que podrían concluir en 2040… La zona además todavía es sencillamente pobre, una pobreza que no he visto en otras partes de Chile, te preguntas de qué vive la gente en medio de una naturaleza tan exuberante y extrema.

Esa es la carretera que he recorrido por algunos tramos en los últimos días, dejando una fuerte impresión en mí. Ha sido un viaje soñado que me planteé como rito de celebración de mi próximo 40 cumpleaños. Voy a relatarlo, sin objetivo alguno de exhaustividad ni rigor histórico, y de hecho invito a todos a corregir los errores que puedan encontrar. Pero nadie podrá corregir la fuerte nostalgia que me ha quedado tras mi semana patagónica. Eso es algo mío.

 

Estimados lectores: con ustedes, la Carretera Austral.

 
la carretera austral 

 

Mirando hacia atrás (III): la Patagonia

Sigo en mi ejercicio recordatorio, y ahora me tocó recordar mi viaje tan lindo a principios de 2011 a la Patagonia, tanto argentina, como chilena, y ahora que en breve cruzo los Andes, bien me parece recordar mi primer paso fronterizo chileno-argentino, y la primera vez que pisé Chile…

El viaje empezó en el Calafate, con un percance fronterizo anunciado…

Vale, tengo una suerte impresionante, es la leche… y no lo digo por el tiempo, que anuncian lluvias para toda la semana, no, eso forma parte del acuerdo personal al que llegué con Zeus el día en que le pedi que por favor no lloviera el día en que quemábamos nuestra falla en Ciudad Vieja, y a cambio le di permiso para que me mandara lluvia los días que quisiese en los siguientes meses (de todas formas, Zeus, yo creo que ya basta, que menudo primer día me diste en las cataratas de Iguazú)… no, no me refiero a eso, me refiero al hecho de que el presidente Piñera haya elegido esta semana para anunciar las subidas de los precios del gas, un 20% quiere subir, y lo anuncia en la Patagonia, en donde el gas es producto de primera necesidad, y claro, los chilenos patagónicos pues se han mosqueado, y ¿qué hace un habitante del cono sur cuando se cabrea? pues cortar una carretera, obviamente, y si encima hay cerca una una binacional fronteriza (que son las que más morbo despiertan), pues allá que se plantan todo felices… así que miles de turistas y demás ciudadanos están a ambos lados del paso de Punta Arenas sin poder pasar… ayer dejaron pasar de vez en cuando, pero no parece que la cosa vaya a cambiar mucho en los próximos días, así que posiblemente me pasaré la semana en Calafate sin poder ir a Chile…  

Pasé el primer día paseando, hizo un día precioso (Zeus, que es un cachondo y me manda sol cuando no tengo excursiones programadas ya pagadas, pero bueno, un trato es un trato), así que caminé por este pueblito de construcciones alpinas, en esta época rebosante de turistas. Almorcé en una libreria cafetería que mis padres me habían recomendado de cuando estuvieron por aquí, llena de libros del Che y con la música de los Diarios de Motocicleta (un poco exagerada la cosa, pero es que el Che es omnipresente en la zona, y eso que él pasó a Chile más hacia el norte, seguro que porque a el también le cortaron el paso de Punta Arenas por los precios del gas…). Acabé paseando por la Costanera, un paseo que bordea el lago Argentino, y miré pájaros de todo tipo (primera vez que vi flamencos rosados) sobrevolando sobre sus aguas celestes…

Y es que en Patagonia aprendí mucho de historia argentina y chilena…

Vale, el relato de hoy necesariamente tiene que empezar con las controversias fronterizas entre Chile y Argentina, porque el Chaltén es efecto directo de una de ellas. Voy a hacer un poquito de historia, el tema se retrotrae a las primeras décadas de vida independiente de las naciones americanas , cuando las fronteras se decidían por el principio uti possidetis, que en lenguaje claro significa «vamos a no pelearnos por las fronteras y mejor hacemos caso de los mapas que nos dejaron los españoles, que para algo tienen que servir a fin de cuentas»… pero por supuesto, no siempre se respetó, y las fronteras entre Chile y Argentina es un ejemplo… es difícil encontrar referencias objetivas en internet, pero parece que en teoría el principio uti possidetis beneficiaba a Chile porque la Patagonía estaba integrada en su zona en la época del imperio español, pero teniendo en cuenta que la zona estaba muy despoblada, apenas unos pobres indios que no se indentificaban ni como chilenos ni argentinos y que Chile se lo montó fatal en el XIX, peleándose con todos los países que le rodeaban, pues Argentina lo tuvo fácil para proponerle una línea de separacion basada en los Andes, y en este batuburrillo de glaciares, canales, ríos y demás que tanto sufrieron Magallanes y los suyos, pues se basaron en el principio «Chile en el Pacífico y Argentina en el Atlántico»… la frontera quedó algo liosa, los argentinos tienen que pasar por Chile para llegar a Tierra de Fuego, por ejemplo (y de ahí que el corte de los chilenos por el gas sea tan puñetero), y por supuesto, ninguno quedó muy conforme, especialmente los chilenos, que se han pasado todo el siglo XX tratando de sacar más territorio… para un turista las cosas no son fáciles, pues uno mira el mapa y hay momentos en los que la línea fronteriza sencillamente no está dibujada, no hay nada claro ni consensuado en varias zonas…

Con el Canal de Beagle («empieza en aguas del Pacífico y termina en aguas del Atlántico»), las cosas estuvieron a punto de salirse de madre varias veces, y en Navidad de 1978 ambos países estuvieron al borde de la guerra. Hay una pelicula chileno argentina que recomiendo, «Mi buen enemigo», sobre unos soldados chilenos que se pierden en la Patagonia, encuentran a unos argentinos igualmente perdidos y acaban haciéndose coleguitas, la mejor escena es cuando intentan ellos delimitar la frontera por su cuenta y son incapaces, y acaban jugándoselo en un partido de fútbol… Esta controversia acabó con un laudo arbitral del Papa en 1985, pero mientras tanto los chilenos seguían a la suya con otras zonas de la Patagonia, y se pasaron los primeros años de la década de los 80 dando títulos de propiedad falsos en determinada zona gris de esas con las que el mapa no te aclaras, para que chilenos se instalaran alllí, haciéndolo territorio chileno de facto… la respuesta argentina no se hizo esperar, y crearon un pueblo, el Chaltén, que poblaron con gente a la que prometieron trabajo como funcionarios. El pueblo nació oficialmente el 12 de octubre de 1985 (me encanta la fecha elegida), «para preservar la soberanía», y durante mucho tiempo el pueblo era una maqueta en mitad de la nada… pero ganaron finalmente, y hoy el pueblito de 800 habitantes se autodenomina «Capital mundial del trekking», y está enteramente dedicado al turismo natural… aunque si yo fuera argentina llamaría al pueblo «Aún no nació el chileno capaz de robarle a un argentino»

El tour para el Chaltén me recoge temprano, es un minibus en el que también van tres matrimonios argentinos, y una portuguesa, una rusa y un danés, los tres víctimas del corte de la frontera, a los que la Agencia ha recolocado en esta excursión para que no pierdan el día… luego a la noche cenaré con Gaby, una amiga de un amigo de Manolo, que me insistieron mucho en Baires para que la llamara y lo hice, un encanto la chica, y ella me comenta en la cena que en el fondo están felices con el corte de ruta: «los argentinos siempre somos los salvajes piqueteros, los que siempre están de lío, mientras que los chilenos son siempre los buenos… pues bien, que quede claro, que ellos también cortan rutas, que no son tan civilizados…» Cuestión de perspectiva…

El primer día patagónico, visitando el Chaltén, estuvo muy interesante, y descubrí que tenía familiares ilustres en la zona… y además casi me lío a tortas defendiendo la orientalidad de Gardel…

El Chaltén es el nombre que los nativos indios tehuelches daban a la montaña ahora conocida como Cerro Fitzroy (en honor al oficial que acompañaba a Darwin), literalmente significa «montaña que humea», porque creían que era un volcán, siempre cubierto de nubes que veían como humo, de hecho apenas  vemos el cerro un rato porque el día está nubladísimo (Zeus que sigue en la suya) y en seguida se cubre su linda silueta. Ahora mismo el Fitzroy es un mito para todos los montañeros del mundo, porque, aunque no es muy alto (unos 3500 metros), es muy complicado de escalar por su material granítico y por los fuertes vientos, el último en matarse fue un escalador profesional brasileño…

Tomamos la mítica ruta nacional 40, la que recorre Argentina de norte a sur, y recorremos páramos desolados que acaban en una especie de meseta escalonada, y que recuerdan al desierto de las películas del Oeste… de hecho, hay una película del Oeste que transcurre en este paisaje patagónico, «Dos hombres y un destino», pues aquí acabaron Butch Cassidy y Sundance Kid. Paramos en la Estancia La Leona, en donde los dos bandidos pararon a descansar tras atracar un banco en Tierra de Fuego. Circular por la ruta 40 es un placer aunque la guía, Margarita, nos comenta que está asfaltada en esa zona desde hace muy poco en esta provincia, que se circulaba «en ripio» siempre… al igual que en el Calafate, en donde las calles también se asfaltaron hace poco… ¿mejoras de la Administración K a su provincia? Es probable, por la noche Gaby me contará que el nuevo aeropuerto en el Calafate, también obra de los K,  ha sido clave para el desarrollo del turismo en la región.

Aún así, Santa Cruz no es una zona pobre, ni mucho menos, tiene enormes recursos de petróleo, gas, oro y plata, además de la exportación de la lana de sus ovejas merino australianas… el turismo es un rubro en expansión en esta enorme región dos veces el tamaño de Portugal, aunque poco poblada (unos 200000 habitantes), y parece que los K no han hecho sino potenciarlo, empezando por unos cuantos hoteles impresionantes propiedad de ellos… pero no oigo hablar mucho de los K, Gaby se ríe a la noche diciendo que parecía que nadie los quería, pero que luego se murió Nestor y salieron seguidores de debajo de las piedras…

Margarita la guía, a la que se la ve claramente de origen indígena (aunque igual ella no se reconoce como tal) nos habló de los tehuelches, los indios originarios de la región, así como de los mapuches, y de cómo fueron desposeídos de sus tierras en el XIX… porque sí, los grandes atentados contra los derechos de los indios del cono sur se cometieron ya alejados de la órbita española… no voy yo a poner la conquista española como ejemplo de respeto a los derechos de los nativos, pero ahora que estamos con los bicentenarios, estaría bien que las nuevas naciones se pagaran una copa en esto de las culpas colectivas… pero bueno, el caso es que me acordé de Fede, mi colega en la Cancillería argentina, que me contó del tema del reciente resarcimiento de territorio robado a los indios, esto ha sido otra cosa de los K, se les ha dado nuevas tierras para resarcirles de los robos del XIX, así que se lo comento a Margarita… Margarita es una guía diplomática, que antes se ha negado en rotundo a ponerse a hablar de las Malvinas a pesar de la insistencia de los argentinos de Rosario del tour, y en esto tampoco se explaya mucho, pero al final me dice que las «devoluciones» se están haciendo al norte, en la provincia de Chubut, nada en la de Santa Cruz, y me parece oir un deje de amargura en su voz…

En fin, gracias a Margarita descubro que tengo primos ilustres en la región patagónica… ¡la familia Menéndez! Descendientes de emigrantes españoles de principios del XX, acabaron emparentados con otras dos familias de pioneros, los Braun y los Behety, …Los Braun- Menéndez- Behety son los dueños del principal supermercado de la zona, la «Anónima», y luego Gaby me cuenta que la Patagonia está llena de Braun-Menéndez, de Menéndez-Behety, de Braun-Menéndez-Behety, todo depende, a ambos lados de la frontera además, son parte viva de la historia local…

Comemos en el Chaltén, yo ya me he hecho coleguita de la rusa, y en la mesa se nos unen Margarita y el chófer, que me cuentan que se pusieron muy contentos con que ganáramos el Mundial: «lo necesitaban ustedes, después de un año tan malo, fue como nosotros en el 86, fue una terapia colectiva inigualable…» Claro que el momento más surrealista vino cuando no sé cómo salió el tema de Gardel, y antes los ojos alucinados de la rusa (que no entendía nada), y de los argentinos (que no se lo podían creer), el danés y yo nos enfrascamos en una furiosa discusión sobre el origen de Gardel, el maldito vikingo estaba empeñado en que era francés, y yo defendiendo a mi Tacuarembó del alma, casi llegamos a las manos… luego nos fuimos todos a pasear… Chaltén tiene tres calles, pero aún así me las arreglé para perderme, y conmigo se perdieron los tres matrimonios argentinos, que habían seguido mansamente a la ciudadana honoraria de Tacuarembo… si es que yo tengo dotes de liderazgo, está claro: ser una Menéndez imprime carácter…

Aunque lo mejor del viaje fue sin duda el Perito Moreno…

Hoy Zeus se portó de lujo y mandó un sol precioso para mi visita al rey de la zona: el Perito Moreno. Porque lo es, sencillamente. Mira que el día anterior nuestra guía Margarita se desgañitó repitiendo que el glaciar Viedma, que vimos tras el Chaltén, navegando sobre el lago Viedma, era 4 veces más grande, y mira que desde la compañía de cruceros de Gaby, insisten en que el Uppsala es también impresionante para que así la gente compre el crucero «todo glaciares», pero da igual , por su disposición, la ubicación, la perspectiva, la accesibilidad, el rey indiscutible es el Perito Moreno, mi amiga rusa me lo repitió hasta la saciedad en el barco frente al glaciar Viedma, ya verás el Perito, ese sí que es un glaciar…

 

Y lo cierto es que es impresionante, vaya una maravilla, no me cansaba de mirarlo, esos témpanos azules sobre el agua de aspecto cremoso, los guías nos tuvieron que sacar casi a la fuerza… yo tenía comprado el trekking sobre el glaciar, una versión light, pero trekking sobre el glaciar, qué narices, y vaya si lo disfruté, de las cosas más divertidas y emocionantes que he hecho, nos colocaban unos crampones de hierro en los pies, y tras unas lecciones sencillas, nos tiramos para el Perito, triscando felices por las laderas congeladas, observando los riachuelos y los agujeros azules sobre la blanca superficie, atravesando un túnel natural de hielo, y escuchando de vez en cuando el estruendo terrible cuando caía un trozo de hielo… porque el Perito es un glaciar en movimiento, por razones naturales, va avanzando como si de un lento curso de un río se tratara,  y dejando caer trozos de hielo sobre el lago… hay que tener cuidado porque un metro cúbico de ese hielo puede llegar a pesar 900 kilos, y al caer provoca pequeños tsunamis, así que no nos dejaron acercarnos a la costa antes de subir… estuvimos un buen rato esperando a que se derrumbara una torre que tenía toda la pinta de estar a punto de caer, pero por supuesto cayó cuando todos nos dimos la vuelta, aunque luego desde la cumbre pudimos ver la nubareda que se formaba al caer un trozo grande…

 

Caminábamos en fila india, y los dos guías, Nico y Jorge, adivinaron mis cualidades de líder y me nombraron cocapitana del grupo… emocionada (y asumiendo que estos lo que quieren es un visado), consigo no perderme por una vez y guío a la gente muy bien, me pongo muy contenta de haber sido alumna sobresaliente (es que los Menéndez también tenemos madera de repelentes Vicentes), y en premio, consigo dos raciones de whisky sobre el improvisado bar sobre el hielo que tienen montado los guías.

Por la noche,  Nico y Jorge me sacan a cenar en calidad de alumna brillante (o igual lo que querían era ligar, cualquiera sabe). Se juntan en el Libro Bar con el resto de los guías, la mayoría trabaja en el Calafate en temporada, y aprovechan estos meses para escalar las distintas cumbres de la zona… todos están obsesionados con el Fitzroy, no paran de hablar de él, sólo uno ha conseguido llegar hasta la cumbre, el resto tuvo que dejarlo en algún punto, Nico la última vez se tuvo que bajar cuando apenas le faltaban 140 metros, pero, como me explica, la clave en la escalada es dejar de avanzar cuando no tienes claro si vas a poder volver, incluso si son sólo unos pasos, y aquel día Nico vio cubrirse el cielo y adivinó las ráfagas de viento mortal que se acercaban, así que se volvió, llorando de rabia, pero la próxima tiene claro que va a coronar la cumbre… son curiosos estos montañistas, en un momento determinado les pregunto por qué demonios se juegan la vida por subirse a una montaña que saben es peligrosísima, y ninguno acierta a responder… quizá porque ya lo hizo Hillary en su día, cuando le preguntaron lo mismo frente al Everest… porque está allí…

Al final logré pasar a Chile, el piquete fronterizo sólo duró una semanita, aunque de ese primer periplo en el país en el que voy a pasar los próximos años de mi vida, lo que más me llamó la atención fue la frontera…

Vale, a mí siempre me han gustado mirar mapas, pero tras una semana en la Patagonia voy a acabar sencillamente perdiéndoles el respeto… todo ha empezado con mi paso a Chile, a visitar el Parque Nacional de Torres del Paine, y los glaciares del otro lado… resulta que del Calafate hasta Torres del Paine hay una distancia cortita, pero no me quedaba otra que hacer un rodeo hasta Puerto Natales, en un viaje de casi seis horas en total. En su día, desde la agencia de viajes argentina me lo habían explicado con la siguiente metáfora: en un reloj, el Calafate está en las menos cinco y Torres del Paine en las menos cuarto, distancia corta si fuéramos hacia atrás, pero no queda otro remedio que hacer el recorrido de las manecillas del reloj para llegar… “eso son tres-cuatro horas mínimo, y luego está, claro, cruzar la frontera…” No hice mucho caso de lo segundo, me quedé con esa distancia entre esas menos cinco y menos cuarto, y con curiosidad me dirigí a un mapa a buscar qué montaña o glaciar impedían el paso directo… mi búsqueda se interrumpió cuando me di cuenta de que el mapa patagónico tenía una particularidad…

Porque por las razones que ya expliqué en los capítulos precedentes, esto de las fronteras no es un tema sencillo en la región patagónica, aunque se acepte en general la regla de «las altas cumbres» que ayudara a establecer el perito Francisco Moreno, hay zonas grises, y de ahí que los dibujantes de mapas aquí hayan optado por una solución salomónica: cuando llegan a una zona controvertida, sencillamente no dibujan línea divisoria alguna, así que hay momentos en los que no hay manera de ver lo que es Argentina o Chile… eso se da intensamente en la zona del Chaltén en realidad, no en el paso de Río Turbio que yo tenía que tomar, pero se hace muy difícil leer un mapa en el que las líneas se cortan simplemente en un determinado momento… luego más tarde en el Museo del Glaciar en Calafate, podré ver las divisiones entre el Hielo Patagónico Norte y el Hielo Patagónico Sur, nítidamente delimitadas, pero de fronteras nada, el guía me lo dirá claramente, es que hay zonas en que no están muy claras, y como aquí no nos hacen mucha falta porque nos limitamos a investigar el hielo, pues no las ponemos… y esa idea es la que siguen la mayoría de los mapas y planos: las montañas, los ríos, los senderos, los glaciares… todos están clarísimos,  así que todo bien para estos anarco-alpinistas (Nico gritando sobre el Perito que el glaciar no era ni argentino ni chileno, sino que pertenecía a toda la humanidad), ellos chochos de la vida, pero yo soy una mimada europea a la que le gustan las fronteras, no sé, me parece cómodo esto de saber lo que es Francia y lo que es España, esto de tener muy claro dónde está Gibraltar, o dónde se acaba (y dónde no empieza) Alemania, y que todo eso esté dibujadito claramente en el mapa…

Así que yo busca que te busca en todos los mapas que pillaba, y cada vez más confundida, llegando a momentos surrealistas como en el control de frontera argentino, cuando me fui a curiosear en el mapa colgado en la oficina, y resulta que un cachondo había recortado justamente la parte que estábamos cruzando…

Claro está, que a mí me gustan las fronteras para verlas lindamente dibujadas sobre el mapa, pero luego a mí me gusta atravesarlas sin problemas, como se atraviesa la franco-española (que Zeus derrame sus bendiciones sobre el territorio Schengen), o como atravesé esa clarísima triple frontera Argentina-Paraguay-Brasil, que trae por la calle de la amargura a los yanquis porque sospechan que allí se financian grupos terroristas a mansalva, anda que no tuvo gracia ir de Ciudad del Este a Foz de Iguazú a pie, pasando por un control paraguayo sin nadie dentro y saludando en la distancia a los polis del control brasileño que estaban tomando el fresco (y que vieron claramente en mi cara que yo tenía el pasaporte en regla, así que para qué molestarse en ir a chequearlo)… así me gustan las fronteras a mí, claramente delimitadas y sencillamente franqueables…

Porque en el cálculo de tiempo que me hizo la agencia de viajes, me hablaban siempre del tiempo de control de frontera, yo no presté mucha atención, y claro, así me quedé, con la boca abierta por las dos horas largas que me chupé en el paso de Río Turbio (oficina la Dorotea), más de una hora haciendo una cola absurda en una oficinita argentina, para que un funcionario pudiera mirarnos la cara a cada uno personalmente, y luego otra larga hora en otra oficinita en plena inmensidad chilena, para que otro funcionario pudiera vernos a su vez la cara, mientras otro comprobaba que no llevábamos alimentos orgánicos en la maleta (en la maleta, no, pero en la cabina del bus todo el mundo traía multitud de alimentos orgánicos para merendar, pero eso parece que no les preocupa tanto)… hasta ahora, entrar en EEUU había sido para mí una de las experiencias más absurdamente tediosas desde el punto burocrático… ahora, la frontera chileno-argentina en la Patagonia no queda muy lejos en comparación…

En fin, que tras este viaje me va a quedar el tic de pegarle en los higadillos al próximo que me diga que la Unión Europea es un fracaso, porque parece que se nos olvida, demasiado a menudo, apreciar lo que es cruzar una frontera con el carné de identidad en la mano…y mientras tanto, conseguí ver un mapa completo en Chile, con toda las líneas dibujadas, sí, una maravilla, yo en éxtasis… hasta que de pronto me di cuenta que el mapa en cuestión ponía al Chaltén dentro de Chile… estaba en un parador en la entrada de Torres del Paine, y yo a esas alturas decidí resarcirme de tanto ataque mapero, así que puse mi mirada más inocente y en voz bien alta dije, anda, mira qué gracia, si resulta que el Chaltén es chileno, yo que pensaba que era argentino… y me alejé mientras una familia de porteños se abalanzaba sobre el mapa y se ponía a gritar y hacer aspavientos como sólo los porteños saben hacerlo… A veces me asombra lo cabrona que puedo llegar a ser…

El lado chileno estuvo bien, pero como viajé sola, me quedó en el recuerdo los buenos amigos que hice en el Calafate, más que cualquier paisaje de Torres del Paine, lugar al que tengo que volver, por otro lado…

…disfruté menos que en el Calafate, y creo que fue porque los chilenos, aunque corteses y amables, no tienen esa alegría galante que tienen los argentinos, que me ha permitido hacer amigos en tan solo una semana… le daré una nueva oportunidad a Chile, obvio, pero me voy con pena del Calafate, ayer llegué a mi hotel Kosten Aike y cuando los mozos me dieron mi traguito de bienvenida, ellos que me han mimado bien porque tienen familia en Uruguay y les encantaba oírme hablar de allí, todos las noches me dejaban escrito las horas de salida al día siguiente para que no olvidara, pues me sentí en casa… luego a la noche salí con Gaby y sus amigas, todas muy simpáticas e interesantes, me cuentan cómo acabaron aquí viviendo, una de ellas relataba divertida su llegada en autobús un día de nieve, cuando el pueblo aún no tenía aeropuerto y las calles estaban sin asfaltar… un pueblo que se llena en temporada, de jóvenes que trabajan como locos para aprovechar estos meses, pero que aún así luego salen todas las noches porque el pueblo se anima muchísimo en temporada, y al día siguiente enganchan a trabajar, una locura, pero es divertido, así que luego el invierno llega como una especie de vacación alargada y relajada… todas se declaran felices aquí… Gaby me lleva luego a los dos “bolichitos” que se abarrotan en la noche, y durante toda la noche o esta mañana durante mi último paseo por el pueblo antes de irme, me voy encontrando a gente conocida, a Patricia, la chica de la Agencia que se preocupaba como gallina con su polluelo ante el cierre de la frontera, mis guías, Margarita, Nico, Jorge (luego Gaby me cotilleó que los guías tienen fama de altivos entre la gente que trabaja en turismo, así que los trabajadores como ella que trabajan del lado de las oficinas, los aguantan poco), a Miguel, mi compañero de mate de la “costanera”, que me contó todos sus apuros por su reciente separación (se separa cada verano de la madre de su hijo, pero luego en invierno, cuando se encuentran en todos lados porque no hay gente en el pueblo, pues se acaban liando por aburrimiento, así que nunca logran divorciarse del todo), a Matías, el encargado del Museo del Hielo, que quedó encantado de que yo decidiera pasarme una hora entera escuchando música de mi mp3 mientras disfrutaba del maravilloso paisaje que había desde la cafetería, la montaña sobre el lago Argentino, a Gustavo, el chico que me vendió el primer día la “vincha” con la que he logrado sobrevivir sin los témpanos perforados a este viento huracanado… esta mañana me despedí del pueblo y de mis nuevos amigos con pena (Gustavo con ojeras aprotándose su mate porque había enganchado directamente del boliche a su puesto de ventas)… con ellos y este paisaje imponente, he aprendido de glaciares, cerros inalcanzables, senderos cortados por el hielo, animales distintos, pájaros exóticos, fronteras incompletas, piquetes, guerras que llegan a parecer absurdas en este contexto de hielo… en definitiva, he aprendido de la importancia de las perspectivas, lo que siempre aprendo en cada viaje, pero aquí quizá con más intensidad, porque la Patagonia, en definitiva, obtuvo su nombre de un error de perspectiva maravilloso: los españoles de la expedición de Magallanes pusieron el nombre de “patagones”, en honor al gigante Patagón de una novela de caballería, a los tehuelches y demás nativos locales, porque les parecieron enormes… pero no eran tan grandes, 1,80 mt los más altos, es que los españoles eran muy bajitos, y me voy desde este aeropuerto local, mirando las aguas azulísimas del lago, fabulando sobre estos indios, me imagino a dos de ellos, dos tranquilos tehuelches sentaditos tomando mate con las montañas nevadas a su espalda… ¿oíste?, dicen que andan por la región unos extranjeros navegando en unos barcos enormes, ah, mirá qué interesante, ¿y cómo son?, ah, pues unos petisos feísimos y peludos, y con una mala leche terrible, ni te los acerques… es que la gente chica suele tener peor humor, se les acumula la mala sangre en el cuerpo más pequeño (suspiro) mirá si no mi suegra… ¿querés más mate…?

Mirando hacia atrás (II)… Silvina

Sigo en pleno trajín de limpieza y siguen saliendo tarjetas, recibos, postales, papeles y más papeles, que me retrotraen a momentos determinados de mis cuatro años en Uruguay… hoy apareció una factura del Puerto de San Anselmo, que es un restaurante a las afueras de Piriápolis, y recordé mi primer viaje a Punta del Este, con Pilar y Silvina. Este es un recuerdo hermoso pero que ahora me resulta triste, porque recientemente supimos de la muerte de Silvina, tras una larga enfermedad.

Recuerdo perfectamente el día que conocí a Silvina. Sábado, 4 de octubre de 2008. Yo había llegado a Montevideo el 1 de octubre, ese mismo día conocí a Pilar, nuestra canciller en el Consulado, que me prestó el colchón sobre el que dormí mis primeras semanas aquí (favorcito), y además me presentó a algunos de los que luego serían mejores amigos (favorazo). Eso lo hizo el sábado, que era fin de semana de Patrimonio, que en Uruguay se celebra al modo francés de “puertas abiertas”: pasé la mañana caminando por la Ciudad Vieja con Pilar y Gus, al que adoré desde el segundo número 1, siguiendo las líneas amarillas que marcaban el sendero de la antigua muralla de la ciudad, un proyecto en el que había trabajado un compañero arquitecto de Gus, pasamos por la tienda de Ana Livni y Fernando Escuder, y acabamos obviamente en el Mercado del Puerto, sobre el que ya he dicho que es uno de los sitios que más me gustan de Montevideo.

Luego salimos de noche, Pilar organizó la previa en casa, y allí estaba Fa, aún recuerdo lo hermosa que me pareció, y allí estaba Silvina, una periodista argentina que estaba en la ciudad trabajando con ANSA, y que me cayó genial al instante. Esa noche fue tan tan divertida, fuimos al Lotus, una discoteca hortera en el World Trade Center, y volví a mi hotel  (entonces aún no tenía  mi casa de losa radiante), de madrugada, con una sonrisa de felicidad, por las perspectivas que Montevideo había despertado en mi primer sábado aquí.

Días más tarde, Pilar nos metió en su coche a Silvina y a mí, y nos llevó a Punta del Este, ahora me puse a rescatar nuestras fotos frente a los famosos dedos de la Playa Brava…

Pero tuvo el acierto de hacernos pasar antes por Piriápolis, que me encantó. Piriápolis es el primer desembarco de los argentinos en la costa uruguaya, atraídos por este balneario construido a la imagen de la Costa Azul, por un empresario visionario, Francisco Piria. Ahora que los argentinos se instalaron en Punta y más allá, Piriápolis ha quedado englobado en los balnearios uruguayos (Atlántida, la Floresta, las Flores, Bellavista…). Bueno, ser, son todos uruguayos, pero esos son los balnearios en los que la mayoría de los uruguayos pasan las vacaciones, porque Punta del Este, en realidad es argentino. Yo tenía muchas ganas de ver Piriápolis, tenía en mente las imágenes de la película Whisky, y aún recuerdo la impresión que me produjo ver el Hotel Argentino… hacía poco que había visto el barrio montevideano del Prado, que tiene todo el aire de una peli de Visconti… pero el Hotel Argentino es ya directamente «Muerte en Venecia»… desde ese día, he llevado a todas mis visitas al Argentino, y todos han adorado su majestuoso aire decadente.

Con Silvina fui al evento por la reapertura del Galpón, un grupo teatral cuyo teatro expropió la dictadura uruguaya, y de vuelta nos reímos con el aire circunspecto y austero de la celebración, con los aplausos justos, «estamos de fiesta» decían los presentadores con aire serio para presentar a continuación un extracto de «Montevideanas», que no es una comedia precisamente… Analizamos eso que dicen muchos de que los argentinos son más alegres porque heredaron la vitalidad de los italianos, mientras que los uruguayos tienen la contención pausada de los castellanos, afirmación con la que yo no me mostré muy de acuerdo, sobre todo por la parte española que me toca, ¡austera, pausada y contenida, yo!!

Y recuerdo perfectamente la última vez que vi a Silvina. Fuimos juntas a ver «Las viudas de los jueves», que retrata los días del «corralito», pero desde la perspectiva de un country argentino, de unos ricachones que se niegan a ver que están tan arruinados como el resto de sus compatriotas… a la salida, Silvina me estuvo contando sus propios recuerdos de aquellos días de Navidad de 2001-2002, las manifestaciones contra De la Rúa, los cambios de gobierno, la frustración, el miedo…

Hace poco volví a ver Whisky, que retrata maravillosamente el Uruguay posterior a su crisis bancaria de 2002, en la que ni coches circulaban por las más tristes que nunca calles de Montevideo… vista ahora, sin embargo, la película resulta anticuada, el Uruguay que muestra ya no es el Uruguay del que me estoy despidiendo, lo que ha cambiado en estos 4 años… incluso veo a los uruguayos distintos, menos contenidos y austeros, ahora aplauden más, me parece que se empiezan a creer que son un gran país… me gustaría mucho conversar sobre esto con Silvina, qué pena me da pensar que no volveré a disfrutar de su charla inteligente y amena…

Rumbo a las reducciones jesuíticas (V): los peligros del mate

Cruzamos la frontera desde Encarnación hacia Posadas (ciudad de «kurupíes», como llaman los paraguayos a los argentinos, del guaraní, «chancho»), escuchando en la radio noticias sobre unos piquetes de protesta de productores de mate por un nuevo control de precios del gobierno sobre la yerba… el mate, ay el mate… los jesuítas ya se mostraban preocupados por el mate: «esta es la yerba usada en aquellas tierras entre ricos y pobres, libres y esclavos, como el pan y como el vino en España» escribe el Padre José Cardiel en el S.XVIII. «Los naturales indios la toman una vez al día» continúa preocupado el Padre Antonio Ruiz de Montoya, «los españoles han hallado en ella remedio para todos los males… a cuya causa la usan por aquellas partes sin orden ni medios…»

Normalmente la gente que va a Misiones, va a las cataratas de Iguazú, y como mucho, se anima a bajar a ver San Ignacio, obviando a Loreto y Santa Ana, pero como nosotros ya vimos las cataratas y estamos en plan misionero, nos concentramos en un paseo turístico minoritario lleno de encanto. Como después nos dirá el guía de Santa Ana, merece ver cada misión, porque aunque todas en sus orígenes eran similares, cada una tuvo un recorrido distinto después, así que en cierto modo, cada una tiene su propia personalidad.

San Ignacio es la más conocida, se restauró en los años 40, al calor de la fama de gente como Horacio Quiroga que vivía a unos metros de las ruinas, pero en aquella época los criterios de restauración eran distintos, ahora los técnicos tiemblan de espanto al ver los muros apuntalados con cementos, pero hay que ser justos con San Ignacio, es populosa, llena de buses de turistas y puestos de chucherías, pero también es el gran foco de atención a las misiones, que quizá serían mucho más desconocidas sin San Ignacio. Los guías de Santa Ana y Loreto no tienen otras que admitirlo. Loreto planteó un dilema a los restauradores, porque el estado de ruina era total, la selva prácticamente había comido por entero los vestigios, y entonces quedaba la duda de qué merecía más respeto, la naturaleza o las ruinas, y por el momento habían llegado a soluciones eclécticas curiosas, como el caso de una palmera gigante nacida sobre un muro.

Pero fue desde Santa Ana, con un guía muy preparado y entusiasta, que cerramos nuestro periplo reflexionando sobre el fin de las misiones jesuíticas. Tras el edicto de expulsión, los 30 pueblos fueron divididos en tres misiones (benedictinos, dominicos y franciscanos), para evitar un nuevo empoderamiento de una sola orden… los guaraníes (que según nuestra guía paraguaya, Cinthya, pudieron haberse enfrentado a la fuerza contra la expulsión de sus adorados jesuítas) no se llevaron bien con los nuevos padres, que nunca demostraron la inteligencia de sus predecesores a la hora de tratar con los nativos. Poco a poco, las misiones quedaron despobladas… la leyenda dice que los guaraníes volvían a la selva, pero resulta poco creíble. Esos indios ya estaban hechos a la vida occidental, a vivir bajo techo y dormir en cama, así que emigraron a las ciudades, como Corrientes. Los que quedaron, aguantaron como pudieron a los nuevos padres, hasta que llegaron las guerras por la emancipación, y nuevamente la condición estratégica de las misiones, situadas en zonas de frontera, las colocó en el ojo del huracán, y ejércitos de uno y otro bando las arrasaron.

La última noche asistimos al espectáculo nocturno de San Ignacio, con juegos de luz, relieves y música… seguimos el periplo de un niño guaraní, que crece, se casa, lucha contra los bandeirantes que atacan la misión, pero finalmente será «un rey al otro lado del mar» el que de el golpe definitivo a la misión. Y nos vamos de allí bajo una noche de estrellas y luna llena… lindo sueño y hermoso proyecto el de nuestros jesuítas, e increíble la inteligencia con que los guaraníes lo hicieron suyo.

Vamos, que lo dedico a aquellos que simplifican nuestro paso por el continente… busquen un proyecto parecido en cualquier colonia británica o francesa.

Nota: agradezco a Facundo, de nuestra OTC en Paraguay, por sus comentarios y correcciones a estos capitulos del blog.

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