Así, no

Hace un par de años, un dramaturgo catalán (bastante conocido, pero no diré su nombre) me comparó la situación actual de Cataluña con el resto de España, con un matrimonio moderno: si uno de los dos quiere terminarlo, me concluyó, se le debe permitir divorciarse. Yo le respondí que vale, que de acuerdo, pero que los divorcios, para que tengan efectos legales, se deben hacer de acuerdo a determinados procedimientos, acordando los detalles como personas civilizadas: el régimen económico tras la separación de bienes, quién se queda con la casa, el coche, cómo se divide el chalet de la playa, y, lo más importante, la custodia de los hijos. Lo contrario, es de maridos canallas, de esos que se escapan con un «me voy a comprar tabaco, y ahí te quedas tú con los niños y la hipoteca», y de mujeres malas que dejan una nota pegada al frigorífico, «cari, te dejo por el butanero, me llevo el dinero, las joyas y el rosario de tu madre». Así, no se divorcia la gente digna de respeto. Así, no.

Últimamente, cuando te topas con un catalán, la duda es cuántos minutos vas a tardar en enfrascarte en la charla sobre «el tema». Es lo que pasaba antes con los vascos, antes de que ETA nos diera el agur definitivo. Seamos sinceros: a la mayoría, la charla sobre «el tema» nos produce reacción similar a la de cuando tu pareja te espeta un furibundo «tenemos que hablar de lo nuestro». Un gestor cultural catalán (bastante conocido en su ambiente, pero no diré su nombre), que vino a Chile invitado personalmente por la Presidenta Bachelet a su ceremonia de toma de posesión en 2014, me hizo un resumen magistral de la situación política actual en Cataluña y al final concluyó con un suspiro agotado: «y esta es la última, por dios prometo que la última vez que hablo de este tema…» Los dos sabíamos que no podría cumplir su promesa.  Me dice una amiga granadina que acaba de pasar unos días en Barcelona que «el tema» es sempiterno, a todas horas en la televisión, radio, periódicos… Pobre gente, concordamos las dos. Hace unas semanas conocí a otro dramaturgo catalán (bastante conocido, pero no diré su nombre): habíamos traído una adaptación teatral suya a Santiago y me invitó a cenar junto con su equipo. De manera prodigiosa, evitamos el dichoso «tema» durante la velada, y yo por mi parte me lo pasé muy bien. Pero no se puede bajar nunca la guardia, luego me llevé a tomar una copa a uno de los actores (bastante conocido en la escena catalana actual, pero no diré su nombre) y nada, al primer molt bé, sin darnos cuenta, ya estábamos hablando de Pujol. En cuanto pude, pagué la cuenta y me apresuré a devolverlo a su hotel. Ya llegando, él me dijo que hubiera estado bien hablar más de nosotros. Yo tendría que haberle dicho que sí, que me hubiera interesado escuchar su verdadera opinión, su sentimiento honesto desde el corazón, antes que oír nuevamente el discursito manido inspirado en los requiebros quejumbrosos de Mas. Pero no se lo dije. Y es que últimamente, yo estoy más hipócrita de lo acostumbrado, y en cuanto me acerco a la charla sobre «el tema», para no liarme a gritos, o no escuchar cosas que me entristecen, sencillamente lo evito. La misma técnica aplicó conmigo una antigua compañera del instituto, catalana y hoy instalada en Luxemburgo, casada con familia con la que quiza se entienda en inglés porque todas las anotaciones en su muro son fotos de todos comentadas en ese idioma. Un día loco me dio por escribirle por Facebook preguntándole su opinión (sobre «el tema», de qué si no) y sencillamente, no me contestó.

Cuando esta chica y yo compartíamos pupitre en el Liceo Español de París, nos peleábamos de lo lindo: ella era una independentista furiosa, y yo me tomaba como un insulto personal que hablara en catalán en mi presencia. A mí que tanto me gustan  los idiomas, que terminé mi bachillerato con conocimientos de latín y griego clásico, cómo lamento ahora que mi cerrazón adolescente entonces me impidiera aprender un poco más de esa lengua, que también es mía, por cuanto es un idioma que se habla en España. Tenemos un país con un idioma que hablan más de 400 millones de personas , pero que además, tiene otros dos idiomas latinos (uno directamente emparentado con la segunda lengua más hablada en Latinoamérica), y otra lengua más, ésta de raíces prelatinas. Ahí es nada. Esto nos convierte en el país con mayor patrimonio lingüístico de Europa y probablemente del mundo. Pues bien, en nuestra onda habitual de despreciar cuanto ignoramos, no presumimos de nada de esto. Qué va, hemos permitido que la lengua sea el arma arrojadiza favorita de los nacionalistas más incultos, hemos dejado las políticas lingüísticas en manos de paletos chupasubvenciones con cero interés general, que se han lanzado las iniciativas al grito de «y yo quiero más», sin pensar nunca en una estrategia unificada de educación para todos los españoles. El resultado es que nadie piensa que, si todos nos debemos sentir orgullosos de la Alhambra, las cuevas de Altamira, el flamenco o el silbo gomero, también debiéramos sentir el mismo orgullo de los idiomas que se hablan en nuestro país. En vez de pelearnos por la religión, la ética o la educación para la ciudadanía, podríamos alguna vez haber pensado en incluir una asignatura común a todos los españoles, «lenguas autonómicas», que hubiera permitido que un niño al terminar su educación básica en cualquier punto de España, hubiera tenido una noción general de catalán, gallego y euskera. ¿Tan grave hubiera sido que en uno de los Estados que más ha trabajado internacionalmente por el reconocimiento y respeto del Patrimonio Inmaterial, sus ciudadanos hubieran conocido más de la diversidad patrimonial propia? Hemos financiado la formación de Felipe VI, que incluyó que manejara los idiomas que se hablan en España. También financiamos la educación pública que recibió la hoy Reina Letizia, que asumo que, como yo, ignora por completo varios de esos idiomas que su marido habla fluidamente.

Quizá ya es hora de que los españoles tengamos la charla sobre «el tema». Pero si la tenemos, tengámosla todos, no sólo políticos interesados en ganar las próximas elecciones en su circunscripción. Y tengámosla basándonos en nuestras propias emociones y experiencias, no en los datos distorsionados de políticos interesados en que olvidemos que miembros de su partido están encausados por robo. Y escuchémonos atentamente, escuchemos lo que el otro tenga que decir, escuchemos los que piensa sobre nuestra historia común, sobre la guerra y la dictadura que sufrimos todos, sobre nuestras primeras décadas en democracia, sobre nuestros éxitos y sobre nuestros fracasos, sobre todo lo que aún nos queda por hacer. Yo por mi parte, hablaría de mi trabajo diario, de que la primera exposición en el Centro Cultural de España en Santiago este año fue una exposición del Instituto Etxepare y que ahora inauguramos otra del Instituto Aragonés de Arte Contemporáneo; que los gallegos de la colectividad española en Chile usan regularmente nuestras instalaciones para mostrar cosas como que las calabazas de Halloween tienen orígenes gallegos; y que si conozco a tanto dramaturgo catalán, es porque me la paso promocionando el teatro de Cataluña. Contaría que esto lo hago porque tengo instrucciones de mi ministerio para promocionar culturalmente una imagen de España plural y diversa, y que esa instrucción la tuve también cuando nos gobernaba el PSOE. Contaría cómo me siento orgullosa de mostrar nuestra diversidad en el extranjero. Cómo creo, por encima de todo, de que en España cabemos todos. Absolutamente todos.

También reconocería que ser español es muy agotador. Se lo escuché hace unos meses en una comida a un periodista (bastante conocido, pero… bueno, qué narices, era Iñaki Gabilondo). Somos un país intenso, rabioso, amante del melodrama barato, repetitivo y terco. Y además, no nos conformamos con las medias tintas. Como dijo Gabilondo en ese mismo almuerzo, los españoles, si no podemos ser los primeros en algo, «no nos contentamos con menos que ser los últimos». En el exterior hemos defendido un papel conciliador y moderado, y dentro de casa parecemos incapaces de tener una conversación civilizada.

Pero sí, tengamos la charla de una vez. Pero no agritos, con los argumentos cortoplacistas de líderes que con cada acto demuestran hasta qué punto no merecen ser llamados así. Sin los tremendismos de políticos que lo único que temen es que nos demos cuenta de que la vida seguirá igual, o mejor, en cuanto los echemos del cargo. Pero lo más importante, tengamos la charla a todos los efectos, una vez que hayamos hablado desde el corazón, entremos de lleno en la cuestión legal, sin medias tintas, tratando sin reservas de lo que sería un divorcio, de los efectos de la separación de bienes, con datos reales basados en la legalidad internacional y nacional. Hay que desmontar los argumentos demagogos que aseguran que el cónyuge divorciado se irá a vivir a un ático de lujo con piscina y sin gastos de comunidad ni hipotecas, cuando en la vida real (esa que los griegos han conocido una semana después de su referéndum), lo que suele suceder es que el divorciado acabe yéndose a vivir a casa de sus padres y con un sueldo aún más recortado por la pensión para los hijos.

Hablemos, aunque nos aburra y exaspere, hablemos, antes de que sea demasiado tarde. Porque ahora mismo estamos protagonizando un culebrón, de esos en los que uno de los personajes una noche se levanta y sorprende al marido en mitad de la cocina arramblando con lo que encuentra en la despensa y la calderilla de su monedero, mientras una pelandusca espera en la puerta con el motor del coche encendido. La actriz del culebrón agarraría la escoba y se liaría a golpes, o quizá se arrodillaría humillada suplicando para que se quedara. Pero nosotros debemos sacar el melodrama barato de nuestras vidas, respirar con calma y decir: «así no se divorcia la gente. Comportémonos con dignidad y respeto a nuestra historia común. Si me quieres dejar, déjame. Pero no te vayas así. Así, no»

 

Así, no Així, no

1 Comment

  1. Sr WordPress - 12 agosto, 2015

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