El olor de nuestra vida (II)

Hoy llegó mi contenedor.

Un diplo expatriado con el olor de cartón recién cortado como olor básico de su vida, experimenta una sensación de alegría y desazón cuando esas palabras se hacen realidad: por un lado, la obvia alegría de poder tener tus cosas de nuevo; por otro, la desazón de saber que pronto tu vida volverá a ser invadida por las sempiternas cajas…

Mi contenedor llegó hoy. Salió de Montevideo tras un periplo inesperado (ingénuamente inesperado, Zeus Todopoderoso me ama y quiere que aprecie la futilidad de lo material asegurándose de que mis mudanzas siempre lleguen con retraso, no sé de qué me sorprendo a estas alturas, leñe), que mirándolo por el lado positivo me ha permitido conocer la diferencia entre un camión exclusivo y otro consolidado (atención, expatriados, NUNCA contratéis un camión consolidado!!!). Atravesó la pampa argentina, y el viernes llegó al Paso del Libertador. Durante este fin de semana los funcionarios de las aduanas argentina y chilena se pasaron por el forro de los calzones el principio de inviolabilidad de los bienes diplomáticos y se dedicaron a abrir un buen número de MIS cajas. El lunes pasó el SAG (el control sanitario chileno), en donde debían estar convencidos de que yo llevaba el jamón de pata negra escondido en la librería, si no, no me explico que abrieran todas las cajas de libros, y dejaran intactas todas aquellas que tenían bien clarito puesto: restos de la despensa (si algún funcionario del SAG me lee, que no se altere, allí sólo iban botellas de vino, permitidas todas…). El martes bajó la serpenteante carretera de bajada de los Andes, despacito porque justo  había nevado muchísimo este fin de semana (Zeus, eres un cachondo mental, así de claro te lo digo), y hoy, ¡llegó a mi nueva casa en Providencia! (nota para no chilenos: Providencia, barrio de Santiago)

El procedimiento es siempre similar, pero aún así, la ilusión permanece intacta: se chequean los sellos de seguridad que certifican que el contenedor es el propio y no hay nada añadido (en mi caso, algo ridìculo, después de que funcionarios argentinos y chilenos se hayan pasado el finde abriéndome cajas, pero bueno, hacía ilusión), y después te dan una hoja con números que vas tachando conforme van saliendo cajas, una tras otra. Así que hoy los tipos iban gritando, «¡la setenta y tres, siete-tres, la cincuenta y seis, cinco-seis…! y yo tachando, y para cuando ya rozábamos la caja 165 (uno-seis-cinco), yo ya no sabía si cantar bingo o echarme a llorar… Señores del TPI, nunca me cansaré de decirlo, urge la tipificación del delito de comercialización de artesanías típicas absurdas… Eso sí, cuando reconocí el bulto que contenía mi guitarrita, el corazón me dio un vuelco de la alegría.

Cuando terminan con las cajas, empiezan los muebles. Ahí los operarios inician su propio ritual, miran el bulto, lo sopesan, lo rodean, miden el ascensor, el hueco de la escalera, niegan con la cabeza repetidamente, y te hacen gestos que una interpreta como «oiga, el sofá este, ¿no le serviría igual en la escalera, de verdad lo necesita dentro de la casa…?» Al final, suben todo, por el ascensor, por la escalera, encaramado con polea por el balcón, y tú los contemplas jadear mientras cargan con tus muebles, a veces incluso sientes la necesidad de explicarles la historia del mueble en cuestión, ese es el sillón de mi abuela, una reliquia, me acompaña siempre… y aunque el tipo te deja bien claro con la mirada que maldito lo que le importa, y que te apartes, leñe, que el p… sillón pesa y lo estoy llevando a cuestas, una sigue, incontinente, y mira que es viejo, pero le tengo mucho cariño, ni siquiera le quiero cambiar la tapicería, con lo desgastada que está, pero me encanta así… Y al fin, cuando parece que ya han subido todo, llega la guinda del pastel, el Mueble Maldito. El Mueble Maldito es ese mueble absurdo, puede ser una cómoda, un canapé, un escritorio, un secreter, heredado o adquirido en momento especial, siempre con una historia emotiva vinculada, y siempre con dimensiones completamente desproporcionadas que ponen en jaque a los operarios. En mi caso, se trataba de una vitrina, mi bendita vitrina, comprada en un momento de debilidad con Aurora en un remate de antiguedades vejestorias en el sector cutre de la Casa Bavastro, restaurada con mimo, esas peleas con El Portugués (el herrero montevideano de nombre verdadero desconocido), para que copiara exactamente las varas de hierro de soporte de las estanterías de cristal… Aún recuerdo lo que fue empaquetarlo, los operarios uruguayos llamando por radio, atención, control, esto no es una estantería como nos dijeron, es una especie de pecera de cristal gigante… Ahora la pecera cruzó los Andes, y los operarios chilenos se enfrentaban al desafío de subirla a mi salón tras constatar que la puerta del ascensor era exactamente 4 centímetros menos alta. Al final subió por la escalera, los 6 operarios cargando con ella, mientras yo les seguía, solidaria, dándoles ánimos mientras les contaba la historia de la vidriera (yo creo que así la subieron más rápido, aunque sólo fuera para que me callara de una vez). Y llegó. Intacta.

Una vez vaciado el camión (hay que comprobar que no queda nada en él y que todos los numeritos se han tachado), empieza la segunda parte: el desembalaje. Ese es el momento en que una sueña en desembalar tranquilamente, dedicando tiempo a cada caja, decidiendo con calma donde colocar cada objeto en el nuevo hogar, dejar amorosamente los cuadros apoyados en las paredes para que cada uno encuentre de forma natural el hueco que va a pertenecerle, dedicar un rato a cada papel, clasificarlo bien de una vez por todas, pensar en formas imaginativas de destruir cada artesanía ridícula comprada en mercadillos del infierno… pero eso es un sueño, por supuesto, en la vida real, los operarios tienen unas horas que dedicarte (y gracias), y si no dejas que ellos abran las cajas, te tocará hacerlo a ti, incluyendo el sacar los kilos y kilos de cartón al basurero. Así que yo hoy me resigné, y traté de conservar algo de orden en medio de la locura, fui colgando mi ropa (¡mi ropa interior me la guardo yo!), me emocioné viendo las notas manuscritas de mi (nunca suficientemente añorada) Elena, que amorosamente había ordenado y clasificado todas las prendas, y mientras tanto trataba de lidiar con el operario-terremoto que en segundos iba sacando mis vajillas y cuberterías en la cocina, señora, ¿esto donde lo pongoooo?, me desesperaba descubriendo los primeros rasguños y bollos de cada mueble (los operarios se apresuran a señalarlos para que luego no los responsabilices), y me iba preocupando conforme veía que los tornillos interiores de la bendita vidriera no aparecían por ningún lado. Y por supuesto, conforme seguía escuchando la bendita pregunta, señora, ¿esto donde lo pongooooo?, empecé a responder con el mayor de los clásicos: déjelo en ese rincón, que ya lo ordenaré yo. Muchas veces, esa caja pasará años sin abrir bajo una cama y así de intacta saldrá para la siguiente mudanza.

Ya se fueron. Mañana vuelven, terminarán de desempacar y un supervisor sacará fotos de las cosas estropeadas. Mi nueva casa está cubierta de cajas, papeles de desembalar, muebles mal colocados, libros apilados y ropa a medio colgar. Yo quería dormir esta noche ya en mi cama, pero (San) David me convenció de que pasar por el martirio de buscar las sábanas y las almohadas en medio de esa locura sería el trago menos recomendable en mi situación mental actual, y que era mejor que me quedara a dormir con Juancho una noche más. Pero mañana tendré que enfrentarme a las cajas: el viernes es el bendito 12 de octubre y tengo que decidir qué abrigo llevar para la ofrenda a O’Higgins y a Colón, que estas cosas suelen eternizarse y siempre me hielo ante los próceres de la patria (señor, esos vientos helados orientales en la Plaza de la Independencia ante Artigas…); y las sábanas tendrán que salir, que el finde llega mi prima Soli de visita (¡mi primera visita en Chile!) y no la voy a mandar a un hotel por no tener sábanas en las camas…

Mañana. Mañana será otro día. Aunque el olor seguirá siendo el mismo. El olor de nuestra vida…

Amores perros

Esto era una vez un perro que conoció a una perra, se olisquearon, se dieron toquecitoscon el morro, corrieron juntos, ladraron felices y finalmente el perro se dispuso a montar a la perra. Así de simple podría parecer que es la vida amorosa canina, pero no, la experiencia de Juancho y Noa me ha enseñado que hasta los perros dan sus vueltas antes de entregarse al desenfreno carnal… En realidad, Juancho y Noa lo tuvieron facilísimo: ambos sus dueños/padres estaban felices de cruzarlos para tener una camada de peluditos pastores catalanes, y facilitaron los encuentros. Pero aunque Juancho ponía empeño y Noa lo animaba cada poco, nunca terminaban de completar el acto, en el fondo se les veía más pendientes de sus dueños voyeuristas que de ponerse en faena, y claro,así no había manera de terminar de engendrar a los pequeños gos d’atura… La dueña/madre de Noa finalmente aceptó que su hija/perra querida pasara  la noche fuera de casa, por vez primera, y así darles el tiempo y la intimidad necesaria. De este modo los dos amantes pudieron pasar una noche romántica y lujuriosa (a partesiguales) en el coqueto jardín del hogar de David en Pedro Valdivia Norte… A la mañana siguiente, Noa amaneció con cara melancólica y apesadumbrada, en plan “quizá nos hemos apresurado, no sé bien si estoy preparada para iniciar una relación seria, será este un buen padre para mis cachorros…”, mientras que Juancho la miraba desconfiado en plan “vaya, pero todavía no te fuiste, bueno, te doy el desayuno pero no vayas a pensar que esto ya es serio, yo no estoy preparado para comprometerme…” Pasaron el día sin hablarse mucho, con gesto embarazoso, y cuando la dueña/madre de Noa vino a buscarla, ésta no disimuló su alivio alegre de poder irse, justo cuando Juancho empezaba a vislumbrar la posibilidad de una nueva sesión amatoria, en plan “bueno, ya que sigues sin irte, aprovechemos, pero sin compromiso,eh”.

Por supuesto, Juancho no la llamó en los siguientes días, ni siquiera para un “hola, cómo estás, te llamo aunque no seas mi novia, porque compartimos un momento lindo y sólo por eso eres importante, aunque no vayamos a casarnos, es puro respeto y cariño, ya está, porque está feo acostarse con una tía y no llamarla al día siguiente y yo no soy así…”, pero bueno, todos los hombres, perdón, los perros son iguales… eso sí, cuando la dueña/madre de Noa la trajo de nuevo a casa (por si el encuentro nocturno no había sido lo suficientemente fértil), Juancho la recibió con renovado alborozo lujurioso. Una perra de otras latitudes quizá hubiera entrado en el juego histeriqueante de Juancho, pero Noa es una catalana orgullosa y le respondió con gruñidos, descartando la posibilidad de un nuevo polvo. Como todos los hombres, perdón, perros, Juancho se rasgó las vestiduras asegurando no entender a las mujeres, perdón, a las perras, y se echó a los brazos de Darling, que lo consoló como todas las madres consuelan a sus hijos (y así nos va): “¿viste, Juancho? Ella no te quería de verdad, era solo lujuria…”

También yo consolé a Juancho (no sé bien por qué, si en el fondo pienso que todos estos (perros) cabrones tienen lo que se merecen), pero a mi manera: Juancho ya no sólo duerme en mi cuarto, a veces salta a mi cama. David me regaña, con toda la razón, lo estoy mal acostumbrando, pero es que Juancho es listo (como todos los hombres, perdón, perros) y sabe aprovechar la oportunidad para meterse en la cama de una chica, básicamente cuando estoy dormida y no tengo fuerzas para echarlo… además, últimamente las noches son tan frías que se agradece tener su cuerpo peludo sobre los pies… la culpa del frío es de David, que no supo ser humilde con los técnicos de la caldera. La caldera se rompió, no funcionaba la calefacción y David llamó a la empresa de mantenimiento, éstos vinieron (tres días después, prisas las justas) y tras apretar dos tuercas, dictaminaron que todo estaba perfecto. Aquella noche la calefacción seguía sin funcionar, y ahí es cuando le aconsejé a David que representara el papel de “damisela de la Madre Patria, obviamente subnormal”, pero David es un orgulloso hidalgo español que entiende que hay que exigir que se cumpla lo pactado, así que firmemente emplazó a la compañía a que arreglaran bien la caldera. Los chilenos llevan muy mal que les lleves la contraria cuando han dictaminado que una cosa está ya solucionada (bueno, en realidad llevan muy mal que les lleves la contraria en cualquier cosa), así que los operarios vinieron por segunda vez (cuatro días después, a ver qué necesidad de tanta prisa), apretaron tres tuercas más y se fueron diciendo que estaba ya arreglada. Aquella noche, bajo los primeros síntomas de congelación (fue entonces cuando Juancho saltó a mi cama), volvimos a llamar a la compañía, que mostraron su sorpresa incrédula de que la cosa no estuviera ya resuelta, y finalmente los operarios volvieron (a la semana siguiente, ¿quién necesita de calefacción en invierno?), y ya ahí reconocieron que había un problema con “la tarjeta”, dijeron que volverían con una nueva… y en esa estamos…

Mientras tanto, yo sigo progresando en mi instalación en el Santiago bip! Ya tengo tarjetas de crédito (mi ordalía para abrir una cuenta bancaria merece un capítulo aparte), y chachan, ¡ya tengo apartamento! En el mismo barrio de Valdivia Norte, al otro lado del Mapocho a la altura de Providencia, un tranquilo barrio de casitas, atravesado por la avenida Pedro Valdivia Norte, calle que van cortando sucesivamente las calles de los Conquistadores, los Hidalgos, los Españoles, los Navegantes , el Comendador, los Araucanos y los Misioneros. Vamos, que es un barrio temático. En mi nueva calle lamentablemente se les acabó la imaginación y sólo se llama del Cerro, con lo genial que hubiera estado vivir en la calle Caupolicán… pero por lo demás estoy contenta, sobre todo tras haber triunfado en las intensas negociaciones que han precedido la firma, prácticamente todas en torno al color de las paredes. Todo el apartamento era amarillo, amarillo albero en el salón, amarillo crema en los dormitorios, amarillo con pintitas en los cuartos de baño. Todo amarillo (menos el dormitorio, que estaba cubierto de papel azul celeste con florecitas). Mi nueva amiga Maria Inés me contó que esto de los chilenos con el amarillo es digno de estudio sociológico, una verdadera obsesión que no sólo abarca a la decoración sino también a la moda, que ella tiene una amiga que se enamoró de un perro, perdón, hombre, que gustaba de llevar camisas amarillo clarito (de manga corta) con el traje de chaqueta, y claro, eso complicó enormemente la relación.

Pero aparte de la soberbia de los técnicos de calderas, la obsesión con el amarillo, y las jugadas de mi (nunca suficientemente odiados) corredores inmobiliarios (con excepción de la que finalmente me ha conseguido el apartamento: nos hemos hecho amiguitas), sigo descubriendo cosas positivas de los chilenos. La última: ¡bailan! Todos, no sólo las mujeres, no sólo los gays, todos, como las locas, una maravilla. Se me saltaron las lágrimas de la emoción cuando en una velada superchic de gente de teatro, con ostras, empanadas y champagne, acabaron poniendo música y arrancaron a bailar. Nadie entiende mi alegría aquí, cuando les digo que he pasado los últimos 4 años de mi vida en un país en el que sólo bailan una noche al año, que llaman Noche de la Nostalgia, se ríen a las carcajadas asumiendo que les estoy gastando una broma…

Y para concluir, mensaje de la dueña/madre de Noa: se muestra agotada, nerviosa y con mucha hambre… ¿seremos finalmente todos titos de la primera camada de gos d’atura chilenos??

 

Juancho, Darling, San David y yo

“Señora MaEugenia, hice el jugo de piña y fregué las estanterías y los platos de los armarios, como me dijo. Dígale por favor a Don David que hace falta jabón y suavizante para la ropa, pero dígale bien la marca, que él al final siempre compra uno muy malo que es el que estropea ropa” Darling lo tiene super claro: por encima de 200 años de lucha por la igualdad de sexos, en una casa quien manda es la mujer, aunque esta sea una mera invitada, y el hombre es quien pone el dinero, y así que es como el pobre (San) David se encontró el otro día al llegar a casa con que Darling, la “nana” (empleada/asistenta) que él paga, me escribe ya las notas con instrucciones a mí…

No soy la única presencia femenina que ha irrumpido en el pacífico hogar de Valdivia Norte de David, también está Noah, la “polola” (novia) de Juancho, una hermosa gos d’atura gris, cuya dueña quiere cruzarla para tener una camada de peludos pastorcitos catalanes, que es una raza bastante inusual en Chile. Juancho se enamoró de Noah al segundo de conocerla, y ahora se le nota nervioso ante la perspectiva de su primera noche de amor.

Mientras tanto, yo continúo instalándome en el Santiago bip! Ya soy persona, tengo RUT, y sigo a lo mío con mis (nunca suficientemente odiados) corredores inmobiliarios. Gracias a ellos me voy aprendiendo las calles de Santiago a base de ir a ver apartamentos (alguien me aseguró al llegar que los corredores te van a buscar y te llevan a los departamentos que van a enseñarte, pero yo estoy convencida de que eso es una leyenda urbana: la única excepción fue una corredora que fue a buscarme en coche al grito de que su mejor amiga es española, el resto, me cita en el apartamento en cuestión, y a veces ni aparecen). Gracias a ellos voy aprendiendo pequeños detalles de la sociedad chilena: por ejemplo, ninguno puede comprender que una diplo no quiera vivir en el alejado, escasamente conectado por transporte público y residencial Vitacura, con la de jardines, parques, colegios y grandes avenidas que tiene, con la de familias que viven allí… yo trato siempre de explicarles que estoy soltera sin hijos, y que por trabajo me viene mejor estar cerca del centro, pero ellos no hacen acuso de recibo, insisten en llevarme a hermosos apartamentos en urbanizaciones a las afueras, así que yo ya no sé si es que lo que no se creen, es que España deje que una soltera sin hijos deambule por el mundo defendiendo sus intereses, cualquiera sabe. “Hágame caso” me insistía uno, “será muy feliz en este hermoso departamento silencioso y tranquilo frente a un parque lindo”. “No” le respondí yo, “seré desgraciada, me deprimiré y me suicidaré y mi muerte pesará sobre su conciencia”. Ya fuera porque no tenía sentido de la ironía, o porque cargar con el peso de mi muerte le tocaba un pie, pero el caso es que el tipo aún siguió intentándolo durante media hora… Otro detalle, las cocinas: he visitado lindos apartamentos en edificios señoriales con cocinas sencillamente cochambrosas. Cuando me quejo, los corredores sonríen: “usted cocina, ¿no?” asumiendo que tienen una cordon bleu delante y no una pobre chica a la que le gusta desayunar en la cocina. A mi amiga (santa) Carmen le pasaba similar cuando buscaba piso (Carmen es santa entre otras cosas, porque me dejó un montón de vestidos para que eligiera qué llevar a la inauguración del SANFIC, probablemente la única actividad con etiqueta que me va a tocar en todo este tiempo y que justo tuvo que caer cuando mi ropa sigue en el contenedor en Montevideo), y ella que también se quejó recibió la siguiente clarificadora respuesta: “¿pero por qué le preocupa la cocina, si tendrá una nana que se ocupará de todo y usted no tendrá que entrar nunca?”

Voy conociendo nuevos barrios: Lastarria/Bellas Artes, en el centro, muy moderno y cultureta, que me dio ganas de sumarme a la moda de vivir en el centro, pero mi búsqueda de apartamento por esa zona resultó infructuosa: el único que pude ver, en un edificio años 40 precioso sobre un «Emporio la Rosa», una cafetería famosa con sucursales, no tenía calefacción, y yo seré muy moderna, independiente, soltera y sin hijos, pero también puse a Zeus por testigo que nunca más volvería a pasar frío, como bien saben mis lectores más antiguos. Otra opción fallida fue el Barrio Italia, una especie de Palermo Viejo santiaguino, aún en sus primeros balbuceos, pero con perspectivas: casas antiguas reconvertidas en coquetas galerías de tiendas de diseño, anticuarios, talleres de artesanía, cafés y restaurantes estilosos… pero la cosa aún está muy centrada en un día a la semana, la mañana de los sábados, el resto del tiempo la zona está muy cerrada, tan sólo permanecen abiertos los talleres mecánicos en un ambiente desolado, así que ni me molesté en ir a ver las dos casas que se ofertaban allí en alquiler, que como dice la bruja de Juego de Tronos, for the night is dark and full of terrors…

En fin, que poco a poco voy construyendo mi rutina en la ciudad al otro lado de los Andes, aunque por ahora es en torno a Juancho y Darling. Y a David, claro. David y yo conformamos una amistad moderna: hacemos la cena juntos (él cocina todo y yo pongo los dos platos y las servilletas), y a continuación nos sumergimos en nuestros respectivos iPads, para pasarla poniendo “me gusta” en nuestras actualizaciones y fotos de Facebook, y retuiteando nuestros mensajes. Alguien podrá decir que es un ejemplo de la alienación de las redes sociales modernas, pero eso es una chorrada, toda persona moderna actual sabe que las redes sociales virtuales se disfrutan doblemente con alguien que tienes al lado. Luego me voy a dormir y Juancho me acompaña, estos días prefiere dormir conmigo antes que con David, sospechamos que es el inminente encuentro carnal con Noah, que le hace proclive a la cercanía del sexo femenino. A Juancho no le gusta el tono new age de la aplicación despertador del iPad, así que en cuanto suena se pone a ladrar. Dormir con Juacho en un seguro. No porque la noche sea particularmente oscura y terrorífica, sino porque vamos, es que es seguro que te despiertas…

Sin RUT no eres nada en el Santiago BIP

Días antes de llegar, San David me comentó que me iba a dejar una «tarjeta VIP», para que pudiera usarla. Yo me puse muy contenta, pensé que sería algo similar a mi antigua tarjeta de los (nunca suficientemente añorados) VIPs de Madrid, o algo similar en atención a lo megaimportante y divina que soy. Ja, ilusa yo, se trataba de una tarjeta bip!, que se usa fundamentalmente para pagar en el transporte público de Santiago, llamada así por el ruidito bip que hace al pasarla por la máquina.

En Santiago todo hace bip!, en realidad. Desde que una pone el pie en la calle, empieza a escuchar el puñetero sonidito, suena en el micro (autobús), en el metro (que por cierto cuesta lo mismo todos los santos días, sin posibilidad de abono semanal, mensual o ticket reducido de 10 pasajes, nada, un bip! de las narices de 600 pesitos chilenos cada vez que te subes. También hace bip! la autopista, el coche suena cada vez que pasas por los invisibles peajes automáticos, mi nueva amiga Carolina (sobrina de Jenny, la Internacional Oriental, que funciona muy bien) me contaba que una vez con su marido que se equivocaron de salida y se tuvieron que recorrer la Costanera antes de poder dar la vuelta, cada bip! les iba recordando lo cara que les iba a salir la bromita…
Otra cosa que tiene el Santiago de hoy es el RUT, el equivalente de nuestro DNI, pero que va mucho más allá, porque aquí nuestro DNI o nuestro número de pasaporte se la trae al pairo, lo único que te aceptan es su RUT, que te dan junto con la residencia legal, y que la Cancillería chilena aún no me ha dado. Sin RUT no abres una cuenta bancaria, no te dan una línea de teléfono, no compras por internet, y muchos de mis (nunca suficientemente odiados) corredores inmobiliarios me histeriquean (aún más) ante la ausencia del numerito de marras…

Pero más allá del eterno bip!, el no tener RUT, y los histeriqueos de los corredores inmobiliarios, estoy contenta con el balance de estas dos primeras semanas en Santiago. Llueve sin parar, algo rarísimo según me cuentan todos, y estoy anhelando que amanezca soleado para poder disfrutar al fin de la vista de la cordillera sin polución.

Voy conociendo gente interesante: los responsables del Centro Cultural Estación Mapocho (su director,Arturo Navarro, una institución en gestión cultural, me habló de lo que marcó la exposición Letras Españolas, que el Ministro Solé Tura montó para la Feria del Libro del Francfort del 92, y que luego Felipe González quiso llevar al Chile que reiniciaba su democracia), a los organizadores de la XVIII Bienal de Arquitectura

También vi una peli chilena muy interesante, que volvió premiada de Cannes: «NO». Relata la campaña publicitaria que realizó la Concertación, durante el referéndum que Pinochet convocó para ganar pero finalmente perdió. Un publicista (al parecer ficticio) que interpreta Gael García Bernal, convence a la gente de la Concertación de que sólo podrían ganar con un mensaje positivo, alegre, de confianza en el futuro, en vez de recrearse en las ya conocidas imágenes de los horrores de la dictadura, y esa línea optimista va ganando adeptos en la población, que poco a poco van arrinconando a la campaña plúmbea y acartonada del SI. Fui con el grupo de David, y (San) Carlos decía a la salida que había sido una vuelta a su infancia, a aquellos anuncios felices del NO con su canciocilla pegadiza que todo el mundo tarareaba y al arcoiris que poco a poco la gente se atrevió a ponerse de pin o de camiseta. Fue divertido escuchar al público chileno reírse ante las imágenes, sobre todo ante el video de cierre de la campaña del SI, con un Pinochet sonriendo a la cámara: «si algo hice mal, pido perdón…»

En realidad, la película enseña cómo hasta la izquierda más radical dentro de la Concertación acabó aceptando las reglas del merchandising más básico en un sistema de libre mercado… de ahí al Santiago bip!, sólo había un paso…

Al otro lado de los Andes: las turbulencias acostumbradas

Cuando estudiaba ingles de niña, tuve un profesor imaginativo que nos ponía juegos para que practicáramos conversación y un día nos hizo imaginar que estábamos en una isla desierta, nos habíamos quedado sin comida y había que designar a alguien del grupo para comérselo. El ejercicio consistía en argumentar por qué uno no debía convertirse en el almuerzo del resto, y yo hice (en un inglés más que aceptable ya por entonces) una encendida, extensa y complete defensa de mi misma, explicando mis importantísimas cualidades humanas, ventajas profesionales, etc etc que sólo podían aportar beneficios al grupo. Todos, por unanimidad, votaron comerme a mí.

Cuando el domingo me encontraba sobrevolando los Andes y el avión empezó a removerse bajo unas turbulencias terribles que me sacudieron hasta el alma, mi vida pasó ante mis ojos, y se quedó en ese recuerdo. Aunque en seguida el piloto se apresuró a explicar que esas turbulencias son muy normales en invierno mientras el avión sobrevuela a 9000 metros unos Andes que rozan los 7000, yo ya no pude quitarme el negro convencimiento de que íbamos a estrellarnos en alguno de esos montes nevados, y que en breve todos los pasajeros supervivientes decidirían incluirme de plato principal para su cena.

El sol brillante que me recibió en Santiago, contribuyó a que mi trauma infantil cediera paso a la ilusión tremenda de haber llegado a la ciudad que deberá ser mi hogar para los próximos años. Con esa alegría, me instalé en Pedro Valdivia Norte, en casa de San David, mi colega de la Embajada, que me la presta aún estando él de vacaciones, con empleada incluída, una empleada que se llama Darling (lo juro) y se dirige a mí como «señora MªEugenia».
Los chilenos son agradables. Esa ha sido mi primera conclusión tras una semana viviendo en Santiago. Tampoco es que haya conocido a muchos, pero contestan amablemente cuando perdida en medio de la calle pregunto por una dirección, me ayudan a cargar la tarjeta bip para el metro en vez de maldecir porque mi ignorancia está creando una cola de kilómetros, y los taxistas en general son honestos, cuando les llevo a las direcciones absurdas en que a veces están los pisos que estoy visitando y ellos se pierden, paran el taxímetro y siguen buscando. Uno incluso me explicó cómo debía de entregar los billetes de 10000 pesos («bien extendido, que se vea»), para que nunca pudieran timarme dándome menos cambio con la excusa de que les había dado un billete menor. Y otro día que hubo una fuga en la casa de San David, y nos cortaron el gas, el técnico que apareció a las 10 de la noche (cuando yo ya empezaba a sufrir los primeros síntomas de hipotermía en una casa que llevaba más de 12 horas sin calefacción en un Santiago muuuuuuuy frío) se quedó un buen rato chequeando que la caldera volvía a encenderse y que seguía teniendo agua caliente. Claro que estos detalles no sé si son amabilidad, o porque yo bordo el papel de «damisela de la Madre Patria, obviamente subnormal» que suele hacer furor en América Latina…

De mi primer juicio positivo de los chilenos, excluyo a una categoría: los corredores inmobiliarios. Una tendería a pensar que una expatriada con ingresos asegurados en búsqueda de vivienda, debería ser el típico manjar por el que las inmobiliarias se pelearan por comérsela (en sentido figurado, va a ser que mi trauma infantil aún sigue). Pues no, en Chile los corredores inmobiliarios son dioses que te hacen el favor de decirte por teléfono la dirección del apartamento que tú has visto en internet, para que puedas ir tú a visitarlo, y luego tienes que llamarlos de vuelta para comunicarles si finalmente te interesa, y así ellos te dicen cómo pagarles su comisión por su esforzado trabajo. Desde la embajada y en el centro cultural me dieron varios contactos de inmobiliarias, yo llamé a todos y por ahora ninguno me contestó. He ido personalmente a algunas para contarles lo que estoy buscando. He escrito decenas de correos a las direcciones que veo en Portal Inmobiliario. Y nada, esa gente me sigue histeriqueando y chuleando al mejor estilo de un divorciado treintañero heterosexual en Montevideo. Y no hay manera de librarse de ellos, ningún propietario alquila directamente su casa, así que nada, tengo que plegarme a su juego si quiero encontrar apartamento.

Los primeros días en Santiago han pasado volando. La ciudad es grande, apabullante, nada que ver con mi plácido Montevideo. La omnipresente cordillera da sentido a sus habitantes, cuando te dan indicaciones siempre dicen, y sigues en dirección a la cordillera, y yo rodeada de rascacielos preguntándome cómo narices voy a saber donde está la cordillera, pero ellos lo saben. También saben muy bien donde está el oriente y el poniente, ellos nunca hablan de este u oeste, así que cuando visito un apartamento siempre pregunto si tiene orientación al norte y al oriente, yo no tengo ni la más remota idea de dónde están ni el norte ni el oriente, pero ya me han dicho que es la mejor orientación en una casa, así que yo pregunto siempre.

Aún tengo tics de Montevideo,  allí sí que sabía siempre donde estaba la rambla. El precioso barrio de Bellavista, lleno de restaurantes y bolichitos me pareció inmenso, lo comparaba con la calle Luis Alberto Herrera. Me sorprendieron las proporciones del Teatro Municipal de Las Condes. Y me agarré un rebote de impresión cuando descubrí en el supermercado del Costanera center (un megashopping cerca de la casa de San David) que aquí no te llevan la compra a domicilio (y como soy una damisela de la Madre Patria, obviamente subnormal, no reparé en que hay una parada de taxis a la que se puede ir con el carrito del supermercado). Así que volví a casa cargada hasta las orejas y agrediendo a todos los santiaguinos que tenían la mala suerte de cruzarse conmigo con el palo del «escobillón» (escoba) que Darling me había pedido.  Yo en otra vida tuve que ser mula de carga, no me cabe duda…

Pero bueno, esto no son más que las turbulencias acostumbradas cuando una cambia de país de residencia, así que en general, todo bien.

Aunque seguro que acabé mis días de mi anterior vida de mula de carga devorada por mis dueños cuando alcancé la vejez…

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