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Razones para amar Breaking Bad

Vale, tenía a Breaking Bad en el radar de series que debía ver, pero la verdad es que siempre encontraba razones para no empezarla, entre otras cosas porque me habían comentado que era muy violenta y desagradable. Hace unas semanas, ST se empeñó en que viera un capítulo, que no me impresionó mucho. Luego vimos otro. Y otro. Creo que fue al cuarto o al quinto que me empezó a enganchar y caí rendida a lo que ST llama «efecto Breaking Bad»… Y ahora, semanas después, ya terminada, tras una última temporada de infarto en la que me obligué a ver solo un capítulo por noche para aumentar la emoción, me atrevo, modestamente, a enumerar las razones por las que he AMADO Breaking Bad.

(A partir de aquí, spoilers a tutiplén, no sigas leyendo si no quieres que te destripe la serie)

  1. Porque es una serie con coherencia hasta el final. Es una característica de las series de calidad del S.XXI. Antes los guionistas no se planteaban un final, o al menos no desde el principio. Aguantaban la trama mientras había audiencia. Ni siquiera Twin Peaks: la serie siguió, de forma penosa, después de desvelarnos quién había matado a Laura Palmer. Yo creo que esto cambió con Lost, con esa fantástica última temporada en la que se nos remitía a incógnitas de los primeros episodios. Breaking Bad es así: todo tiene sentido al final, y disfrutas el darte cuenta de que el guionista tenía claro desde el primer episodio cómo iba a terminar la historia. La misma coherencia que se disfruta en Como conocí a vuestra madre.
  2. Porque es una historia ética. Vivimos en un mundo cada vez más falto de valores morales laicos, los únicos que siguen dictando lo que está correcto y lo que no, son los religiosos. Pero los que no seguimos una religión concreta estamos cada vez más huérfanos de direcciones éticas. Y películas y series glorifican de forma distinta al pillo, al ladrón, al asesino (y si es caníbal, mejor). Una especie de obsesión por mitificar y dotar de fascinación al Mal, que tuvo su gracia al principio, pero ya agota. Breaking Bad no es así. Aquí todos los que han hecho cosas mal tienen su propio castigo al final, incluso aquellos con los que has podido empatizar con el paso de las temporadas. Porque asesinar a un ser humano y disolver su cuerpo en ácido está mal. Cocinar drogas sintéticas para que mafias criminales hagan dinero fácil a costa de la adicción humana está mal. Defraudar al fisco y lavar dinero negro está mal. Usar tu permiso de abogado para cometer actos ilícitos está mal. Y no es ya porque sea contrario a la ley, es que está mal. Y los que hacen cosas malas, acaban siendo malos, que es definitiva lo que le pasa a Walter White (el título significa, literalmente, «volverse malo»). En Breaking Bad no sale un solo sacerdote, y la existencia del alma se niega en un fantástico diálogo  («aquí no hay nada más que química»)  y sin embargo es una de las series que más presente tienen en todo momento los clásicos conceptos del Bien y el Mal. Reconfortante, en estos brumosos inicios de S.XXI.
  3. Porque es una serie quijotesca. Walter White, como Alonso Quijano el Bueno, frisa la edad de cincuenta años, y decide reinventarse del todo, e iniciar una vida de aventuras. Se inventa un nuevo nombre, recibe más palos que una estera, y aunque termine siendo malo, no hay que olvidar que al principio es bueno. Y, para mí la similitud más clara, elige como compañero de viaje a un Sancho Panza cómico, simplón, algo bobalicón, dotado de una fortaleza moral básica pero a prueba de balas: Jesse Pinkman termina la historia llorando (literalmente) cada una de sus malas acciones. Como en el Quijote, la dinámica entre Walter y Jesse, entre dos caracteres tan distintos, es uno de los mayores atractivos.
  4. Porque es una serie de hombres… con mujeres cabreadas de vivir en un mundo de hombres. Los hombres copan los personajes principales, es en definitiva la historia patriarcal de un hombre que se empeña en proveer de riqueza a su familia, sin tener en ningún momento en cuenta la opinión de ésta. Skyler es un personaje secundario, pero fascina su empeño en no serlo. No está contenta con su papel de esposa complaciente, y Walter tendrá que pelear con ella a cada momento, porque ella no se resigna. Y eso es lo fantástico: siendo una serie que desde luego no cumple el Test Bechdel no por ello es machista. Refleja un mundo en el que los hombres se comportan como se supone que se tienen que comportar los hombres de acuerdo a los valores patriarcales de toda la vida: son dominantes, temerarios, empecinados, reservados, antes se arrancan la piel a tiras que demostrar sus sentimientos, los que lloran son ridiculizados, defienden sus posturas con agresividad, cuando no con pura violencia, y actúan de acuerdo con sus propios intereses, en el entendimiento de que esos intereses son los que valen. Pero no es un mundo de hombres felices, de hecho todos los dramas se desencadenan siempre por esa actitud machista: las peleas sin sentido entre Walter y Jesse, la tozudez de Hank, el egoísmo de Walter. Jesse nunca sabrá lo importante que llega a ser para Walter, que su empeño en manipularlo es su mayor muestra de cariño porque es así como trata a toda su familia. Walter Jr nunca sabrá que su padre hizo todo lo que pudo por salvar a su tío. Hank muere por su tozudez en querer pillar a Heisenberg en solitario. Skyler nunca sabrá hasta qué punto su marido es un hombre fiel y enamorado. Todo el dolor del machismo se refleja en su última conversación, cuando él, derrotado y sólo, le confiesa, al fin: «todo lo hice por mí», y no por su familia.

Y bueno, también podríamos añadir que porque es la historia con la que los yanquis adoptan al fin el «cuñadismo» como eje central de una historia. Y porque es una historia bilingüe, de ese bilingüismo natural anglohispano del que tanto podríamos aprender. Todos tenemos nuestras propias razones para AMAR Breaking Bad. ¿Cuál es la tuya?

Breaking Bad

Cómo Walter Quijano White pasa de ser Bueno a Malo

 

 

Hoy va de zombis

Vale, lo reconozco: me encanta The Walking Dead. Para los no entendidos, es una serie estadounidense que retrata un mundo actual que ha sido arrasado por una plaga endémica de zombis, y que sigue las peripecias de un grupo de supervivientes. No es la única serie que me gusta, soy una seriófila empedernida. Tampoco es la única ficción de zombis que me ha gustado, en realidad, me suelen gustar las películas y comics de zombis. Me reí de lo lindo con la versión zombi de «Orgullo y prejuicio». Supongo que en esa dicotomía urbana actual entre zombis y vampiros, yo me decanto por los zombis.

Se preguntarán mis lectores por esa afición. Bueno, hay varias razones. La principal, porque me gusta el modo en que suele verse a unos ciudadanos modernos y civilizados perder la urbanidad y las buenas formas en cuestión de días. Creo que se asemeja a la realidad: en Chile, tras el terremoto de 2010, fue cuestión de unas horas sin luz y agua corriente para que la gente se arrojara a las calles a saquear lo que pillaba. Y no eran los pobres, precisamente, luego salieron a relucir fotos de profesionales acomodados que usaban sus todoterreno de lujo para arrancar las verjas de los supermercados… Así somos, nos comportamos bien, como miembros aplicados de un club, pero en cuanto los cimientos de éste tiemblan ligeramente, volvemos a la vieja y cómoda ley del más fuerte, y en seguida somos capaces de hacer las peores atrocidades para asegurarnos una ración de pan… Pero ojo, también somos capaces de lo mejor: y cuántas veces he llorado en The Walking Dead ante los más bellos ejemplos de heroicidad generosa.

(Spoilers de la serie a tutiplén)

Lo primero que se le cae a la civilización contemporánea, es la igualdad de género. Por eso yo defiendo el feminismo hasta la muerte, porque soy consciente de que la igualdad es una cosa que se pierde al primer chasquear de dedos. Que se lo digan a las pobre iraquíes, sirias y afganas que en los años 70 fueron a la universidad en minifalda. Cuando rige la ley del más fuerte, lo que vale es la testosterona, y ahí es donde se nos fastidia el invento a las mujeres. En la primera temporada de The Walking Dead ya veíamos que en la división de tareas del primer campamento de supervivientes, a las mujeres les tocaba cocinar y lavar la ropa. Qué grandioso ese capítulo en el que las mujeres se quedaban solas en la granja de Hershell, y la petarda de Lori, que siempre estaba mangoneando a todas por aquello de que estaba casada con el líder (y que, significativamente, acabará muriendo al dar a luz) se pone a reprocharle a Andrea que no ayude en la limpieza y en la cocina… Pobre Andrea. Yo siempre fui fan de Andrea, era la representante de las «singles», la Carrie Bradshaw y la Peggy Olsen del apocalipsis zombi. Sufrí con sus ansias de independencia, con su desesperación ante lo poco que contaba en el grupo por no ser madre ni esposa, con sus ganas de aprender a pelear para ser autosuficiente… y con su innata capacidad de elegir al hombre equivocado. Qué hermoso símbolo fue que muriera en brazos de su fiel amiga Michonne, intentando salvar a todos.

Pero mi mujer favorita, la reina de los muertes vivientes, es Carol. Esa ama de casa tímida y maltratada por su marido, que ha acabado convertida en la versión femenina de Rambo, sin perder su maestría en la cocina. Y por supuesto, amo su estilo de pelo corto y canoso, con zapato bajo y rebequitas de lana, nada de minifaldas y de escotes: cuando te pasas la mitad del día matando zombis, el sujetador de encaje se queda en casa. Todas suspiramos por Daryl, pero hasta ahora, la única que lo ha abrazado ha sido ella. Y si no ha habido nada más, tengo claro que es porque, de momento, no ha tenido el más mínimo interés.

Así que he seguido con intensidad las peripecias de Rick y su gente durante los últimos 6 años (que se dice pronto, las series son el mejor ejemplo de lo rápido que pasa el tiempo). Ayer sufrí con ganas con el último capítulo de la temporada 6. Lloré, temblé, sufrí, tomé valerianas y no pude dormir… del enfado. Porque fue de juzgado de guardia.

(A partir de aquí, spoilers de la última temporada a tutiplén)

1. Que Carol haya abandonado a su gente, a su familia, y se haya echado al monte al grito de que no quiere seguir asesinando (porque claro, en el exterior no va a tener que asesinar nada… por eso se carga a 8 tíos cuando no lleva ni 10 kms recorridos), es para matar al guionista. Nuestra Carol no es así. Si querían darle una nueva dimensión ética a su personaje, ok, pero eso se desarrolla con más argumento. Su cara a cara con la pelirroja Paula en el fantástico episodio de mujeres que nos ha regalado esta temporada («Same boat»), iba en esa dirección, pero no fue suficiente.

2. Hemos aprendido a respetar a Rick junto con el resto del grupo. Todos lo aceptamos como líder. Todos estábamos de acuerdo en que ya era hora de que echara un polvo. Y que haya sido con Michonne, pues mejor aún. Pero está claro que la calma post-coital le ha cercenado un poco el raciocinio: a ver, si uno inicia una guerra contra otra tribu, lo mínimo es conocer un poquito a esos enemigos, saber su capacidad, sus posibilidades, medir sus fuerzas antes que tirarse a muerte contra ellos… No tiene sentido lo poco que analizó el primer ataque, ni lo poco que meditó que la primera batalla, la habían ganado con sorpresa (y alevosía: y reconozco que fue muy bueno ver a nuestros héroes matar a traición… no hay nobleza en las guerras de supervivencia). Su cara de lívido terror al caer de rodillas ante Negan era un claro reconocimiento: ¿¿cómo he podido estar tan tonto??

3. Si aún no se ha matado al guionista con el punto 1, desde luego no hay posibilidad de perdón con el modo chapucero con el que despachan a la única doctora de la comunidad. A ver, regla básica de supervivencia del apocalipsis zombi: si solo tienes un médico, no te la llevas a trotar por unos bosques en donde sabes que hay, aparte de zombis, gente muy mala…

4. Claro que es que si algo hemos aprendido últimamente de nuestros amigos del grupo de Rick, es lo mucho que les gusta echarse al campo a los muy puñeteros. ¿Que estás rodeado de malos, vivos y muertos, y por fin tienes un refugio seguro en el que protegerte? Pues nada, abandonas el refugio, te vas de paseo, y dejas tu casa protegida por un cura con buena intención, pero que hasta hace dos capítulos no lograba ni sostener un hacha… Que Daryl se fuera con su moto y su ballesta (parece que estaba deseando que se las quitaran de nuevo) fue de tontos. Que se fueran a buscarlo prácticamente los mejores guerreros del grupo, fue de idiotas. Que a continuación se separaran, fue de subnormales. Y que, finalmente, los pocos guerreros que quedaban para defender Alexandria se fueran de camping en una caravana que no puede superar los 70 por hora (¡y porque habían dejado que les mataran a su único médico!!), nos hizo preguntarnos si no sería que los zombis ya les habían comido el cerebro…

Durante los últimos espantosos 10 minutos de capítulo, lo único que me pedía el cuerpo era gritarle a la pantalla «¡¡¡eso es pasa por tontos del culo!!!!»… qué mal lo pasé. Y que nos quedemos sin saber quién es la víctima de Lucille es un recurso facilón, indigno de los que creemos que esta una serie sobre seres humanos empujados a límites insospechados, y no una mera ruleta de qué personaje se van a cargar en cada temporada…

Pero aún así, reconozco que me sigue gustando la serie, y espero con ansias la séptima temporada. Es lo que tenemos los seguidores de los zombis… nuestra pasión es eterna, aunque huela a podrido.

 

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Siete razones para amar el final de «Como conocí a vuestra madre»

Vale, aviso a todos los que no hayan visto la última temporada de Como conoci a vuestra madre (HIMYM, How I met your mother): ¡¡SPOILERS a tutiplén!!!

  1. El final consigue que la historia tenga por fin coherencia. Como bien dice la hija de Ted, resultaba absurdo contar una historia de amor a una mujer en la que la mujer en cuestión apenas sale. Pero había una razón: porque la historia en realidad no iba sobre el amor de Ted por la madre de sus hijos, sino sobre el amor de Ted por Robin. Y por eso la serie arranca con Ted conociendo a Robin, no a Marshall, a Lily o a Barney. Y así, la serie cuyo final, todos creíamos conocer desde el primer capítulo, consigue finalmente, sorprendernos.
  2. Se ha dicho que Como conoci a vuestra madre era el equivalente de “Friends” del siglo XXI. Puede ser, porque ambas relatan ese momento idílico de la juventud post-universitaria de las tribus urbanas contemporáneas, el de la primera adultez, cuando se tienen pocos compromisos y obligaciones, cuando todo está por descubrir, y los amigos son la antesala de la propia familia. En ambas, los personajes viven en burbujas irreales, en las que el tiempo parece pertenecerles a voluntad, de forma que pueden estar siempre divirtiéndose con los amigos, sin más preocupación de ir a pedir otro café o cerveza a la barra. En ambas, la ficción hizo que esas burbujas se alargaran más de lo que suelen durar en la vida de las personas. Pero sin embargo, “Friends” no se atrevió a sacar a sus personajes de ese hermoso limbo, y la serie concluye con los seis amigos dirigiéndose a tomar de nuevo café, en el sitio de siempre. Quizá por eso ese último capítulo resultó tan olvidable. En contraste, HIMYM se atreve a llegar mucho más allá, hace estallar la burbuja, y durante todo un capítulo final memorable, vemos a nuestros queridos personajes viviendo… en la Realidad.
  3. Todo es real en ese último capítulo, aunque nos duela, aunque nos chirrie, aunque no nos guste verlo, todo casa con la Realidad. Empezando por el final de la historia de amor de Barney y Robin. No resultaba lógico que un juergas pichabrava y una trabajólica, ambos egocéntricos y obsesionados con sus propios proyectos personales y profesionales, tuvieran una relación amorosa duradera. Duele verlo contado en un par de minutos, porque nos hemos pasado seis temporadas enamorándonos de su historia de amor, pero lo bonito es que, a mí por lo menos, no me quedó la sensación de que su historia de amor es un fracaso… sencillamente es una historia de amor preciosa y divertida, que dura, lo que tenía que durar. Hemos soportado durante décadas la insistencia de los guionistas estadounidenses en hacernos creer que la única historia de amor digna de respeto era la que duraba toda la vida, pero ahora, menos mal, parecen haber descubierto que hay historias de amor, gloriosas y memorables, que no duran tanto. Porque el corazón tiene más cuartos que una casa de putas… Quizá por fin leyeron a García Márquez.
  4. No era justo que Robin acabara con Barney. Porque Barney, en definitiva, era el Chico Malo. Aunque nos cayera bien, porque los Chicos Malos suelen ser encantadores de hecho, y él, más que todos. Pero no dejaba de ser un mujeriego mentiroso, sin un ápice de respeto por el género femenino. Durante siglos, las mujeres hemos oído la cantinela del Don Juan redimido por el amor de un Mujer Buena y Distinta (a las demás, que son unas golfas todas). Nos la están contando hasta hoy, mire usted si no las dichosas “Cincuenta sombras de Grey”, pero cualquier mujer con dos dedos de frente sabe que esa historia es una mentira patriarcal y retrógrada. Veremos si finalmente Barney aprende con su hija a respetar a las mujeres. Pero una serie con los hermosos toques feministas que ha tenido Como conocí a vuestra madre no podía terminar con ese cuento (de brujas, que no de hadas).
  5. Era muy lógico que Robin se enamorara del Chico Malo y se aburriera con el Chico Bueno. Primero porque Barney es uno de los personajes más divertidos y atractivos de la televisión de los últimos años, (un Joey mejorado, mucho más atractivo, además de listo y ocurrente) mientras que Ted, en cambio, nos ha exasperado con su romanticismo infantil y sus dudas eternas. Pero sobre todo, porque Robin tenía ventitantos, treintaytantos. Y las chicas a los esa edad “sólo quieren divertirse…”. Tenían que pasar los años, llegar a los cuarentaytantos (quizá el mayor salto cualitativo en la cabeza de una mujer), madurar, librarse de las inseguridades que la llevan a liarse con un hombre con los mismos defectos que su padre, para acabar rechazando a los Chicos Malos (primero con rabia, luego con condescendiente simpatía); para apreciar las virtudes sencillas pero atemporales de los Chicos Buenos; para, por fin, valorar con justicia a Ted.
  6. No es la única que madura, también tenía que hacerlo Ted, que se pasa toda la serie tratando de convertir a la ultra independiente y moderna Robin en la mujer hogareña y maternal que él buscaba. Otro cuento (de brujas, que no de hadas). Del mismo modo que a Barney no lo iba a convertir el Amor de una Mujer Buena y Distinta, a Robin no iba despertársele un instinto maternal a instancias del Amor de un Hombre Bueno y Distinto. Ted también va aprendiendo con los años, de sus fracasos amorosos (las egoístas Stella y Zoey), de los amores que no pudieron ser más largos (Victoria, la sabia repostera), y comprende finalmente que Robin sólo cambiará, si a ella le da la gana hacerlo.
  7. Pero sobre todo, la serie nos entrega un regalo inmenso: la constatación de que, en la Realidad, aunque existan parejas perfectas como Lily y Marshall, no por ello, ese resulte ser el único camino hacia el Amor (con mayúsculas) y la Felicidad. En la Realidad, hay personas que nunca llegan a conocer el Amor, pero aun así pueden ser felices, y hay otras que llegan al Amor, dos, tres, cuatro, muchas veces, con historias más o menos perfectas, pero todas dignas de respeto por lo que significaron mientras duraron. Vamos, que los guionistas estadounidenses han leído a García Márquez. Y es lo que le pasa a Ted, que tras muchas historias, acaba teniendo un Amor Perfecto, con una chica encantadora con la que funda la familia que tanto anhelaba. Y luego además, tiene un Amor Romántico, con la Chica Soñada, a cuya puerta acaba volviendo a golpear, tras años de paciente espera.

 

Y por todo esto, esa imagen final de Ted bajo la ventana de Robin, con el dichoso cornetín azul, con la sonrisa segura del que sabe que esta vez no va a ser rechazado, es un final redondo, pero también sorprendente. Lógico, pero también novedoso. Real, pero también muy romántico. Y también, por qué no, legen… dario.

como conocí a vuestra madre

… y fueron felices y comieron perdices…

Iba yo tan rícamente hace unos días paseando por Chicago (sí, Chicago), cuando de pronto se me apareció un espíritu con la cara  de Katherine Heigl. Lo juro, era igualita. Sí, la actriz que interpretaba a esa petarda que no tenía otra cosa que hacer en la vida que ser dama de honor de 27 amigas suyas, en la eterna espera de encontrar marido. El espíritu con cara de Katherine Heigl me miró sonriendo y me dijo: «querida, paseas sola, es Chicago, hace un sol divino de otoño, luces preciosa y juvenil, pero sencilla, nada escandalosa, qué gorrito de lana tan monísimo… está claro, hoy conoces al Hombre de tu Vida… sí, es hoy, hoy toca… será un hombre espectacular, con el físico de James Mardsen, Gerald Butler o Edward Burns… Hugh Grant está algo más pasado de moda… tendréis un encuentro casual, quizá accidentado que te haga enfadarte con él al principio, pero la química será tan fuerte que no podrás resistirte… eso sí, tardarás en aceptar que es el Hombre de tu Vida, y desde luego no lo besarás en seguida… no, no porque compartas habitación de hotel con tu prima, sino porque has sufrido muchas decepciones en el amor y tienes miedo de volver a enamorarte y sufrir… es posible que él también tenga miedo de volver a enamorarse y sufrir… que no, que aunque eches a tu prima del cuarto, que no lo vas a besar en seguida… y luego te lo encontrarás de nuevo en Chile, y ahí seguirás con el miedo a enamorarte y sufrir, por lo que seguirás sin atreverte a dar el paso, pero finalmente, tras una conversación reveladora con tu Mejor Amigo Gay, te darás cuenta de que debes apostar para ser feliz y correrás tras él… vuestro primer beso será en público y todo el mundo alrededor aplaudirá. Os casaréis, seréis felices, tendréis muchos hijos y comeréis muchas perdices» Y así, el espíritu con cara de Katherine Heigl desapareció. Y yo lo supe. Con total seguridad. Mi día perfecto en Chicago tendría una falla porque desde luego no iba a conocer al Hombre de mi Vida, no me iba a casar con él ni iba a tener muchos hijos, así que nunca sería un día totalmente perfecto. Tenía que asumirlo: soy una víctima más de las comedias románticas de Hollywood.

Es alucinante que lo sea porque no soporto las comedias románticas de Hollywood y me niego en redondo a ir a ver una voluntariamente. Pero aún así, se te cuelan en tu vida: sufres insomnio en un avión y te está poniendo una, o te equivocas y te metes en la sala equivocada del cine, o vas con un grupo grande a ver otra película, no hay entradas, y de una manera absurda la mayoría decide ir a una comedia romántica (la democracia está sobrevalorada en las relaciones de amistad), o estás enfermo en casa viendo la tele, se le acaba la pila al mando a distancia y no puedes cambiar de canal, o estás prisionera en Guantánamo, etc, etc. En fin, que hay múltiples maneras de que una acabe viendo una comedia romántica de Hollywood en contra de su voluntad. Y yo las odio, porque de forma inconsciente, influyen en mi vida…

Antes de seguir, que quede claro, por «comedia romántica de Hollywood», me refiero a esas historias protagonizadas por una treinteañera urbana, con gran éxito profesional y buen nivel socioeconómico, pero que por supuesto es profundamente desgraciada porque está soltera y sin hijos, cuando todo el mundo sabe que la única fuente de felicidad final de una mujer son el marido y los hijos. La película cuenta como conoce al Hombre de su Vida, cómo no se quiere dar cuenta porque ha sufrido muchas decepciones y tiene miedo de volver a enamorarse y sufrir, pero cómo finalmente decide abrir su corazón. Y se casan, son felices, y comen muchas perdices.

A mí las comedias románticas de Hollywood me ponen nerviosa porque añaden un punto de amargura o de simple cabreo a mi vida. Lo de Chicago no es más que un ejemplo, hay otras ocasiones… por ejemplo, las comedias románticas hacen que mis días asquerosos sean aún más asquerosos. Todos tenemos días malos, días asquerosos, días en los que uno debió quedarse en la cama. Yo últimamente los llamo «Días Dracarys», en homenaje a Danaerys de «Juego de Tronos», que cada vez que se cabrea grita «dracarys», y cualquiera de sus tres dragones, o los tres a la vez, chamuscan al subnormal con pintas que la ha cabreado. Yo en esos días asquerosos me encantaría gritar «dracarys», y chamuscar a un subnormal con pintas, cualquiera de los muchos que una se cruza en un día asqueroso. Y el no tener ni tres, ni dos, ni un dragón al que gritar «dracarys» es factor de mosqueo añadido…

Pero esos días asquerosos suelen ser los escenarios favoritos de las heroínas de las comedias románticas para conocer a sus respectivos Príncipes Azules. Ellas suelen toparse con el Hombre Ideal en medio de un día horrible, pero como están inmersas en su amargura, no se dan cuenta, de hecho son las únicas que no se dan cuenta,  porque todos los espectadores en el cine, las moscas que revolotean por la sala del cine, las cucarachas que escarban en la basura del cine, todos tienen clarísimo que el subnormal que normalmente una querría chamuscar si tuviera dragones, es el Hombre Ideal de la heroína. Sólo ella no se da cuenta, básicamente porque es idiota, más todavía que el subnormal, porque aunque sea una mujer con carrera profesional, no tiene marido ni hijos, así que algo de discapacitada debe de tener… cómo supera su incapacidad fundamental y se acaba dando cuenta, es el resto de la película.

Pues bien, yo por culpa de las comedias románticas de Hollywood me cabreo aún más en un día asqueroso. Yo llego a casa en plan, bien, hoy me peleé con mi jefe, me peleé con la mitad de mi equipo, me peleé con mi padre, se fue la luz antes de que pudiera guardar el informe infecto con el que llevo 3 días peleándome, el internet ha ido de pena y por eso no entró ningún correo a tiempo y mañana me esperarán todos, una niñata esquelética en una tienda miró con superioridad mis muslos antes de anunciarme que no tenía pantalones de mi talla, al meter el coche en el garaje lo rallé contra esa maldita columna que se cambia de sitio todos los días, en mi nevera sólo hay un cartón de leche caducado, ninguna amiga coge el teléfono, me hice una rozadura en el pie y no encontré una maldita tirita (curita) en todo el planeta así que estoy cojeando, no tengo ningún dragón al que gritarle «dracarys», y encima NO HE CONOCIDO A MI PRÍNCIPE AZUL…

Luego está el hecho de que las comedias románticas de Hollywood me hacen pensar que no tengo los amigos adecuados, particularmente los amigos gays adecuados. Yo tengo amigos maravillosos, y los amo. Muchos de ellos son gays, por cierto. Todos mis amigos me apoyan y están ahí cuando los necesito, pero las comedias románticas a veces me hacen sentir que no hacen lo que tendrían que hacer. Las protagonistas de las comedias románticas siempre tienen un Mejor Amigo Gay (a veces su vecino, a veces su compañero de piso) que no parece tener nunca mejor cosa que hacer que esperarla en casa con uno tarro de helado de chocolate para consolarla. El Mejor Amigo Gay es monísimo y elegante, da consejos amorosos que normalmente incluirán una frase de una canción de Barbra Streisand o de Madonna, no tiene vida propia, por lo que si hay que coger un avión para ir a otra ciudad a escuchar los gritos histéricos de la protagonista, lo hará, y, lo dicho, siempre tienen un tarro de helado de chocolate en la mano,es como los uruguayos con el mate, se podría decir que salieron del útero materno con el tarro de helado de chocolate en la mano. A veces hay variaciones, una bolsa de patatas fritas, una botella de vodka, (hubo un tiempo que era un paquete de cigarrillos pero eso ya está prohibido). Pero el Mejor Amigo Gay nunca tiene otra cosa en la mano, no sé, un libro o una azada para cavar…

Hay una variación al Mejor Amigo Gay: la Mejor Amiga Chistosa. La Mejor Amiga Chistosa suele ser más patética aún, está clarísimo que no tiene vida propia por lo que realmente la única razón de su existencia es escuchar los llantos de su amiga protagonista (normalmente en un café super mono o en unos grandes almacenes probando perfumes), suele estar gorda (a diferencia de a la protagonista y al Mejor Amigo Gay, a ella sí que le engorda el helado de chocolate, las patatas fritas y el vodka), y sus consejos irán de la amargura profunda, a la filosofía de Corín Tellado. Pero desde luego su intervención será decisiva para que la protagonista se de cuenta de que debe de dar el paso y abrir su corazón a pesar de haber sufrido muchas decepciones y tener miedo de volver a enamorarse y sufrir.

Pero si hay algo que me irrite más que el hecho de que mis amigos maravillosos sean infectados por la duda insultante de si esos clichés patéticos serían mejores compañeros de vida, es que las comedias románticas también han infectado mis viajes en solitario. Yo llevo mucho tiempo viajando sola. Empecé a los 17, desde París me fui a Holanda, a visitar a unos amigos de mi familia, y desde entonces no he parado, me gusta viajar sola, también me gusta viajar en compañía, pero viajar sola siempre me ha divertido. Hasta que un día que estoy subiendo fotos a Facebook de una última escapada en solitario, un amigo me comenta «desde Comer, Rezar, Amar, está el mundo lleno de tías viajando solas..»… y desde entonces mis maravillosos viajes solitarios han quedado tintados de la sospecha de que si no como cual gorda feliz (pero sin engordar), si no rezo cual monja budista feliz, y, lo más importante, si Javier Bardem con camisa de lino dejando adivinar pectorales no aparece y me consquista, de forma que yo abandone mis temores por haber sufrido muchas decepciones de volver a enamorarme y sufrir, mi viaje habrá sido un fracaso.

En definitiva, lo más irritante de las comedias románticas de Hollywood, es que Hollywood inventó estas comedias en los años 30, pero lo hizo con una Rosalind Russell quedándose con un egoísta y encantador Cary Grant, pero porque este le divertía más y le ofrecía un futuro profesional aparte de amor; con una Katherine Hepburn obligando a Cary Grant (todas tenía que ligarlas el pobre) a pasearse con un tigre a cuestas durante toda una noche antes de que él aceptara que ambos estaban hechos el uno para el otro; con una Barbra Stanwyck subiéndose a un par de libros para alcanzar a Gary Cooper y poder plantarle un beso sin pedirle permiso y sin preocuparse de las consecuencias (porque si tienes a Gary Cooper delante, lo besas sin ponerte a pensar en que vas a volver a enamorarte y sufrir, lo besas y punto, leñe); y con una Lauren Bacall volviendo loco a Humphrey Bogart con un «si me necesitas, silba…» Y 80 años más tarde, Hollywood nos planta a Sandra Bullock arrodillada pidiendo matrimonio a un pazguato, a Drew Barrymore convocando a toda una cancha de fútbol como única forma de conseguir que la bese alguien, a las inteligentes y divertidas protagonistas de «Sex and the City» convertidas en unos mamarrachos infantiles inseguros con la menopausia, a Cameron Díaz renunciando a ser arquitecta para casarse, a Julia Roberts haciendo el idiota para agenciarse tipos que desde luego NO son Cary Grant ni Gary Cooper… ¡y además incluso nos dicen que todo eso representa el feminismo del siglo XXI…!

Chicas, ¿qué coño nos ha pasado…?

 

Levantando sospechas

Cena de amigos. La conversación transcurría con normalidad (yo asegurándome de que nadie pase por alto que los Borbones son de origen francés), cuando de pronto, inesperadamente, el tema giró y nos encontramos hablando de amores. Yo me irrité, es muy deprimente hablar de amores cuando tienes un par de parejas homosexuales delante. Porque sí, lo confieso, tengo envidia de los homosexuales, y del modo en que van escalando posiciones en el panorama sentimental.

Antes, lo que una envidiaba de los gays, era el sexo libre y frecuente. Los gays siempre parecían tener una facilidad para arrejuntarse con cualquiera en cualquier lado, aún recuerdo mi estupefacción cuando mi compi de piso en Madrid salió un día a correr por el parque, y volvió tan contento porque había ligado con otro corredor, y ambos se lo habían montado felices como conejos tras unos matorrales. Yo cuando salgo a entrenar lo único que consigo es mala conciencia por lo pronto que me canso, además de que me ladren los perros con que me cruzo… Pero había un monopolio que las heterosexuales detentábamos sin discusión y era el del amor eterno. Los gays follarían mucho, pero a la hora de encontrar una pareja estable, ganábamos. Pues bien, hasta en eso nos ganan ahora: «lo conocí en un almuerzo de trabajo», «fui a una cena de compromiso que me apetecía cero, y acabé conociendo al amor de mi vida», «un día paseando, nos cruzamos por la calle y ya nunca más nos separamos»… sí, todas esas historias dignas de guión de Hollywood, son las historias de amor de mis actuales amigos gays, todos felizmente emparejados, todos protagonistas de historias como las que antes interpretaban Rock Hudson y Doris Day, y que ahora interpretarían… bueno, Rock Hudson y Doris Day, en realidad.

Mientras tanto, las chicas de la cena nos enfrentábamos a nuestra triste realidad actual: «Yo no levantamos ni sospechas» dijo una (no digo su nombre… pero es una amiga argentina, y morocha, y vive en Chile desde hace tiempo… vamos, que era Marisol). «Levantar» en rioplatense = «ligar» en español de España. Y no lo traduzco al chileno, porque no tengo ni flowers de cómo se dice en chileno, lo cual es indicativo de mi vida amorosa en en el Santiago bip!, así que para qué extenderse… Pero en mi caso hay una razón, como quise explicar a los allí presentes: es el pacto que hice con Zeus y el destino, a cambio de tener siempre asegurado encontrar aparcamiento.

A ver, «flashback» al estilo de «Cómo conocí a vuestra madre»: verano de 2010, una noche en La Barra de Punta del Este. Yo en el coche con Ifat y Fabiana, dando vueltas como locas, buscando un lugar en donde soltar el coche. Cualquiera que haya estado en La Barra de Punta del Este en enero, se carcajeará imaginando nuestra situación. Yo juraba en arameo, mientras Fa e Ifi respondían frenéticas a mensajes de texto de tíos que preguntaban por qué no habíamos llegado aún a la fiesta a la que se suponía debíamos llegar. Antes, aquella noche, durante la cena, las tres habíamos intercambiado nuestros deseos para el Nuevo Año, lo típico, como afortunadamente teníamos salud y tampoco es que estuviéramos mal de trabajo, nuestras peticiones se habían centrado en el amor. Pues bien, tras pasar por el mismo sitio por quinta vez sin tener visos de poder soltar el coche en ningún lado, cuando empezaba a plantearme si dejarlo en Montevideo y caminar desde allí a La Barra, lo dije, en voz alta y sonora: «pues mi deseo de Año Nuevo no es encontrar a un tío, es encontrar aparcamiento de una p… vez!!!!» Y entonces, APARECIÓ. El hueco más increíble del mundo, en plena calle principal de La Barra, a pocos metros del lugar de la fiesta. Científicos de la NASA tendrían que haber ido allí para dejar constancia del paranormal fenómeno… y así, se selló mi destino, que empezó aquella misma noche: Ifi y Fa «levantaron» como locas, mientras que yo contemplaba mi coche líndamente estacionado… Decenas de personas posteriormente han podido atestiguar el hecho: parkings atestados de centros comerciales en sábado, calles en horario de cierre de oficinas, barrios en plena efervescencia nocturna, yo siempre encuentro aparcamiento. Aparecen así nomás… y como bien saben mis amigas orientales, mi vida sentimental en Uruguay fue un páramo desolado y aquí en Chile ni siquiera sé cómo se dice «ligar».

«La solución es muy sencilla» apuntaron los comensales de la cena, una vez concluido mi relato. «Sencillamente tienes que renunciar a tu privilegio de aparcamiento»… Yo empecé a temblar, ¡¿renunciar a mi privilegio?! ¿Ahora, que por fin parece que llega mi coche, tras toda una travesía oceánica y un periplo burocrático de casi 5 meses, ahora que desembarcó en Iquique desde donde me manda fotitos saludando, ahora que parece que «al tiro» me llega (un par de mesecitos más, vamos)…? ¡¿Ahora voy a renunciar a mi privilegio?! …

Porque sí, amigos lectores, no se escandalicen ni asombren: pertenezco a una generación de mujeres descreídas, que ya hemos superado la fase del cuento de hadas y del reloj biológico, y a estas alturas, con una mochila de situaciones embarazosas y de relaciones que una jura no haber tenido en realidad, de llamadas de teléfono y mensajes de texto sin respuesta, de puñadas certeras al corazón y de llantos frustrantes, de confusiones y señales mal entendidas, pues bien, una ya no sueña con que la espere en casa el Príncipe Azul de Cenicienta, sino, como bien dice mi amiga Maria Inés, el mayordomo de Batman.

Que obviamente era gay, pero eso ya no importa.