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Mi vitrina encuentra su sitio

– ¿Y este monstruo, donde lo dejamos?

Los tres tipos me miran jadeantes, expectantes, se ve que tienen un punto de preocupación de que les suelte un, anda, pero si esto no había que subirlo (preocupación de ver qué narices hacían luego con mi cuerpo, porque yo creo que tendrían clarísimo el asesinato como respuesta a un comentario mío así). Mi reacción no obstante les sorprende: una sonrisa de oreja a oreja y una respuesta clara: «va ahí, en esa pared».

Y a continuación, les hablo de mi vitrina. Porque el monstruo, como claramente habrán adivinado mis lectores habituales, es mi vitrina, que ha llegado a nuestro nuevo hogar. Mi vitrina (les cuento a los operarios y resumo aquí para los que recién aterrizan a este blog): fue comprada en un remate en un anticuario de la Ciudad Vieja de Montevideo, y restaurada con la ayuda de un herrero profesional del que nunca supe su nombre, todos lo llamaban «el portugués». Vivió los años uruguayos en la planta baja de la residencia oficial porque subirla a mi piso noveno del bulevar Artigas costaba tres veces su precio. Los operarios de la empresa uruguaya de mudanzas, al verla, la definieron como una «pecera gigante». Atravesó la cordillera de los Andes en medio de un temporal de nieve, sobrevivió temblores varios, y un terremoto en todo rigor. Y ahora por fin, tras atravesar medio Pacífico, el canal de Panamá y el Atlántico, desembarcaba en Europa.

Los operarios españoles me escuchan con atención, me parece que incluso la miran de otra manera, como dándose cuenta de que no han cargado un armatoste absurdo, sino un objeto con una historia. Vivimos rodeados de objetos con historia, ya lo he contado repetidas veces. Y añadiría incluso que de objetos con personalidad propia. Mi Thermomix es más maja que la de mi hermana y la de mi madre, se le ve a la legua: le ha sentado bien conocer mundo. Hace unas semanas leí el libro de una japonesa, Mari Kondo, que enseña cómo tener la casa ordenada. No es algo tan sencillo, ya que la tipa lleva años viviendo del tema, y publicitando el «método KonMari» (o método MariKon, aunque en el mundo hispano predomina la primera versión, por razones obvias). El método básicamente parte de que tenemos demasiadas cosas y de que hay que tirar la mitad si quieres tener orden en tu casa. ¿Cómo hacerlo? Pues ahí llega lo llamativo: Mari no dice que haya que desechar las cosas en función de su utilidad, sino en función de si te aportan o no alegríaMe conquistó con eso, lo reconozco. Porque así catalogo yo mis cosas. Estoy yo cada vez más feliz contándoles a los operarios la historia de la vitrina, cuando uno de ellos rompe la magia al preguntar, oiga, y esto para qué sirve. Yo lo miro estupefacta: ¿para qué demonios va a servir un monstruo de cristal de media tonelada? ¡Para nada! Pero, ¿y lo contenta que me puse al verla aparecer? Trato de explicarle al tipo, pero ya se ha ido a subir más cajas y renuncio.

La verdad es que los operarios de la empresa española se han distinguido por su actitud concienzuda. Llegaron tempranito y cuando les pregunté si tardarían los dos días que habían tardado antecesores suyos en otras ocasiones, relincharon de la risa. ¡Dos días, si le dijéramos al jefe que vamos a tardar aquí dos días nos despide! Yo no supe muy bien si compadecerlos o felicitarlos, pero en el fondo estaba feliz de que solo fueran a tardar un día (fue menos al final, incluso). Mi felicidad la compartió un colega de la Oficialía Mayor del Ministerio, porque en mi contenedor iba una alfombra de la Embajada que había que restaurar. (Esto no debiera contarlo, pero qué narices, lo cuento para que se sepa mi dedicación a mi Ministerio: conmigo ahorran hasta en el transporte de sus enseres). Y poco a poco, fueron subiendo mis cosas a nuestro nuevo hogar mientras mi corazón se iba llenando de alegría conforme emergían de las montañas de cajas y papeles. Mi Thermomix, mi prensadora de jugos, mi guitarra que no toco, mis bolsos, mis zapatos, mis comics, mis cuadros, mis fotos… Bueno, es un alegría rara, porque la mitad de las cosas no sabes bien en donde narices vas a colocarlas.Yo siempre he pensado que hay cosas que tienen que asentarse y reposar un tiempo, antes de encontrar su lugar. Así que dices la frase mágica, déjelo ahí en esa esquina y luego lo pienso, y cuando te vas a dar cuenta, ya no quedan esquinas, ni pared, ni suelo en donde dejar nada, y lo vas encajando todo en plan tetris. Y así ha quedado mi casa, he hecho la cama para tenerla lista a la vuelta de mis vacaciones (¡dormir en mi cama al fin!), pero antes de salir, mi madrina, hermana y cuñado dictaminan que la vitrina está en el sitio equivocado.

Los miro con desmayo. Si está bien ahí, no tiene otro sitio, y cómo la vamos a cambiar si pesa un quintal… Al final, entre todos la movemos y… lo juro, como si la puñetera hubiera suspirado de felicidad. Había encontrado su sitio.

Genial, ahora ya sólo queda el resto.

vitrina

Peucayal

Mi colega en Berlín ha escrito un artículo en su blog, Farewell Seasonque recomiendo leer porque resume muy bien el estilo diplo de despedidas. Los diplos tenemos protocolos hasta para despedirnos, pero es que nos pasamos la vida despidiéndonos, qué remedio… No obstante, mi colega se refiere únicamente al protocolo diplo y no entra en más detalles personales, es un blog institucional al fin y al cabo. Pero como este blog mío sí que es personal, un espacio en el que mostrar algunos de los muchos cuartos de mi corazón, me puedo permitir ampliar algo más sobre este proceso.

 

Como decía, los diplos nos pasamos media vida despidiéndonos. Es la vida que elegimos y es la vida que tenemos. Y nuestro protocolo particular incluye varios eventos en los que se espera que des discursos. Yo he perdido la cuenta de los discursos que he soltado en las últimas semanas, pero en todos he intentado ser más personal que como lo relata mi colega. Mi Embajador, en uno de los suyos (porque a ellos también les toca echar sus correspondientes parrafadas durante la temporada), me incluyó en el grupo de diplos «que se enamoran de los países a los que son destinados». Fue una buena definición, y que yo completé en mi discurso a continuación, rememorando aquel consejo que me dio un diplo viejo: que no me apegara mucho a los sitios, «porque luego te despides y se te rompe el corazón». Es impresionante hasta qué punto no he seguido el consejo, en Uruguay cultivé afectos para toda la vida, y en Chile me he enamorado hasta las trancas. Y claro, ahora tengo el corazón roto. Pero es un justo precio a pagar, si se piensa bien.

 

Curiosamente, lo que más me duele ahora mismo no es tanto las despedidas de los amigos o de los rincones favoritos de la ciudad. A mis amigos tengo claro que voy a volver a verlos, y si no, estos tiempos de Zuckeberg permiten la conexión para siempre. Y a la ciudad voy a volver, así que podré volver a pasearla. Incluso nada impide que alguna vez pueda volver a ser destinada en este país, por lo que volvería a compartir con muchos de los actuales colegas de trabajo. Son otras cosas las que me duelen: me duele despedirme de mis entornos cotidianos, de las rutinas. Lógicamente, no volveré a contemplar el amanecer desde el que ha sido mi dormitorio estos cuatro años, ni volveré a darle las buenas noches al simpático portero nocturno, que tantas veces me ha recibido con una sonrisa paternal. Me he despedido de mi peluquería, de mi entrenador, del vecino de enfrente. Me he despedido de la rutina matinal de escuchar el programa «Mujeres» de la Radio USACH, y también de leer a Gonzalo Rojas cada miércoles en El Mercurio. Ahora que finaliza mi acreditación diplomática en Chile, lo puedo decir: he leído su columna con fruición para maravillarme de lo facha que puede llegar a ser este país.

 

Y luego, sobre todo, me he despedido de objetos. Los seres humanos somos acumuladores por naturaleza, yo estoy segura de que la cueva de Altamira, en su época original, la tenían llena de trastos y por eso pintaron los techos. Y el cambiar de casa y de país  cada poco, no hace sino acrecentar el fenómeno. He vistos casas de diplos que son verdaderos bazares. Pero aún así, incluso si aceptas vivir rodeada de cacharros, las dimensiones de nuestras casas tienen un límite, sobre todo cuando, como yo ahora, volvemos a Madrid. Porque los diplos no somos millonarios, a pesar de que tengamos esa fama, vivimos en apartamentos como todo el mundo, y la mudanza que nos paga el Ministerio (¿recuerdan mis desventuras con la subdirección de Viajes?) está limitada, así que, periódicamente, no queda otra que deshacerte de la mitad de tus cosas. Yo lo he hecho ahora. Yo odio mi apego a las cosas materiales, y odio mi capacidad de acumularlas (la escena más repetida en estos últimos días ha sido abrir un cajón, ver su contenido, y llorar a gritos mientras me preguntaba: 1. qué narices era aquel trasto, y 2. por qué demonios lo había guardado). Así que ha sido un proceso liberador. Pero por otro lado, los objetos son necesarios. Ayer me preguntaba uno de los trabajadores de la mudanza si podía empacar la cocina completa, si tenía lo que yo necesitaba para la noche. Sí, respondí segura con mis vasos y tenedores de plástico… luego, cuando mis amigas llegaron a tomar un picnic entre cajas, casi tenemos que romper el cuello de la botella de vino, y cortamos el queso con unas tijeras. Y los objetos tienen su historia, todos la tienen. He regalado kilos de ropa a amigas, y mientras ellas miraban las bolsas, yo me explayaba: ese bolso lo compré en la India, en un ratito libre que nos dieron al policía del Ministerio y a mí… ese pañuelo me lo regaló un colega irlandés… esa falda la compré con fulanita en un mercado en Buenos Aires… He vendido y regalado muebles, y al verlos salir he rememorado momentos: mis primeros muebles para mi primera casa alquilada en solitario, qué tarde me pasé en Ikea, y luego qué horror para montarlos… Conforme salían los trastos, tenía visiones fugaces de mi vida, no todas necesariamente felices, pero sí con un fuerte contenido emocional. Así que estoy liberada, pero también exhausta.

 

Escribo estas líneas sentada en el suelo, sobre una caja, los operarios de la mudanza se van llevando mis cosas, miran el monstruo empaquetado de mi vitrina con temor, pero yo los animo (con retranca, claro está). Mi corazón está tan picoteado que ya ni siente ni padece. Mis amigos deben de pensar que no me afecta el último abrazo, pero es que ya no me quedan lágrimas. Cuatro años, que han pasado como un suspiro, alguien me dijo que los diplos servimos para no olvidar el paso del tiempo (¿ya te toca irte? ¡pero si llegaste ayer!).

 

(La foto es de una pintada que me dejaron los chicos de mi equipo en el Centro Cultural, tiene despedidas y saludos de bienvenida a mi sustituta. Ella ahora se enfrenta al respectivo protocolo de bienvenida. Y así pasa la vida, como un eterno retorno. «Peucayal» es adiós en mapudungún).

 

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El olor de nuestra vida (II)

Hoy llegó mi contenedor.

Un diplo expatriado con el olor de cartón recién cortado como olor básico de su vida, experimenta una sensación de alegría y desazón cuando esas palabras se hacen realidad: por un lado, la obvia alegría de poder tener tus cosas de nuevo; por otro, la desazón de saber que pronto tu vida volverá a ser invadida por las sempiternas cajas…

Mi contenedor llegó hoy. Salió de Montevideo tras un periplo inesperado (ingénuamente inesperado, Zeus Todopoderoso me ama y quiere que aprecie la futilidad de lo material asegurándose de que mis mudanzas siempre lleguen con retraso, no sé de qué me sorprendo a estas alturas, leñe), que mirándolo por el lado positivo me ha permitido conocer la diferencia entre un camión exclusivo y otro consolidado (atención, expatriados, NUNCA contratéis un camión consolidado!!!). Atravesó la pampa argentina, y el viernes llegó al Paso del Libertador. Durante este fin de semana los funcionarios de las aduanas argentina y chilena se pasaron por el forro de los calzones el principio de inviolabilidad de los bienes diplomáticos y se dedicaron a abrir un buen número de MIS cajas. El lunes pasó el SAG (el control sanitario chileno), en donde debían estar convencidos de que yo llevaba el jamón de pata negra escondido en la librería, si no, no me explico que abrieran todas las cajas de libros, y dejaran intactas todas aquellas que tenían bien clarito puesto: restos de la despensa (si algún funcionario del SAG me lee, que no se altere, allí sólo iban botellas de vino, permitidas todas…). El martes bajó la serpenteante carretera de bajada de los Andes, despacito porque justo  había nevado muchísimo este fin de semana (Zeus, eres un cachondo mental, así de claro te lo digo), y hoy, ¡llegó a mi nueva casa en Providencia! (nota para no chilenos: Providencia, barrio de Santiago)

El procedimiento es siempre similar, pero aún así, la ilusión permanece intacta: se chequean los sellos de seguridad que certifican que el contenedor es el propio y no hay nada añadido (en mi caso, algo ridìculo, después de que funcionarios argentinos y chilenos se hayan pasado el finde abriéndome cajas, pero bueno, hacía ilusión), y después te dan una hoja con números que vas tachando conforme van saliendo cajas, una tras otra. Así que hoy los tipos iban gritando, «¡la setenta y tres, siete-tres, la cincuenta y seis, cinco-seis…! y yo tachando, y para cuando ya rozábamos la caja 165 (uno-seis-cinco), yo ya no sabía si cantar bingo o echarme a llorar… Señores del TPI, nunca me cansaré de decirlo, urge la tipificación del delito de comercialización de artesanías típicas absurdas… Eso sí, cuando reconocí el bulto que contenía mi guitarrita, el corazón me dio un vuelco de la alegría.

Cuando terminan con las cajas, empiezan los muebles. Ahí los operarios inician su propio ritual, miran el bulto, lo sopesan, lo rodean, miden el ascensor, el hueco de la escalera, niegan con la cabeza repetidamente, y te hacen gestos que una interpreta como «oiga, el sofá este, ¿no le serviría igual en la escalera, de verdad lo necesita dentro de la casa…?» Al final, suben todo, por el ascensor, por la escalera, encaramado con polea por el balcón, y tú los contemplas jadear mientras cargan con tus muebles, a veces incluso sientes la necesidad de explicarles la historia del mueble en cuestión, ese es el sillón de mi abuela, una reliquia, me acompaña siempre… y aunque el tipo te deja bien claro con la mirada que maldito lo que le importa, y que te apartes, leñe, que el p… sillón pesa y lo estoy llevando a cuestas, una sigue, incontinente, y mira que es viejo, pero le tengo mucho cariño, ni siquiera le quiero cambiar la tapicería, con lo desgastada que está, pero me encanta así… Y al fin, cuando parece que ya han subido todo, llega la guinda del pastel, el Mueble Maldito. El Mueble Maldito es ese mueble absurdo, puede ser una cómoda, un canapé, un escritorio, un secreter, heredado o adquirido en momento especial, siempre con una historia emotiva vinculada, y siempre con dimensiones completamente desproporcionadas que ponen en jaque a los operarios. En mi caso, se trataba de una vitrina, mi bendita vitrina, comprada en un momento de debilidad con Aurora en un remate de antiguedades vejestorias en el sector cutre de la Casa Bavastro, restaurada con mimo, esas peleas con El Portugués (el herrero montevideano de nombre verdadero desconocido), para que copiara exactamente las varas de hierro de soporte de las estanterías de cristal… Aún recuerdo lo que fue empaquetarlo, los operarios uruguayos llamando por radio, atención, control, esto no es una estantería como nos dijeron, es una especie de pecera de cristal gigante… Ahora la pecera cruzó los Andes, y los operarios chilenos se enfrentaban al desafío de subirla a mi salón tras constatar que la puerta del ascensor era exactamente 4 centímetros menos alta. Al final subió por la escalera, los 6 operarios cargando con ella, mientras yo les seguía, solidaria, dándoles ánimos mientras les contaba la historia de la vidriera (yo creo que así la subieron más rápido, aunque sólo fuera para que me callara de una vez). Y llegó. Intacta.

Una vez vaciado el camión (hay que comprobar que no queda nada en él y que todos los numeritos se han tachado), empieza la segunda parte: el desembalaje. Ese es el momento en que una sueña en desembalar tranquilamente, dedicando tiempo a cada caja, decidiendo con calma donde colocar cada objeto en el nuevo hogar, dejar amorosamente los cuadros apoyados en las paredes para que cada uno encuentre de forma natural el hueco que va a pertenecerle, dedicar un rato a cada papel, clasificarlo bien de una vez por todas, pensar en formas imaginativas de destruir cada artesanía ridícula comprada en mercadillos del infierno… pero eso es un sueño, por supuesto, en la vida real, los operarios tienen unas horas que dedicarte (y gracias), y si no dejas que ellos abran las cajas, te tocará hacerlo a ti, incluyendo el sacar los kilos y kilos de cartón al basurero. Así que yo hoy me resigné, y traté de conservar algo de orden en medio de la locura, fui colgando mi ropa (¡mi ropa interior me la guardo yo!), me emocioné viendo las notas manuscritas de mi (nunca suficientemente añorada) Elena, que amorosamente había ordenado y clasificado todas las prendas, y mientras tanto trataba de lidiar con el operario-terremoto que en segundos iba sacando mis vajillas y cuberterías en la cocina, señora, ¿esto donde lo pongoooo?, me desesperaba descubriendo los primeros rasguños y bollos de cada mueble (los operarios se apresuran a señalarlos para que luego no los responsabilices), y me iba preocupando conforme veía que los tornillos interiores de la bendita vidriera no aparecían por ningún lado. Y por supuesto, conforme seguía escuchando la bendita pregunta, señora, ¿esto donde lo pongooooo?, empecé a responder con el mayor de los clásicos: déjelo en ese rincón, que ya lo ordenaré yo. Muchas veces, esa caja pasará años sin abrir bajo una cama y así de intacta saldrá para la siguiente mudanza.

Ya se fueron. Mañana vuelven, terminarán de desempacar y un supervisor sacará fotos de las cosas estropeadas. Mi nueva casa está cubierta de cajas, papeles de desembalar, muebles mal colocados, libros apilados y ropa a medio colgar. Yo quería dormir esta noche ya en mi cama, pero (San) David me convenció de que pasar por el martirio de buscar las sábanas y las almohadas en medio de esa locura sería el trago menos recomendable en mi situación mental actual, y que era mejor que me quedara a dormir con Juancho una noche más. Pero mañana tendré que enfrentarme a las cajas: el viernes es el bendito 12 de octubre y tengo que decidir qué abrigo llevar para la ofrenda a O’Higgins y a Colón, que estas cosas suelen eternizarse y siempre me hielo ante los próceres de la patria (señor, esos vientos helados orientales en la Plaza de la Independencia ante Artigas…); y las sábanas tendrán que salir, que el finde llega mi prima Soli de visita (¡mi primera visita en Chile!) y no la voy a mandar a un hotel por no tener sábanas en las camas…

Mañana. Mañana será otro día. Aunque el olor seguirá siendo el mismo. El olor de nuestra vida…

Al otro lado de los Andes: las turbulencias acostumbradas

Cuando estudiaba ingles de niña, tuve un profesor imaginativo que nos ponía juegos para que practicáramos conversación y un día nos hizo imaginar que estábamos en una isla desierta, nos habíamos quedado sin comida y había que designar a alguien del grupo para comérselo. El ejercicio consistía en argumentar por qué uno no debía convertirse en el almuerzo del resto, y yo hice (en un inglés más que aceptable ya por entonces) una encendida, extensa y complete defensa de mi misma, explicando mis importantísimas cualidades humanas, ventajas profesionales, etc etc que sólo podían aportar beneficios al grupo. Todos, por unanimidad, votaron comerme a mí.

Cuando el domingo me encontraba sobrevolando los Andes y el avión empezó a removerse bajo unas turbulencias terribles que me sacudieron hasta el alma, mi vida pasó ante mis ojos, y se quedó en ese recuerdo. Aunque en seguida el piloto se apresuró a explicar que esas turbulencias son muy normales en invierno mientras el avión sobrevuela a 9000 metros unos Andes que rozan los 7000, yo ya no pude quitarme el negro convencimiento de que íbamos a estrellarnos en alguno de esos montes nevados, y que en breve todos los pasajeros supervivientes decidirían incluirme de plato principal para su cena.

El sol brillante que me recibió en Santiago, contribuyó a que mi trauma infantil cediera paso a la ilusión tremenda de haber llegado a la ciudad que deberá ser mi hogar para los próximos años. Con esa alegría, me instalé en Pedro Valdivia Norte, en casa de San David, mi colega de la Embajada, que me la presta aún estando él de vacaciones, con empleada incluída, una empleada que se llama Darling (lo juro) y se dirige a mí como «señora MªEugenia».
Los chilenos son agradables. Esa ha sido mi primera conclusión tras una semana viviendo en Santiago. Tampoco es que haya conocido a muchos, pero contestan amablemente cuando perdida en medio de la calle pregunto por una dirección, me ayudan a cargar la tarjeta bip para el metro en vez de maldecir porque mi ignorancia está creando una cola de kilómetros, y los taxistas en general son honestos, cuando les llevo a las direcciones absurdas en que a veces están los pisos que estoy visitando y ellos se pierden, paran el taxímetro y siguen buscando. Uno incluso me explicó cómo debía de entregar los billetes de 10000 pesos («bien extendido, que se vea»), para que nunca pudieran timarme dándome menos cambio con la excusa de que les había dado un billete menor. Y otro día que hubo una fuga en la casa de San David, y nos cortaron el gas, el técnico que apareció a las 10 de la noche (cuando yo ya empezaba a sufrir los primeros síntomas de hipotermía en una casa que llevaba más de 12 horas sin calefacción en un Santiago muuuuuuuy frío) se quedó un buen rato chequeando que la caldera volvía a encenderse y que seguía teniendo agua caliente. Claro que estos detalles no sé si son amabilidad, o porque yo bordo el papel de «damisela de la Madre Patria, obviamente subnormal» que suele hacer furor en América Latina…

De mi primer juicio positivo de los chilenos, excluyo a una categoría: los corredores inmobiliarios. Una tendería a pensar que una expatriada con ingresos asegurados en búsqueda de vivienda, debería ser el típico manjar por el que las inmobiliarias se pelearan por comérsela (en sentido figurado, va a ser que mi trauma infantil aún sigue). Pues no, en Chile los corredores inmobiliarios son dioses que te hacen el favor de decirte por teléfono la dirección del apartamento que tú has visto en internet, para que puedas ir tú a visitarlo, y luego tienes que llamarlos de vuelta para comunicarles si finalmente te interesa, y así ellos te dicen cómo pagarles su comisión por su esforzado trabajo. Desde la embajada y en el centro cultural me dieron varios contactos de inmobiliarias, yo llamé a todos y por ahora ninguno me contestó. He ido personalmente a algunas para contarles lo que estoy buscando. He escrito decenas de correos a las direcciones que veo en Portal Inmobiliario. Y nada, esa gente me sigue histeriqueando y chuleando al mejor estilo de un divorciado treintañero heterosexual en Montevideo. Y no hay manera de librarse de ellos, ningún propietario alquila directamente su casa, así que nada, tengo que plegarme a su juego si quiero encontrar apartamento.

Los primeros días en Santiago han pasado volando. La ciudad es grande, apabullante, nada que ver con mi plácido Montevideo. La omnipresente cordillera da sentido a sus habitantes, cuando te dan indicaciones siempre dicen, y sigues en dirección a la cordillera, y yo rodeada de rascacielos preguntándome cómo narices voy a saber donde está la cordillera, pero ellos lo saben. También saben muy bien donde está el oriente y el poniente, ellos nunca hablan de este u oeste, así que cuando visito un apartamento siempre pregunto si tiene orientación al norte y al oriente, yo no tengo ni la más remota idea de dónde están ni el norte ni el oriente, pero ya me han dicho que es la mejor orientación en una casa, así que yo pregunto siempre.

Aún tengo tics de Montevideo,  allí sí que sabía siempre donde estaba la rambla. El precioso barrio de Bellavista, lleno de restaurantes y bolichitos me pareció inmenso, lo comparaba con la calle Luis Alberto Herrera. Me sorprendieron las proporciones del Teatro Municipal de Las Condes. Y me agarré un rebote de impresión cuando descubrí en el supermercado del Costanera center (un megashopping cerca de la casa de San David) que aquí no te llevan la compra a domicilio (y como soy una damisela de la Madre Patria, obviamente subnormal, no reparé en que hay una parada de taxis a la que se puede ir con el carrito del supermercado). Así que volví a casa cargada hasta las orejas y agrediendo a todos los santiaguinos que tenían la mala suerte de cruzarse conmigo con el palo del «escobillón» (escoba) que Darling me había pedido.  Yo en otra vida tuve que ser mula de carga, no me cabe duda…

Pero bueno, esto no son más que las turbulencias acostumbradas cuando una cambia de país de residencia, así que en general, todo bien.

Aunque seguro que acabé mis días de mi anterior vida de mula de carga devorada por mis dueños cuando alcancé la vejez…

El olor de nuestra vida

Los diplos somos tuaregs errantes que nos empeñamos en recorrer el mundo con metros cúbicos a cuestas, aprovechando que la mudanza es algo que el Ministerio aún no nos recortó. Nos sometemos pacientemente al suplicio de poner patas arriba nuestros pequeños universos domésticos cada 3-4 años, y aguantamos con paciencia (los ansiolíticos son buenos aliados) el ver desmontada periódicamente nuestra cama y quedarnos sentados en el suelo del que ha sido nuestro hogar, rodeados de paredes frías desnudas…

Mi suplicio empezó el viernes. Recién llegada de España, ya sabía que no tendría tiempo de despedirme nuevamente de mi hogar, tal y como lo conocí en los últimos 4 años, así que antes de irme ya había pasado por la ceremonia del adiós, acompañada de amigos que fueron viniendo en tandas durante toda una tarde. Ellos también tenían que despedirse, de los objetos claro está, de los trastos mudos que durante cuatro años atestiguaron risas, conversaciones, bailes, alguna que otra lágrima y pensamientos. Los trastos nos acompañan, merecen nuestro respeto, yo digo sin rubor que mi lavavadora y mi Thermomix son mis amigas (con el lavavajillas la cosa ha estado siempre en términos más fríos, y de ahí que me decidiera a venderlo antes de irme)… por eso es estresante verlos ser embalados, envueltos, empacados, arrancados de su lugar y puestos en un camión para recorrer miles de kilómetros antes de encontrar un nuevo hueco en nuestro universo doméstico particular.

Los operarios de las empresas de mudanzas son hormiguitas incansables. Yo pensé que pasarían todo el viernes con el salón y comedor, pero en apenas dos horas habían terminado y se dirigieron seguros a la cocina, en donde de nuevo pensé que se quedarían ya el resto del día, y que yo tendría entonces tiempo de enfrentarme con cierta calma a un suplicio añadido: seleccionar lo que nos vamos a llevar en las dos maletas que nos acompañarán en las semanas que viviremos en nuestro nuevo destino sin casa y sin enseres. Pero apenas tuve unas horas, en seguida se acercaron amenazadores a mi zona más privada de la casa, qué embalamos ahora, y poco a poco les tuve que ir dando pedazos de mi vida, como carnaza a leones, ahí podéis empezar con los libros, mi música, mis comics, mi mesa, mis lámparas, mis cuadros, no, no toquéis aún las cajas con ropa, aún no me decidí… pero fue inútil, tuve que ir transigiendo, las cortinas, las fotos, el espejo, las sábanas, las toallas, todo iba desapareciendo en pilas y más pilas de cajas, mientras yo intentaba aún decidir si era muy desubicado aterrizar en Santiago con sólo 5 pares de zapatos… en segundos mi vida era devorada por esas termitas, esto se queda o lo embalamos, preguntaban una y otra vez, y yo desesperada ante el cúmulo de absurdos que uno apila durante cuatro años de vida… (Señores del Tribunal Penal Internacional: ¿para cuándo la erradicación de la faz de la tierra de los mercadillos artesanales…?!!!!)

Señora, gritó uno, mire que la guitarra está muy rota… yo sonreí tiernamente al contemplar mi guitarrita, y con cariño fui a explicarle al muchacho, sabes por qué es normal que esa guitarrita esté para el arrastre… pero me detuvo su mirada franca, el tipo tenía clara la respuesta: «porque te la compraste de niña, y eres vieja», lo que redujo mi ya atribulado ánimo al nivel de las Marianas… menos mal que luego cacé al mismo muchacho aprobando con sonrisa traviesa la caja con mi ropa interior y lanzando miradas fugaces a mis tetas, lo que me alivió un poco.

Y finalmente se fueron. Ya no queda nada, todo envuelto y empacado. Sólo quedó mi cama, último bastión, negociado de antemano con la empresa de mudanzas, que espera hasta el último día para arramblar con ella. Ahora lamento no haberme quedado con unos tacones negros que van con todo, por si tengo algún evento de noche formal en mis primeras semanas de trabajo, pero ya es tarde, las cajas ya están selladas y numeradas, clasificadas amorosamente con colores, y sólo tengo opción a estas alturas de decidirme entre los bolsos y los abrigos. Nada de recuerdos, tengo compañeros que cargan sus maletas de fotos y demás elementos sentimentales, temerosos de que su contenedor acabe en el fondo del mar, o despeñado por un precipicio, unos zapatos siempre pueden sustituirse, la foto de boda de tus abuelos, no. Pero yo soy una optimista nata y quiero pensar que volveré a ver mi guitarrita al otro lado de los Andes en unas semanas, así que sólo llevo ropa en la maleta. Y el portátil y el iPad, obvio, tonterías las justas.

La primera vez que entré en mi casa montevideana, decenas de cajas se apilaban contra las paredes desnudas, eran los trastos de mi predecesora, de quién heredé la casa. Y ahora que me voy, vuelve a acompañarme el mismo decorado. Allá donde haya un diplo, habrá una caja de cartón. Como bien dijo mi amiga Miryam, de paso este finde por este lado del río de la Plata para comprar unas sillas Le Corbusier (más trastos…), este olor a cartón fresco de embalar, es el olor de nuestra vida…

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