Vida expatriada

Juro decir la verdad, toda la verdad…

Me acusan algunos lectores de este blog de que no cuento todo y que no siempre me ajusto a la verdad. Porque sí, es un hecho, tengo otros lectores aparte de mis padres y mi hermano (mi hermana no me lee, ella dice que le pasa como a Samantha, la de Sex and the City, que nunca tenía tiempo de leer las columnas de Carrie). A esos lectores, aparte de agradecerles de corazón que dediquen parte de su tiempo a entrar en este blog y leerlo, les aclaro: no cuento todo, porque quiero seguir teniendo un trabajo y amigos, y no es que mienta, sencillamente soy creativa con determinados detalles…

Pero en honor a estos lectores, hoy voy a tener un momento de descarnada honestidad, y contar determinados detalles que en su momento preferí omitir…

Empecemos por el capítulo de los logos. Me reclaman que sólo me centré en los casos en los que las contrapartes escamotean los logos, y no en aquellos en que ocurre justo lo contrario… Bueno, por ahora, yo sólo he tenido un caso, con el auspicio de un rapero español. Esto requiere explicación previa: una declaración de interés general por parte de la embajada de turno permite a los productores de un espectáculo extranjero deducir determinados impuestos. Es una práctica habitual, completamente legal, con la que apoyamos a nuestros artistas en el exterior. Yo aquí normalmente exijo únicamente que el artista tenga un acreditado reconocimiento objetivo en el medio correspondiente, no entro a si me gusta o no porque eso sería censura indebida, y chequeo que luego los carteles promocionales exhiban correctamente nuestro logo, ya está. Y hace unos meses vino un rapero español. Yo no sé nada de rap, pero investigamos, y resultó que el rapero era super seguido y admirado en toda Latinoamérica, nuestro Facebook ardía con citas a sus canciones, así que nada, auspicio concedido. Y unos días después la productora nos pregunta si de verdad queremos que salga nuestro logo en la publicidad. Yo ya me disponía a soltarles mi frase inmortal sobre la importancia del tamaño de los logos, cuando me añaden, “no, si es que como el cantante participa en el Legalize Festival…” Y yo con esta ingenuidad que Zeus me ha dado, pregunto, ¿legalizar el qué, la paz mundial? Pues no, el festival pedía la legalización de la marihuana, y allí que lucía nuestro logo institucional, todo hermoso rodeadito de hojas de cannabis… En fin, que no pusimos el logo (porque una sede diplomática no puede instar cambios legislativos en el país de acogida, para los que aún tengan dudas, que mis lectores son muy diversos).

Luego está aquello que silencié en el capítulo sobre mi dulce nana Rosa the Pooh.  Mis amigos me afean que largara sobre su afición a la miel y callara sobre su incipiente historia de amor. Porque sí, Rosa pinchó en el vecindario (ya me dijeron como se dice ligar/levantar en chileno). Nada más llegar, en realidad, a la segunda semana me confesó con sonrisa pícara que el jardinero de la finca le había dicho de ir a almorzar algún día… sigo con mi descarnada honestidad, lo confieso, mi primera reacción fue de envidia: en una semana la cabrona ya había ligado en MI vecindario mientras que yo, que no levanto ni sospechas, no arrancaba ni una maldita sonrisa de los vecinos con los que raramente coincidía en el ascensor. Pero a la envidia cochina siguió la preocupación, porque me puse a pensar que si la cosa cuajaba entre mi nana y el jardinero, ya tenía yo muy claro cuál iba a ser su nidito de amor… y mira no, yo soy muy liberal y todo lo que quieran, pero eso de que en mi cama se lo monte mi nana con el jardinero, pues como que no. Así que miré muy seria a Rosa y le dije que a mí ese señor no me inspiraba confianza alguna, que seguro que no buscaba nada formal y que le proponía lo mismo a todas las nanas. Yo no sé si fueron mis palabras, pero Rosa no volvió a hablar del jardinero, que diariamente me mira tenebroso e incluso alguna vez me salpicó con la manguera, para mí que sospecha algo… David aún me reprocha que haya puesto el inmaculado estado de mis sabanas de hilo por encima de una posible historia de amor, pero a mí me da igual, porque así soy yo, egoísta y fría por naturaleza.

Y finalmente, está la historia de mi tocaya la emperatriz francesa, que aquí piensan que estoy super eurocéntrica con tantas referencias a batallas entre franceses y españoles, y que ya es hora de que empiece a largar sobre la historia que verdaderamente importa: la latinoamericana. Mis lectores aquí se toman muy a pecho los discursos de Piñera sobre la Alianza del Pacifico y la Unasur… y como yo me debo a mi público, ya me estoy preparando, y en breve, mi primer y sesudo estudio sobre la historia chilena.
Como dicen los orientales: apróntense…

La obsesión (freudiana) por los logos

 

“Mira, los logos son como los falos, cuando más grandes mejor” Mi interlocutor se atraganta, tose repetidamente, bebe agua y finalmente se me queda mirando aterrorizado… tiene razón mi madrina, soy demasiado bruta para este continente.

Pero en mi defensa diré que el tipo me provocó. Se necesita tener narices para organizar un evento cultural, en parte con nuestro apoyo financiero, plantarse en mi despacho con la sana idea de pedir más dinero, y mostrarme como soporte un folleto en el que estaban todos los logos de todos los colaboradores, todos bien claritos, menos el nuestro… ya sólo con eso se jugaba la vida, pero es que su osadía no quedó ahí, ¡entre los logos que sí estaban claritos se veían los del Instituto Francés y el Instituto Goethe! Y yo que me tomo la batalla de Rocroi como algo personal y que por razones diplomáticas mejor no consigno lo que pienso de la Merkel, pues bueno, en ese momento valoré aplicar todo lo que he aprendido recientemente de la tortura gracias a Kathryn Bigelow… Pero estaba claro que el tipo no tenía mucho apego a la vida, porque en ese momento va, remata la faena, y me pregunta si no me importa que nuestro logo fuera más chico y en el rinconcito que los flamantes logos franco-alemanes dejaban… y ahí fue cuando le solté mi frase memorable…

A ver, que el lector no se asuste. En cualquier democracia, los funcionarios somos meros empleados al servicio de políticos elegidos… y es más fácil levantarle la novia, robarle la hija o quitarle el rosario de la madre que escamotearle el logo institucional a un político. Los logos son la marca de la casa, aquello que justifica finalmente el dinero del contribuyente que se han gastado, en proyectos difusos, que muchas veces no han comprendido del todo, pero bueno, al final el logo está ahí, y eso es lo que importan. Los funcionarios somos meras víctimas de esa obsesión de nuestros jefes, nos preocupamos de los logos, porque queremos quedar bien con los jefes, en definitiva. Así que enfrentados ante cualquier afiche, cartel, invitación, publicación, película, DVD, cualquiera que sea el soporte que contiene el proyecto apoyado o que lo publicita, lo primero que miramos es nuestro logo. Que esté bien lindo, clarito, y visible, es lo único que importa a veces. El proyecto puede ser un churro, pero si el logo está correcto, en realidad no hay mucho problema. Puede sonar ridículo, pero muchas veces es así. Y esto no sucede solo en la pública, también ocurre en la privada, lo que pasa es que en la privada, se ve normal, no es logo, es marca, mientras que en la Administración, el enfoque es distinto porque el dinero que se gasta es el de todos.

El triste consuelo es que esto pasa en todos los países, pero a decir verdad, en el caso de España, la multiplicación de órganos e instituciones de nuestras administraciones nos hace caer en el sinsentido más loco. Una vez vi una exposición en Buenos Aires con dos logos argentinos (el Ministerio de Cultura y el Gobierno de la Ciudad) y ¡10 españoles! Cuatro gubernamentales, tres autonómicos, dos de ayuntamiento y uno de una diputación. Resultaba ridículo…alguna vez, en mis primeros tiempos, desde la Embajada en Montevideo, se me ocurrió plantear la posibilidad de poner sólo un logo español, el de la Embajada, ya que de acuerdo con nuestra Constitución (la última vez que chequeé, vamos), las Embajadas de España representan al conjunto del Estado… creo recordar que mis interlocutores se limitaron a pensar que bromeaba, y obviamente al final salió la invitación con 5 o 6 logos españoles y uno uruguayo… y bueno, para entonces yo ya había caído en la deriva y me dejaba llevar, y ahora mismo, desde aquí lo confieso, llevo el tema de los logos con la furia de los conversos. Ahora mientras escribo esto pienso que tenía que haberme limitado a decirle al tipo, oye, me pones el logo exactamente igual que tienes los otros, y si no, te quito la subvención, y santas pascuas.

El tema es que los artistas y gestores culturales ya conocen este talón de Aquiles de los logos, y juegan con nosotros, así de simple. Juegan con nosotros, desde aquí lo denuncio. Nos tientan al grito de que nuestro logo saldrá precioso y lindo en un espacio que será visto por miles y miles de personas, pero le prometen lo mismo a todos, y como siempre hay un límite, al final todos nos sentimos engañados. Eso debería bastar para que hubiera un poco de paz entre los distintos auspiciantes, pero no, es que hay genios que consiguen que su logo salga mejor que el de los demás, incluso cuando la marea de logos es tan grande que ninguno se distingue, ellos lo logran, y eso se convierte en el acicate para que ninguno se rinda. Los productores culturales entonces, sabedores de esto, han inventado nuevas formas de volvernos locos. La primera, y reconozco genial, es la creación de varias categorías de apoyo. Ante un proyecto cultural, uno puede auspiciar, colaborar y apoyar. Parece lo mismo, pero no lo es. En un caso no se paga, te limitas a poner la cara, en otro, pagas, pero poco, y en el último, eres el que acoquina la mayor parte. El problema es que uno nunca llega a enterarse muy bien de cuando es cada cosa, últimamente he creído entender que si auspicias no pagas, pero esto quizá es en Chile, en Uruguay, si auspiciabas sacabas la chequera como que hay Zeus… y últimamente, encima, por si no bastaba eso con volvernos locos, los muy cabrones han creado nuevas subcategorías, “colaborador estratégico”, “colaborador en programación”,“colaborador amigo”… en una de las últimas actividades que apoyamos (꞊ con obras que son amores y no buenas razones…), los organizadores nos preguntaron si queríamos ser “amigos” o “estratégicos”… ahí reconozco que la intuición me sirvió, algo me dijo que era mejor ser estratégico que amigo, y sí, luego vi que todos las instituciones culturales que pintan algo en Santiago estaban en esa categoría.

Otras veces, nos tientan con una trampita adicional:“si aportas más dinero, tu logo saldrá más grande…” Las administraciones nacionales normalmente somos más duras, pero las regionales y locales suelen caer como polillas ante el fuego… ay, la alegría de que el logo de tu ayuntamiento salga más grande que el del ministerio… otras veces, el canto de sirena es que te dejaran poner dos, ¡dos logos por el precio de uno! Una ganga, lo mires por donde lo mires, pero ahí los auspiciantes potenciales fuimos más listos (o más tontos aún, cualquiera sabe), y salimos con instituciones que cuentan con más de un logo institucional. Es mi caso, en la actualidad, así que ahora me tengo que pelear porque salgan los dos, papá y mamá, los dos o ninguno…alguien debería poner fin a este absurdo, lo sé, pero no seré yo, porque Zeus no me ha enviado a este mundo para que lo haga.

Even though I long for a world with no logos at all…

 

Don Juan y mi bicicleta rosa

Vale, ya hablé del Don Juan en el cementerio que organizamos en Montevideo, el éxito tan grande que tuvo, y lo bonito que fue mostrar nuestra propia tradición de Día de Difuntos (odio el p… Halloween de las narices). Así que fue desembarcar en Santiago, y yo ya tenía claro que me apetecía hacerlo también aquí. Se lo propusimos a Jesús, que es un director y profesor de teatro, que llegó hace años a Chile de casualidad y aquí se quedó, pero él me hizo ver que en tan poquito tiempo no podíamos hacer una cosa decente, así que decidimos que por este año haríamos una versión breve, «esencial», una mesa coloquio sobre el mito, y que haríamos otra función en la Feria del Libro, que justo empezó la semana pasada. Le comenté a Jesús que no se le ocurriera poner a un niñato mono de Don Juan, que el Burlador de Sevilla ante todo tiene que ser un hombre y él me envió fotos del elegido, que me comentaron salía en una telenovela chilena con mucho éxito, «Soltera otra vez». Yo lo ví, me pareció que era el tipo de hombre por el que dejas los hábitos y perdonas que haya matado a tu padre (perdóname, papi, tú me entiendes), y ya dejé el tema donjuanesco, porque tenía que concentrarme en otras cosas (mi vitrina, por ejemplo). Eso sí, a veces me acerqué de puntillas al teatro del Centro a verlos ensayar, los versos de Zorrilla me siguen emocionando, y mira que son ramplones!!

Pero bueno, hoy me levanté decidida a comprarme una bicicleta. A pesar de la polución, o quizás por ello, Santiago es una ciudad de bicicletas, muchas calles tienen ciclovías, y es habitual que los santiaguinos utilicen la bici como medio de transporte, los grandes centros comerciales y los restaurantes suelen tener aparcamientos adecuados en la entrada, el mismo Centro Cultural tiene su sitio para bicis. Así que tenía ganas de tener una. En su día me habían recomendado ir a la calle San Diego con Copiapó, y allí que me planté. En efecto, decenas de tiendas de bicicletas se alineaban a ambos lados de la calle, la recorrí durante un rato, entré a preguntar en un par, los dependientes me hablaban de las excelencias de cada bici, que si las marchas, que si las llantas, que si los frenos, pero yo tenía un requerimiento específico: ¿la tiene rosa?

Porque sí, queridos lectores, yo quería una bici rosa. Para mí, una bici rosa es una declaración de principios: para ir por la calle con una bici rosa hace falta muchísima personalidad, y si hay algo que a mí me sobra (aparte de los kilos), es personalidad. Así que quería mi bici rosa, y finalmente la encontré, blanca y rosa, lindísima, y pedaleando feliz me encaminé al Barrio Italia, donde había quedado con David y Carmen a almorzar. David y Juancho salieron a mi encuentro. Encadené la bici, y le saqué la cesta rosa desmontable (que mola que lo flipas), mientras David me preguntaba si era consciente de que en una cesta rosa así sólo caben lechugas y tomates orgánicos. Entro con mi cesta a la galería cubierta en donde estaba la cafetería y me topo con Paulo, el actor que hace de Don Juan. Lo saludo, me comenta que va a ensayar, y me dirijo a la mesa en que nos esperaba Carmen, que me recibe con ojos de furia: «te odio»

Ya sé, Carmencita, lo sé, es duro asumir que tienes una amiga con tantísima personalidad que puede ir por la vida con la cesta rosa de su bici blanca y rosa, pero ella me interrumpió, «subnormal, que te odio, porque le acabas de plantar dos besos a Paulo…, qué hombre más guapo» Yo estaba un poco mosca de que mi cesta rosa no le hubiera causado la más mínima impresión, pero sonreí con suficiencia: «si alguno se molestara alguna vez en ver la programación de nuestro Centro Cultural, quizá os habríais enterado de que va a ser nuestro Don Juan…» Y es que mis amigos no vienen nunca al Centro Cultural, bueno, miento, Carolina sí que fue, se chupó un diálogo de Ulises con Electra, Medea y Antígona (qué duro es el teatro contemporáneo a veces), pero el resto nunca va. Carmen se volvió loca, se puso a taggearnos en el Facebook, puso los convenientes «me gusta» a nuestro post de la actividad, mientras David trataba de matar su entusiasmo: «es gay, seguro…» Y en esto que suena el teléfono y, ¿quién es? Pues nuestro Don Juan, que iba con Jesús y me llamaba con su móvil. Yo me emocioné pensando que quería alabarme por mi bici rosa, pero no era por eso (¡¿es que en esta ciudad nadie es capaz de apreciar el mensaje de pedalear sobre una bici rosa?!), era que se había dado cuenta que se había dejado algo en el restaurante. Al teléfono me iba explicando donde se había sentado, «al lado de la mesa de tu amiga» (Carmen: «¡¡Paulo me vio, sabe que existo!!)… la que estaba sentada con tu amigo (David: «¿Ves? Se fijó en mí, es gay») … que estaban con un perro muy lindo…» Y ahí quedó claro que el único que le había causado impresión del grupo era Juancho.

En fin, que al final Don Juan desplazó en protagonismo a mi bici rosa, increíble e imperdonable, pero aún así estoy contenta e impaciente, no sé qué versos habrá seleccionado Jesús para el «Don Juan esencial», pero seguro me inspirará y recordaré de nuevo… si es que de ti desprendida llega esa voz a la altura, y hay un Dios tras esa anchura por donde los astros van, dile que mire a don Juan llorando en tu sepultura…

 

El olor de nuestra vida (II)

Hoy llegó mi contenedor.

Un diplo expatriado con el olor de cartón recién cortado como olor básico de su vida, experimenta una sensación de alegría y desazón cuando esas palabras se hacen realidad: por un lado, la obvia alegría de poder tener tus cosas de nuevo; por otro, la desazón de saber que pronto tu vida volverá a ser invadida por las sempiternas cajas…

Mi contenedor llegó hoy. Salió de Montevideo tras un periplo inesperado (ingénuamente inesperado, Zeus Todopoderoso me ama y quiere que aprecie la futilidad de lo material asegurándose de que mis mudanzas siempre lleguen con retraso, no sé de qué me sorprendo a estas alturas, leñe), que mirándolo por el lado positivo me ha permitido conocer la diferencia entre un camión exclusivo y otro consolidado (atención, expatriados, NUNCA contratéis un camión consolidado!!!). Atravesó la pampa argentina, y el viernes llegó al Paso del Libertador. Durante este fin de semana los funcionarios de las aduanas argentina y chilena se pasaron por el forro de los calzones el principio de inviolabilidad de los bienes diplomáticos y se dedicaron a abrir un buen número de MIS cajas. El lunes pasó el SAG (el control sanitario chileno), en donde debían estar convencidos de que yo llevaba el jamón de pata negra escondido en la librería, si no, no me explico que abrieran todas las cajas de libros, y dejaran intactas todas aquellas que tenían bien clarito puesto: restos de la despensa (si algún funcionario del SAG me lee, que no se altere, allí sólo iban botellas de vino, permitidas todas…). El martes bajó la serpenteante carretera de bajada de los Andes, despacito porque justo  había nevado muchísimo este fin de semana (Zeus, eres un cachondo mental, así de claro te lo digo), y hoy, ¡llegó a mi nueva casa en Providencia! (nota para no chilenos: Providencia, barrio de Santiago)

El procedimiento es siempre similar, pero aún así, la ilusión permanece intacta: se chequean los sellos de seguridad que certifican que el contenedor es el propio y no hay nada añadido (en mi caso, algo ridìculo, después de que funcionarios argentinos y chilenos se hayan pasado el finde abriéndome cajas, pero bueno, hacía ilusión), y después te dan una hoja con números que vas tachando conforme van saliendo cajas, una tras otra. Así que hoy los tipos iban gritando, «¡la setenta y tres, siete-tres, la cincuenta y seis, cinco-seis…! y yo tachando, y para cuando ya rozábamos la caja 165 (uno-seis-cinco), yo ya no sabía si cantar bingo o echarme a llorar… Señores del TPI, nunca me cansaré de decirlo, urge la tipificación del delito de comercialización de artesanías típicas absurdas… Eso sí, cuando reconocí el bulto que contenía mi guitarrita, el corazón me dio un vuelco de la alegría.

Cuando terminan con las cajas, empiezan los muebles. Ahí los operarios inician su propio ritual, miran el bulto, lo sopesan, lo rodean, miden el ascensor, el hueco de la escalera, niegan con la cabeza repetidamente, y te hacen gestos que una interpreta como «oiga, el sofá este, ¿no le serviría igual en la escalera, de verdad lo necesita dentro de la casa…?» Al final, suben todo, por el ascensor, por la escalera, encaramado con polea por el balcón, y tú los contemplas jadear mientras cargan con tus muebles, a veces incluso sientes la necesidad de explicarles la historia del mueble en cuestión, ese es el sillón de mi abuela, una reliquia, me acompaña siempre… y aunque el tipo te deja bien claro con la mirada que maldito lo que le importa, y que te apartes, leñe, que el p… sillón pesa y lo estoy llevando a cuestas, una sigue, incontinente, y mira que es viejo, pero le tengo mucho cariño, ni siquiera le quiero cambiar la tapicería, con lo desgastada que está, pero me encanta así… Y al fin, cuando parece que ya han subido todo, llega la guinda del pastel, el Mueble Maldito. El Mueble Maldito es ese mueble absurdo, puede ser una cómoda, un canapé, un escritorio, un secreter, heredado o adquirido en momento especial, siempre con una historia emotiva vinculada, y siempre con dimensiones completamente desproporcionadas que ponen en jaque a los operarios. En mi caso, se trataba de una vitrina, mi bendita vitrina, comprada en un momento de debilidad con Aurora en un remate de antiguedades vejestorias en el sector cutre de la Casa Bavastro, restaurada con mimo, esas peleas con El Portugués (el herrero montevideano de nombre verdadero desconocido), para que copiara exactamente las varas de hierro de soporte de las estanterías de cristal… Aún recuerdo lo que fue empaquetarlo, los operarios uruguayos llamando por radio, atención, control, esto no es una estantería como nos dijeron, es una especie de pecera de cristal gigante… Ahora la pecera cruzó los Andes, y los operarios chilenos se enfrentaban al desafío de subirla a mi salón tras constatar que la puerta del ascensor era exactamente 4 centímetros menos alta. Al final subió por la escalera, los 6 operarios cargando con ella, mientras yo les seguía, solidaria, dándoles ánimos mientras les contaba la historia de la vidriera (yo creo que así la subieron más rápido, aunque sólo fuera para que me callara de una vez). Y llegó. Intacta.

Una vez vaciado el camión (hay que comprobar que no queda nada en él y que todos los numeritos se han tachado), empieza la segunda parte: el desembalaje. Ese es el momento en que una sueña en desembalar tranquilamente, dedicando tiempo a cada caja, decidiendo con calma donde colocar cada objeto en el nuevo hogar, dejar amorosamente los cuadros apoyados en las paredes para que cada uno encuentre de forma natural el hueco que va a pertenecerle, dedicar un rato a cada papel, clasificarlo bien de una vez por todas, pensar en formas imaginativas de destruir cada artesanía ridícula comprada en mercadillos del infierno… pero eso es un sueño, por supuesto, en la vida real, los operarios tienen unas horas que dedicarte (y gracias), y si no dejas que ellos abran las cajas, te tocará hacerlo a ti, incluyendo el sacar los kilos y kilos de cartón al basurero. Así que yo hoy me resigné, y traté de conservar algo de orden en medio de la locura, fui colgando mi ropa (¡mi ropa interior me la guardo yo!), me emocioné viendo las notas manuscritas de mi (nunca suficientemente añorada) Elena, que amorosamente había ordenado y clasificado todas las prendas, y mientras tanto trataba de lidiar con el operario-terremoto que en segundos iba sacando mis vajillas y cuberterías en la cocina, señora, ¿esto donde lo pongoooo?, me desesperaba descubriendo los primeros rasguños y bollos de cada mueble (los operarios se apresuran a señalarlos para que luego no los responsabilices), y me iba preocupando conforme veía que los tornillos interiores de la bendita vidriera no aparecían por ningún lado. Y por supuesto, conforme seguía escuchando la bendita pregunta, señora, ¿esto donde lo pongooooo?, empecé a responder con el mayor de los clásicos: déjelo en ese rincón, que ya lo ordenaré yo. Muchas veces, esa caja pasará años sin abrir bajo una cama y así de intacta saldrá para la siguiente mudanza.

Ya se fueron. Mañana vuelven, terminarán de desempacar y un supervisor sacará fotos de las cosas estropeadas. Mi nueva casa está cubierta de cajas, papeles de desembalar, muebles mal colocados, libros apilados y ropa a medio colgar. Yo quería dormir esta noche ya en mi cama, pero (San) David me convenció de que pasar por el martirio de buscar las sábanas y las almohadas en medio de esa locura sería el trago menos recomendable en mi situación mental actual, y que era mejor que me quedara a dormir con Juancho una noche más. Pero mañana tendré que enfrentarme a las cajas: el viernes es el bendito 12 de octubre y tengo que decidir qué abrigo llevar para la ofrenda a O’Higgins y a Colón, que estas cosas suelen eternizarse y siempre me hielo ante los próceres de la patria (señor, esos vientos helados orientales en la Plaza de la Independencia ante Artigas…); y las sábanas tendrán que salir, que el finde llega mi prima Soli de visita (¡mi primera visita en Chile!) y no la voy a mandar a un hotel por no tener sábanas en las camas…

Mañana. Mañana será otro día. Aunque el olor seguirá siendo el mismo. El olor de nuestra vida…

Al otro lado de los Andes: las turbulencias acostumbradas

Cuando estudiaba ingles de niña, tuve un profesor imaginativo que nos ponía juegos para que practicáramos conversación y un día nos hizo imaginar que estábamos en una isla desierta, nos habíamos quedado sin comida y había que designar a alguien del grupo para comérselo. El ejercicio consistía en argumentar por qué uno no debía convertirse en el almuerzo del resto, y yo hice (en un inglés más que aceptable ya por entonces) una encendida, extensa y complete defensa de mi misma, explicando mis importantísimas cualidades humanas, ventajas profesionales, etc etc que sólo podían aportar beneficios al grupo. Todos, por unanimidad, votaron comerme a mí.

Cuando el domingo me encontraba sobrevolando los Andes y el avión empezó a removerse bajo unas turbulencias terribles que me sacudieron hasta el alma, mi vida pasó ante mis ojos, y se quedó en ese recuerdo. Aunque en seguida el piloto se apresuró a explicar que esas turbulencias son muy normales en invierno mientras el avión sobrevuela a 9000 metros unos Andes que rozan los 7000, yo ya no pude quitarme el negro convencimiento de que íbamos a estrellarnos en alguno de esos montes nevados, y que en breve todos los pasajeros supervivientes decidirían incluirme de plato principal para su cena.

El sol brillante que me recibió en Santiago, contribuyó a que mi trauma infantil cediera paso a la ilusión tremenda de haber llegado a la ciudad que deberá ser mi hogar para los próximos años. Con esa alegría, me instalé en Pedro Valdivia Norte, en casa de San David, mi colega de la Embajada, que me la presta aún estando él de vacaciones, con empleada incluída, una empleada que se llama Darling (lo juro) y se dirige a mí como «señora MªEugenia».
Los chilenos son agradables. Esa ha sido mi primera conclusión tras una semana viviendo en Santiago. Tampoco es que haya conocido a muchos, pero contestan amablemente cuando perdida en medio de la calle pregunto por una dirección, me ayudan a cargar la tarjeta bip para el metro en vez de maldecir porque mi ignorancia está creando una cola de kilómetros, y los taxistas en general son honestos, cuando les llevo a las direcciones absurdas en que a veces están los pisos que estoy visitando y ellos se pierden, paran el taxímetro y siguen buscando. Uno incluso me explicó cómo debía de entregar los billetes de 10000 pesos («bien extendido, que se vea»), para que nunca pudieran timarme dándome menos cambio con la excusa de que les había dado un billete menor. Y otro día que hubo una fuga en la casa de San David, y nos cortaron el gas, el técnico que apareció a las 10 de la noche (cuando yo ya empezaba a sufrir los primeros síntomas de hipotermía en una casa que llevaba más de 12 horas sin calefacción en un Santiago muuuuuuuy frío) se quedó un buen rato chequeando que la caldera volvía a encenderse y que seguía teniendo agua caliente. Claro que estos detalles no sé si son amabilidad, o porque yo bordo el papel de «damisela de la Madre Patria, obviamente subnormal» que suele hacer furor en América Latina…

De mi primer juicio positivo de los chilenos, excluyo a una categoría: los corredores inmobiliarios. Una tendería a pensar que una expatriada con ingresos asegurados en búsqueda de vivienda, debería ser el típico manjar por el que las inmobiliarias se pelearan por comérsela (en sentido figurado, va a ser que mi trauma infantil aún sigue). Pues no, en Chile los corredores inmobiliarios son dioses que te hacen el favor de decirte por teléfono la dirección del apartamento que tú has visto en internet, para que puedas ir tú a visitarlo, y luego tienes que llamarlos de vuelta para comunicarles si finalmente te interesa, y así ellos te dicen cómo pagarles su comisión por su esforzado trabajo. Desde la embajada y en el centro cultural me dieron varios contactos de inmobiliarias, yo llamé a todos y por ahora ninguno me contestó. He ido personalmente a algunas para contarles lo que estoy buscando. He escrito decenas de correos a las direcciones que veo en Portal Inmobiliario. Y nada, esa gente me sigue histeriqueando y chuleando al mejor estilo de un divorciado treintañero heterosexual en Montevideo. Y no hay manera de librarse de ellos, ningún propietario alquila directamente su casa, así que nada, tengo que plegarme a su juego si quiero encontrar apartamento.

Los primeros días en Santiago han pasado volando. La ciudad es grande, apabullante, nada que ver con mi plácido Montevideo. La omnipresente cordillera da sentido a sus habitantes, cuando te dan indicaciones siempre dicen, y sigues en dirección a la cordillera, y yo rodeada de rascacielos preguntándome cómo narices voy a saber donde está la cordillera, pero ellos lo saben. También saben muy bien donde está el oriente y el poniente, ellos nunca hablan de este u oeste, así que cuando visito un apartamento siempre pregunto si tiene orientación al norte y al oriente, yo no tengo ni la más remota idea de dónde están ni el norte ni el oriente, pero ya me han dicho que es la mejor orientación en una casa, así que yo pregunto siempre.

Aún tengo tics de Montevideo,  allí sí que sabía siempre donde estaba la rambla. El precioso barrio de Bellavista, lleno de restaurantes y bolichitos me pareció inmenso, lo comparaba con la calle Luis Alberto Herrera. Me sorprendieron las proporciones del Teatro Municipal de Las Condes. Y me agarré un rebote de impresión cuando descubrí en el supermercado del Costanera center (un megashopping cerca de la casa de San David) que aquí no te llevan la compra a domicilio (y como soy una damisela de la Madre Patria, obviamente subnormal, no reparé en que hay una parada de taxis a la que se puede ir con el carrito del supermercado). Así que volví a casa cargada hasta las orejas y agrediendo a todos los santiaguinos que tenían la mala suerte de cruzarse conmigo con el palo del «escobillón» (escoba) que Darling me había pedido.  Yo en otra vida tuve que ser mula de carga, no me cabe duda…

Pero bueno, esto no son más que las turbulencias acostumbradas cuando una cambia de país de residencia, así que en general, todo bien.

Aunque seguro que acabé mis días de mi anterior vida de mula de carga devorada por mis dueños cuando alcancé la vejez…

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