Mirando hacia atrás… Rocha en invierno

Estos días de preparación de la mudanza, me dedico a hacer limpieza, en un patético intento de no llegar a Chile cargada de papeles y objetos absurdos… digo patético, porque obviamente, no sé a quién pretendo engañar, es imposible evitar lo inevitable, que en mi contenedor acaben llegando unas cuantas cajas de papeles sin clasificar. Como me comentaba David el otro día, uno dice a los de la mudanza: «deje, deje eso ahí que yo ya lo arreglo…» y la caja va siendo empujada poquito a poco en un armario o bajo una cama, para ser descubierta, totalmente intacta, 3-4 años más tarde, al limpiar de nuevo para la mudanza siguiente… lo gracioso es que ese proceso se va repitiendo, traslado tras traslado… recién llegada a Madrid, Aurora me contaba que se enfrentó a esa caja, que lleva sin abrir desde su salida de Dublín, ya hace más de 10 años, y que había decidido quemarla directamente, considerando que llevaba ya una década sin vivir sin esos papeles y que no había pasado nada… pero no sé si se atreverá, los papeles ejercen una especie de respeto profundo que te impide arrojarlos a la basura aún a sabiendas de que son inútiles.

Pero bueno, en limpieza me encuentro, y los papeles también tienen la virtud de traerte recuerdos, y han salido facturas del Parador de San Miguel, al norte de Rocha, en donde me alojé con un amigo en julio de 2009, en un viaje un poco raro, porque normalmente nadie va a Rocha en invierno. Entonces escribí:


Vale, ir a Rocha en invierno es la cosa más extraña que se puede hacer en este país. No os podéis figurar las caras alucinadas que recibí cada vez que comenté que tenía intención de pasar un finde en Rocha… lo normal es que la gente flipe con esto de que haya gente a la que le interese el interior de Uruguay (importante porcentaje de población uruguaya incluida), pero ya con esta propuesta el asombro llegó a preocuparme… y es cierto que hubo un momento en que yo misma me pregunté qué narices hacía yo allí, concretamente cuando estábamos en medio de la niebla en una carretera perdida rodeados de humedales, palmeras diseminadas y vacas…

La primera noche la pasamos en Punta del Este, el balneario aún me sorprendía entonces…

El viernes por la noche dormimos en Punta del Este, en casa de Gus. Fue alucinante ver una vez más Punta absolutamente vacío, nada, apenas cuatro gatos por las calles, la mayoría de tiendas y bares cerrados, te cuesta creer que en unos meses esto volverá a estar lleno a rebosar. Asombra el concepto creado alrededor de Punta: en España, la Costa del Sol no llega a vaciarse nunca completamente, hay meses en que hay menos gente, claro está, y dependiendo del mes se ve un turismo distinto, pero aquí no es así, es un balneario turístico inmenso, carísimo y precioso… que se usa unos tres meses al año, el resto del tiempo está desierto… no sé entonces para qué la gente se compra esas casas tan caras, y paga esas contribuciones tan exageradas durante todo el año para luego ocupar la casa un par de meses al año, la verdad es que no lo entiendo, pero algo debe de tener cuando tanto brasileño y tanto argentino hacen esto.

Y tiramos para Rocha, a sus dunas, a sus humedales inmensos sembrados con palmeras muy separadas entre sí… (muestra al parecer de que crecieron de forma natural). Entre las aguas pantanosas y las palmeras solitarias, pasean vacas y ovejas con aire apacible, y así durante kilómetros…

Era 18 de julio, aniversario de la jura de la primera constitución uruguaya, así que era fiesta nacional… y lo gracioso es que llegamos a un pueblo que se llamaba ¡18 de julio! Así que estaban de fiesta, en la plaza había puestos, y algunos vestían trajes típicos, ellos de gaucho y ellas con falda larga, aunque el frío y la lluvia impedían mostrar mucho… este país tiene todas sus fiestas importantes en invierno, así que son menos folclóricas al final por el frío muchas veces. Jerome se compró un sombrero gaucho, y nos acercamos a una especie de cabaña decorada con cabezas de jabalí… dentro uno grupo de gente se afanaba en torno a cacerolas sobre un fuego. Nos invitaron a pasar, se autodenominaron la Casa del Gaucho, y el presidente nos explicó que eran una cooperativa de pequeños propietarios rurales de Rocha, que se juntaban para unir esfuerzos en temas comunes, y para organizar romerías y comidas. En cuanto tomaron confianza, empezaron a preguntarnos, no sabían mucho de Europa, allí no era como en Montevideo en donde todo el mundo tiene un pariente o ancestros europeos, aquello era el interior, un universo a miles de años luz de la capital, es increíble la diferencia. Una de las señoras era la maestra del pueblo, y yo quedé asombrada cuando supe que ese pueblito tenía ¡200 niños en la escuela! Luego iríamos viendo que en cada pueblito, de los habitantes, un tercio son siempre niños. Aún así, en cuanto crecen se van, al extranjero o a Montevideo, y pocos vuelven, nos explicó el Presidente de la asociación. Los dejamos a todos cocinando el carpincho para la cena (una especie de cerdo salvaje) y el presidente nos acompañó para mostrarnos la sede de la asociación, porque la cabaña la usan para las comidas. Fuimos a una casa en donde en una sala se amontonaban una veintena de hombres, mujeres y niños, sentados y tumbados sobre colchones, alrededor de la chimenea, comiendo torta frita y  escuchando la música de dos guitarristas. Eran ganaderos de otras zonas de Rocha, que habían venido al pueblo de romería con sus caballos para estar en la fiesta, tardan varios días, y por la noche se van quedando en estancias, esa noche iban a dormir en esa sala. Nos contaron que la asociación les permitía viajar a zonas más urbanas (¡porque ese pueblito para ellos era casi ciudad!), y conocer a otros propietarios. El presidente era muy activo, también estaba en la junta vecinal, y después nos decía que su empeño era ofrecer atracciones y actividades para que llegaran turistas: “si no ofrecemos nada, ¿quién va a venir por aquí?”.

 

Nos alojamos en el Fortín de San Miguel, una antigua fortaleza española, ahora reconvertida en posada, muy bonita y tranquila, y cenamos en un gran salón con chimenea. Al día siguiente, tras hacer fotos y jugar un rato con el perro del hotel, Obama (“porque es joven y negro” nos explicaron), nos dirigimos al Chuy, la gran ciudad de frontera con el Brasil.

Mi amigo colombiano Alfonso tiene la teoría de que todas las ciudades de frontera en América Latina son iguales. Él vio muchas y dice que es así. Chuy es el prototipo: una agrupación de casas sin ningún tipo de orden o planificación, sin NADA de vegetación (“plánteme usted un arbolico” dice Alfonso, “que le rodea la selva, caray”, pero nada, no hay plantas), arena, tiendas libres de impuestos, y árabes. Chuy está lleno de árabes, normalmente son libaneses, pero estos son palestinos, o así me pareció, porque si no sería raro tanta foto de Arafat. La leyenda urbana dice que en Chuy se festejó el 11 de septiembre, y que adoran a Bin Laden, y dicen que la CIAmanejó este lugar como uno de los posibles escondites del terrorista… pero normalmente es el lugar al que los uruguayos van a comprar electrodomésticos y cosméticos sin impuestos en el lado uruguayo, y comida, sábanas y toallas en el lado brasileño… porque sí, cada lado de la única calle del pueblo pertenece a un país distinto, así que con cruzar unos metros estás en un país distinto, y las tiendas son completamente distintas. No sé muy bien cual es la reglamentación, y bajo qué ley viven las gentes de Chuy, ni siquiera si hay gente que vive en Chuy, o sencillamente van allí a trabajar, el señor de la Casa del Gaucho nos contó que llevaba sus productos semanalmente allí, se los compraban, y ya otra gente se ocupaba de pasarla por la frontera legalmente.

 

Ahora que en Uruguay hay más cosas, y se encuentra todo en las tiendas, Chuy ha perdido algo de encanto, pero mis amigas me cuentan cosas que me hacen pensar en la magia de ir de compras a Andorra en los 80, cuando allí se encontraban marcas de galletas y chocolates desconocidos por los niños españoles… el chófer de la Embajada me contó que fue a Chuy a hacerse del ajuar antes de su boda, y que eso era lo típico entonces…

Luego nos dirigimos a la segunda fortaleza española, Santa Teresa, objeto de eternas disputas entre portugueses y españoles, y hoy conservada bastante bien como museo, la verdad es que es de lo mejorcito que este país tiene en plan museo. Desde entonces, siempre he aconsejado a todos los turistas, sobre todo los españoles, que vayan a Santa Teresa, porque es el mejor ejercicio histórico que pueden hacer, no tanto por lo que tiene el edificio, sino por el emplazamiento, en mitad de la nada más nada, palmeras y vacas, y uno piensa que qué narices harían mis compatriotas allí… la respuesta es sencilla: vigilar que no pasaran los portugueses procedentes de Brasil…

 La vista era increíble, y desde ahí se divisaba un bosque inmenso con el mar detrás, Jerome quiso ir allí, yo objeté que se veían militares, que seguramente era una instalación reservada, pero alguien nos comentó que era un camping… y sí, lo era, sólo que quien nos abrió la valla a la entrada era un militar. Luego supimos el porqué. Es el Parque Nacional de Santa Teresa, la joya de los parques del Ministerio de Defensa que, como Ifat nos explicó al teléfono, son las instalaciones que el Ejército tiene para que su gente vaya de vacaciones, aunque también están abiertos a todo el mundo (sólo que es difícil conseguir plaza en los campings o en las cabañas, pues tienen buena calidad y los precios son muy asequibles, como luego pudimos comprobar preguntando en la capitanía general a un atento soldado). Las playas eran increíbles, tienen la reputación de ser las mejores playas del país, y el parque estaba poblado de árboles y especies increíbles, cabañitas para avistar pájaros, lagos, un surtidor natural… me pareció precioso que un lugar tan increíble fuera en realidad un sitio en el que la gente podía pasar vacaciones asequibles…

En fin, que con tanto recuerdo, apenas hice limpieza… ay, esos cajones de papeles que me voy a llevar a Chile… 

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