Pedro e Inés: una historia de amor chilena

Esto era una vez un chico llamado Pedro, que conoció a una chica llamada Inés. Se enamoraron al instante, se arrejuntaron, y fueron felices, y conquistaron un nuevo territorio americano para la Corona de España, para lo que atravesaron el desierto más seco del mundo, ahorcaron insurgentes, ganaron batallas con ayuda del Apóstol Santiago, decapitaron indios, se enfrentaron a la Iglesia, y supongo que también comieron perdices. Una historia de amor común y corriente, vamos.

Pedro de Valdivia conoció a Inés Suárez en Cuzco, en torno al 1538, él estaba a las órdenes de Pizarro, y ella había conseguido unos terrenos por ser viuda de un soldado español. Los dos eran extremeños, jóvenes, atractivos y audaces, yo me apuesto que se liaron en seguida, pasando tres pueblos de que Pedro tuviera esposa en España, y a pesar del peso de la religión del momento: América era una burbuja en ebullición, y el océano Atlántico era mucho más grande en aquella época. Por aquel entonces, Pedro había recibido unas minas de plata en el Potosí, en premio a sus servicios, y como dije, Inés también estaba bien establecida, otros se hubieran quedado quietitos explotando sus propiedades, pero ellos estaban hechos de otra pasta, y buscaban más. Pedro, en concreto, se había empecinado en conquistar los territorios al sur del desierto de Atacama, que los indígenas conocían ya como «Chili»… Nadie entendía a Pedro, absolutamente nadie en el Virreinato del Perú veía el más mínimo interés a esta tierra considerada hostil, agreste, sin riquezas conocidas, y que encima se ponía a temblar cada poco. «No había hombre que quisiera venir a esta tierra, de la que como de la pestilencia huían» reconoció el propio Valdivia por carta el Emperador Don Carlos. Pero Valdivia, como buen extremeño terco, insistía en que «Chili» tenía posibilidades de establecer explotaciones agrícolas, y que no estaba enteramente probado que el territorio no contara con riquezas naturales. La realidad era más idealista, lo cierto es que Pedro estaba cansado de ser un encomendador más en Perú, y buscaba hacer Historia con mayúsculas («Dejar fama y memoria de mí«), y las terribles historias que le llegaban del «tan mal infamado» Chile, no hacían sino animarlo: cuanto más complicada fuera la empresa, más mérito para el emprendedor. Así que Pedro se entrampó hasta las cejas, y consiguió finalmente financiación para su aventura, secundado a muerte por Inés, que vendió sus joyas, y se alistó en el grupo en calidad de sirvienta personal del jefe (aunque pasaran tres pueblos de los convencionalismos, las formas había que guardarlas). Y digo «jefe» porque aunque en principio Pedro iba en calidad de ejecutor de los cómodos inversores que se apoltronaban en Perú, y del propio Pizarro, que controlaba esa zona por mandato del Emperador, lo cierto es que Pedro tenía muy claro que él iba a ser gobernador de lo que conquistase.

Y así fue como 153 hombres llegaron en 1540 al Desierto de Atacama, bajando por la Ruta del Inca. Yo que he estado allí y lo he visto, sólo puedo expresar admiración por una gente que se atravesó ese inmenso secarral andando y a caballo, sin tener mucha idea de lo que les esperaba a cada paso, pues lo único que se encontraban eran cadáveres de hombres y animales. Marchaban despacito, en grupos chiquitos (para así dar tiempo a que las escasísimas fuentes de agua pudieran reponerse).  La fe ciega de Pedro e Inés encontraba resistencias a cada poco entre el grupo (sobre todo cuando todos asumieron que en el Reyno de Chile de entonces, por no haber, no había ni shoppings), resistencias que Inés finiquitaba dando golpes en el suelo para hacer brotar una fuente natural de agua (la actual «Aguada de Doña Inés», a unos 20 kms del actual pueblo de El Salvador), y Pedro, ahorcando a los que aún no se convencían. Cada uno en su estilo, vamos.

Y así llegaron al actual valle de Copiapó, tierras de las que Pedro tomó posesión «en nombre del Rey de España» ( y no de Pizarro), las bautizó como Nueva Extremadura, en honor a la región natal de él y de Inés. Con todo esto, Pedro ya dejaba muy claro que él era el que llevaba el chiringuito, que Perú estaba muy lejos, y era él quien se había chupado el desierto de Atacama… Siguieron bajando y llegaron al Valle del Río Mapocho.

Era una zona fértil, extensa y con mucha agua, ideal para instalarse. Lo malo es que el valle tenía ya inquilinos, unos indios a los que no les hizo la más mínima gracia que unos tipos bajitos, con barba y mala uva, vinieran a instalarse a su casa, así que Pedro les envió unos regalitos, y se hizo fuerte, por si acaso, en el peñón de la isla natural que en aquel entonces quedaba entre los dos brazos del río Mapocho, llamado Huelén y rebautizado Cerro de Santa Lucía. Los indios se quedaron con los regalos, y luego, sin más contemplaciones, atacaron a los hombrecitos barbudos que montaban sobre animales extraños. La batalla pronto pintó color hormiga para los españoles, que ya estaban a punto de ser derrotados por el Cacique Michimalonco, cuando ¡chachán!… ¡apareció el Apóstol Santiago! Normalmente Santiago se dedicaba a matar moros, pero en aquella época que en España las cosas estaban muy mal, el santo se había visto obligado a reconvertirse laboralmente poniéndose a matar indios. No se le dio mal, las crónicas hablan de unos indios espantados, perseguidos por un jinete descendido de las nubes sobre un caballo blanco, que cabalgó siguiendo el cauce del Mapocho, guiado por la divina Providencia… Y por eso la ciudad que se fundó en torno al Cerro de Santa Lucía, se llama así, porque los españoles eran gente agradecida con las ayudas del Altísimo (que obviamente es español también, por si alguno le cabe alguna duda). Corría el 12 de febrero de 1541.

Entre tanto, a Pizarro lo asesinan en Peru, lo que aprovecha Pedro para terminar de nombrarse Gobernador de Chile. Ya con el cargo, sigue la ruta hacia el sur. Buscando oro, obvio. Incluso con Pizarro muerto, había muchas deudas que pagar esperando en Perú, pero bueno, también es verdad que a los españoles expatriados de la época no había cosa que les alegrara más la vida que un yacimiento de oro. (Ahora somos más modestos, nos conformamos con que el oficial de aduanas nos deje colar un paquete de embutidos y con encontrar un bar en donde hagan una tortilla de patatas decente y se pueda ver el fútbol…). En sus nuevas correrías, los indios, que eran cabroncetes, al darse cuenta de cómo los tipos bajitos barbudos y mala uva perdían la compostura con la simple mención del oro, pues empiezan a marearlos, oye, que el oro que le dábamos al Inca está ahí arriba, no, más abajo, a la izquierda, más abajo, arriba, no, un poco más a la derecha. La reacción fue inmediata: los españoles se pusieron de peor mala uva, y encima empezaron a conspirar entre ellos para ver quién se quedaba con el oro al final. El cacique Michimalonco aprovechó entonces para empezar a reunir a todos los indios de la zona. Entonces, Pedro tuvo una epifanía, y agarró como rehenes a varios caciques (Quilicanta y otros) de alrededores de la (Región Metropolitana) de Santiago. Pero luego metió la pata: se fue de Santiago con la mayoría de los hombres creyendo ir en pos del grueso de los indios. La ciudad quedó desprotegida tras él…

El 11 de septiembre (historiadores, antropólogos, astrólogos o quien sea, deben investigar qué problema tiene Chile con esa fecha), Michimalonco atacó Santiago con un ejército de 8000 hombres, que avanzaron prendiendo fuego todo lo que veían a su paso. Y con esa seguridad ignífuga, se dirigieron hacia donde Quilicanta y los otros caciques estaban encerrados. Y entonces fue cuando Inés, que hasta ese momento había desempeñado el papel de valiente enfermera en batalla, decidió mostrar una nueva faceta de su personalidad. Se fue hacia la celda en donde estaban los rehenes y ordenó a los guardianes que los mataran. Uno de los guardas respondió, aterrorizado, que cómo se suponía que tenía que matarlos.  Desta manera, exclamó Inés, y agarró una espada y los decapitó ella misma. Y luego se plantó en la plaza en donde se desarrollaba la batalla y enfrentó a los indios con un par de cabezas en la mano, al grito de «¡afuera, auncaes!» (traidores)…

Los indios echaron a correr por respuesta. Los historiadores aún no terminan de asumir que esa fuera la razón de la huida de un ejército tan numeroso. Desde aquí les digo a todos esos historiadores: yo me topo con una mala bestia dando alaridos con un par de cabezas en una mano y una espada goteando sangre en la otra, y echo a correr hasta que se me deshicieran los tendones…

Y es que la Inés era mucha Inés.

 (CONTINUARÁ)

2 Comments

  1. Indira Bas - 19 junio, 2013

    ¡Inés de Suárez! He leído bastante sobre ella, aunque siempre viene bien leer algo más.
    Tienes razón, yo también hubiera echado a correr con alguien gritando de esa manera.
    Me ha gustado tu texto. Escribes muy bien.
    ¡Saludos!

  2. Bronte - 23 junio, 2013

    Muchas gracias, Indira! A ver si termino pronto la segunda parte. Cualquier lectura que puedas aconsejarme sobre Inés de Suarez, sera bien recibida. Un cordial saludo!

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