Pedro e Inés, una historia de amor chilena (II)

Vale, nos dejamos a Pedro y a Inés todo ocupados fundando la ciudad de Santiago y decapitando indios. Tras la última incursión de éstos, la ciudad había quedado hecha unos zorros, cuentan las crónicas que sólo quedaban dos chanchos y tres pollos y un puñado de trigo que Inés había guardado. Ella misma, toda hacendosa, se encargó de cultivar el trigo, reservar la cosecha para sacar más y criar a los animales para que se reprodujeran. Mientras tanto, Pedro se dedicaba a conquistar tierras a los araucanos (a treinta años que peleo con diversas naciones de gente e nunca tal tesón he visto en el pelear… relataba él mismo), y fundar nuevas ciudades (La Serena, en honor a su pueblo natal, Valdivia, Concepción…). Luego le escribía al Emperador con las novedades, y en una carta dibuja un entusiasta cuadro de Chile:  

Y para que haga saber a los mercaderes y gentes que se quisieren venir a avecindar, que vengan, porque esta tierra es tal, que para poder vivir en ella y perpetuarse no la hay mejor en el mundo. Dígolo porque es muy llana, sanísima, de mucho contento. Tiene cuatro meses de invierno, no más, que en ellos, si no es cuando hace cuarto la luna, que llueve un día o dos, todos los demás hacen tan lindos soles, que no hay para qué llegarse al fuego. El verano es tan templado y corren tan deleitosos aires, que todo el día se puede el hombre andar al sol, que no le es importuno… 

Corría el chiste en Santiago de que la mejor calefacción era la carta de Valdivia, «esa que dice que aquí en invierno no hace frío…» No hay mención a los temblores, quizá porque Zeus (que, insisto, es español) mantuvo quietita la tierra durante las primeras décadas de los españoles por estos pagos, que sólo tuvieron la fortuna de conocer esta entretenida faceta del país en 1570, con un terremoto sencillo que destruyó por completo la ciudad de Concepción.

Pero lo que estaba claro es que la empresa de Pedro en Chile iba viento en popa, y por fin, tras muchas idas y venidas, acusaciones, viajes a Perú, intrigas y conspiraciones, consiguió ser nombrado Gobernador de Chile… en lógica, Inés tendría que haber sido nombrada «gobernadora», pero eran otros tiempos y de hecho, como fruto de algunas de las inquinas de cortesanos rencorosos con el poder de la pareja, la Iglesia finalmente tomó cartas en el asunto: nadie ignoraba que Inés no era la sirvienta de Pedro, sino que ambos estaban amancebados (me encanta esta palabra), por lo que en un momento determinado, se les exigió que pusieran fin a la situación, y que la esposa legítima de Pedro viajara desde España para instalarse en Chile. Pedro cedió finalmente, y casó a Inés con uno de sus capitanes, Rodrigo de Quiroga. He leído en algún sitio que Pedro obligó a Rodrigo a aceptar una exención de sus derechos conyugales, pero yo no me creo que, tal y como estaba el patio con las autoridades eclesiásticas, pusiera por escrito algo tan contrario a las normas religiosas sobre el matrimonio… sí que me creo en cambio que Pedro le montara a Rodrigo una despedida de soltero en algún «café con piernas» de entonces (nota para los no chilenos: un «café con piernas» es un café típico del centro de Santiago, en el que las camareras llevan minifalda para que los parroquianos puedan verles las piernas al tiempo que se toman un café… sí, como lo leen…) y que en un momento determinado se lo llevara a un aparte y le dijera, oye Rodrigo, guapo, en la noche de bodas, yo te recomiendo vivamente que te vayas a dormir al sofá… y también me creo que Inés se acostara con la espada que usó para decapitar a Quilicanta al lado, por si a Rodrigo le entraba un calentón en mitad de la noche… vamos, que estoy segura de que Pedro e Inés fueron amantes hasta el final.

Porque sí, llegamos al final de esta historia de amor chilena: la muerte de Pedro. Y aquí entra en escena un niño mapuche capturado por los españoles tras una victoria en la Guerra de Arauco: Lautaro. Pedro le tomó cariño y lo hizo su paje personal, lo educó, le enseñó a montar a caballo, a disparar armas, y solía confiarle sus estrategias de combate. Puedo imaginarlo en las largas noches en el campo chileno, contando a ese niño sus planes, confidencias, sueños, proyectos… Lautaro correspondió a estas muestras de confianza y afecto, fugándose y haciéndose proclamar «toqui» de los araucanos, iniciando la ofensiva definitiva contra Pedro. Hay historiadores que resaltan que Lautaro quedó traumatizado tras atestiguar un ataque español contra los araucanos y el modo horrible y cruel con el que castigaron a los prisioneros, pero yo pienso que igual la cosa también pudo ser como Theon Greyjoy criado en Winterfell y rencoroso contra los Starks, que, aunque fueran buenos con él, no dejaban de ser los que lo habían secuestrado y mantenido a modo de rehén en contra de la voluntad de su propia familia. Los niños sacados a la fuerza de su hogar suelen guardar suficientes rencores ya de por sí, sin necesidad de buscar razones añadidas.

El caso es que Lautaro acabó ganándole una batalla definitiva a Pedro (que no la Guerra de Arauco, que se alargó hasta el final de la Colonia española y se mantuvo latente ya con el Chile emancipado), y lo mató. Hay versiones distintas sobre su muerte, se dice que los mapuches le arrancaron el corazón y se lo comieron, pero ahora he conocido a chilenos que me dicen que son historias trasplantadas de los aztecas, que la historia popular tiende a igualar a todos los indios de América, cuando en realidad no se tiene constancia de actos de canibalismo por parte de los mapuches. Pero si es bastante probable que la muerte de Pedro no fuera rápida, sino que tuviera su dosis de tortura previa: los araucanos no estaban precisamente faltos de razones de las que vengarse del líder del ejército de hombrecitos barbudos que habían llegado a echarlos de sus tierras. Pero yo aquí voy a abandonar la corrección objetiva de los buenos historiadores y voy a ser sincera (again!): cuando aprendí esta parte de la historia en el colegio, confieso que toda mi empatía fue hacia Pedro. El responsable de ello es un chileno, Pablo Neruda, que escribió unos versos estremecedores sobre los últimos momentos de Pedro, que se me quedaron grabados:

Pensó en Extremadura pedregosa, en el dorado aceite,
en la cocina, en el jazmín dejado en ultramar.

Reconoció el aullido de Lautaro.

Las ovejas, las duras alquerías,
los muros blancos, la tarde extremeña.

Sobrevino la noche de Lautaro.

Sus capitanes tambaleaban ebrios de sangre,
noche y lluvia hacia el regreso.

Palpitaban las flechas de Lautaro.

De tumbo en tumbo la capitanía
iba retrocediendo desangrada.

Ya se tocaba el pecho de Lautaro.

Valdivia vio venir la luz, la aurora, 
tal vez la vida, el mar.

Era Lautaro.

 
No tengo por tanto mucho interés en indagar cómo fueron los últimos momentos de Pedro, y prefiero no pensar en el dolor de Inés. Veo el Chile actual, en donde es rara la ciudad que no tenga una calle o plaza dedicada a Pedro y son varias las que también recuerdan a Inés… Quizá los chilenos ven en ellos a los dos primeros europeos que creyeron en Chile y en su potencial.

Y yo, que en el fondo soy una romántica incorregible, me quedo con la imagen de Pedro e Inés bajo las estrellas de Atacama. El cielo estrellado de Atacama es el mejor cielo estrellado del mundo, (hay constancia científica de esto, por eso los mejores telescopios están en Atacama), y seguro que ellos fueron de alguna manera conscientes del privilegio de pasear bajo esas estrellas. Los puedo ver, caminando cogidos del brazo, pensando en el largo camino recorrido desde Extremadura, y felices de haber alcanzado, al fin, horizontes de grandeza.

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